¿Por qué escribo sobre Sherlock Holmes?

Desde las postrimerías de mayo he venido parloteando con cierta regularidad en este rinconcito de Hypermedia Magazine acerca de las primeras narraciones protagonizadas por ese detective larguirucho y flacundengo que todos conocemos aunque sea de oídas. Esto es: sobre aquellas de la autoría exclusiva de Arthur Conan Doyle, quien patentara al personaje y a buena parte de su entorno en 1887. Son las que integran el “canon holmesiano”, término acuñado para distinguirlas de otras muchas con el mismo héroe que vieron la luz tras el fallecimiento de su inspirador en 1930. 

Por ejemplo: Las hazañas de Sherlock Holmes (The Exploits of Sherlock Holmes), nueva epopeya facturada por John Dickson Carr —en contubernio con Adrian Malcolm Doyle, el hijo más chiquito de sir Arthur Ignatius— a comienzos de los años 50; o Elemental doctor Freud (The Seven-per-cent Solution), de 1974; Terror en Londres (The West End Horror), de 1976; y El adiestrador de canarios (The Canary Trainer), de 1993, los aplaudidos pastiches firmados por Nicholas Meyer, que no tienen desperdicio.

Bien podría seguir con estas breves chácharas ocasionales hasta el infinito y más allá, pues el canon, leído con atención, es virtualmente insondable. De hecho, me propongo continuar, cómo no, sacándole toda clase de lascas en los meses venideros. Digo, si ustedes quieren y las hadas lo propician.

Hoy, sin embargo, se impone hacer un alto en nuestra pacífica tertulia. No vayan a alarmarse, corazones, que no ha ocurrido ninguna tragedia. Mi salud está OK, no más deteriorada que de costumbre, y nadie ha llamado a mi puerta al filo de las 3:00 a.m. 

Sucede que un lector energúmeno, luego de bajarme tremenda catilinaria con léxico de alcantarilla, me ha picheado en tono inquisitorial, como acusándome de alguna depravación, la preguntica de por allá arriba, la del título. Detrás del “qué”, por cierto, venía encajado un “repinga” que no me pareció lindo que apareciera en homepage.

Rara vez les doy boliche a los fiscales amateurs que se pavonean por el ciberespacio en plan matasiete. Deploro tener que divulgarlo, ya que no me gusta denigrar a los infelices. Pero esos especímenes hostiles, aquí entre nos, me aburren una pila.

No obstante, pensándolo con cariño, en esta ocasión me inclino a conceder que la interrogante de marras, pese a la muy chabacana bravuconería de quien la formuló, amerita una respuesta civilizada. ¿Por qué no? Con permiso de ustedes, pues, ahí voy:


***

Mira, m’ijo, no tienes que tomártelo tan a pecho, que te vas a fundir. Insignificantes somos todos. Salvo tú, quizás. En cualquier caso, te aseguro que el propio artífice de Sherlock Holmes nunca le atribuyó a su criatura trascendencia alguna.

Con la saga, que se prolongó a pesar suyo durante casi cuatro décadas en las páginas de The Strand Magazine —mensuario de corte popular, con relatos de ficción, artículos, abundantes ilustraciones y una legendaria columna de puzzles—, únicamente pretendía entretener al prójimo, distraerlo de las angustias cotidianas, proporcionarle un pasatiempo sin mayores complejidades para los ratos de ocio. 

En qué medida lo consiguió, rebasando con mucho sus propias expectativas, es archisabido. Y resulta pasmoso comprobar cómo ahora mismitico, a más de una centuria de aquellas publicaciones que tanto júbilo suscitaron entre sus contemporáneos, continúa lográndolo.

Reeditadas con frecuencia y traducidas a cuanto idioma se teclea en esta galaxia, las 60 peripecias originales del máster de Baker Street siguen deleitando a un burujón de lectores. A ello contribuye la diáfana prosa, no desprovista de humor, de John H. Watson. Y sobre todo que sus tramas no se reducen al mero planteo de acertijos que habrán de solucionarse mediante operaciones analíticas o trucos de agilidad mental, sino que también incluyen una considerable dosis de aventura.

Ten en cuenta que, a diferencia de tantísimos razonadores sedentarios puestos en circulación por damas y caballeros afiliados al Detection Club, míster Holmes no es una lumbrera de gabinete. A la hora de resolver problemas lo mismo atrapa a una mortífera víbora de los pantanos, originaria de la India, que le cae atrás a un mastín zangandongo embadurnado con cierto potingue fosforescente o apachurra sin contemplaciones a un insidioso bicharraco oceánico apenas descrito en los manuales de Zoología. 

Y además de enfrentarse a toda esa fauna conflictiva, igual se faja a los piñazos con cualquier sinvergüenza de la especie Homo sapiens —a contrapelo de su triste figura, descuella en el boxeo y en otros deportes de combate—, brinca una tapia, corre cual ñandú, acampa en un páramo, se cuela por una ventana, empuña un látigo, se encarama en una cornisa, dispara un revólver, revienta una caja fuerte o esquiva los dardos envenenados que un pigmeo caníbal le sopla con una cerbatana en el curso de una trepidante persecución en lancha Támesis abajo. 

Eso por no hablar de sus habilidades histriónicas y su virtuosismo en el arte del disfraz, de los que se aprovecha para asumir las más disímiles caracterizaciones según los requerimientos de sus pesquisas. 

Nada, papa, que con un detective así de versátil no hay tedio que valga.

En mi opinión sería suficiente con lo que llevo dicho para sugerir muy en serio la (re)lectura de tales historias del ayer en estos desgraciados tiempos de pandemia. Y todavía más en los que ya se avizoran, una pospandemia que pinta la mar de jodida en todos los órdenes. Comprenderás, mi cielito blasfemo, que los simples mortales también necesitamos evadirnos de tanto dolor inútil, aunque solo sea de tarde en tarde.

Por si persistes en tu berrinche, empero, aún puedo esgrimir un segundo argumento a favor de la pertinencia de Sherlock Holmes aquí y ahora. Y te diré que, al margen de las modestas intenciones de quien lo trajo al mundo, ese private eye con talentos múltiples tampoco anda escaso de generosidad, compasión, tolerancia, mano izquierda y amplitud de miras. Es más, que no existe, a mi entender, otro personaje literario con su estatura mítica y su proyección internacional que haya encarnado con tanta coherencia los ideales del liberalismo, siempre válidos, oportunos y defendibles frente a la barbarie totalitaria.

Verdad que sus conocimientos en materia de política, según aquel célebre inventario pergeñado por su roomie en 1882, no pasan de “ligeros”. Y que nunca lo pillamos participando en un mitin o ejerciendo el sufragio. Pero eso es lo de menos. A fin de cuentas los estadistas liberales británicos del periodo victoriano, con Gladstone a la cabeza, hoy día nos parecen unos dinosaurios. 

No, chama, el liberalismo al que me refiero acá no se define por la adhesión a algún partido en específico. Más que de un color político, te hablo de una filosofía, una actitud, una postura vital.

En contraste con el dear Watson, típicamente esnob, Holmes en sus trajines se rige a tiempo completo, sin asomo a trastabilleo, por el principio que sustenta la ética de la democracia, a saber: todos los seres humanos somos iguales. Así pues, a menudo lo vemos dándole chucho a algún aristócrata petulante para bajarle un poquito los humos. Jamás grosero —aprende, mi querubín, aprende—, no les escatima cuchufletas al excelentísimo Fulano y a lord Mengano. Y aunque solía pinchar por casi nada, inclusive gratiñán, para sus clientes más humildes, en el estío de 1895 le clava una tarifa de £ 6000 al orgulloso duque de Holdernesse.

Al contario de su creador, en junio de 1902 rechaza el título de sir. ¿Motivo? Lo ignoramos. Pero me apresuro a señalar que nuestro sabueso predilecto —bueno, el mío— no desdeñaba los lauros oficiales en general, puesto que en 1894 había aceptado sin reservas la Orden de la Legión de Honor que le confiriera la República Francesa.

No se oponía a recibir, en una discreta ceremonia en Windsor Castle, algún obsequio personal de manos de la reina Victoria. Ni a prestarle un pequeño servicio, de índole privada, a Eduardo VII. Trataba a las testas coronadas con idéntica gentileza que a las muchísimas otras testas cualesquiera que habían ido conformando su enorme y variopinta clientela. Era un genuino hidalgo que se mostraba deferente con sus congéneres, en modo alguno con los cargos, los patrimonios o los apellidos.

Para míster Holmes había una sola autoridad legítima: la que emanaba del prestigio. Los borregos empedernidos, o sea, los que preconizan la obediencia a ultranza, querrán tildarlo de anarquista, protestón o rebelde sin causa. Pero nones. Ese detective con perfil de gavilán siempre fue partidario de la ley y el orden. Solo que la justicia, la auténtica justicia, que no es lo mismo ni se escribe igual, debía ir por delante. 

En cierta oportunidad, fíjate, le comentó a su biógrafo: “Una o dos veces a lo largo de mi carrera he tenido la impresión de que había hecho más daño descubriendo al criminal que este al cometer su crimen; así que he aprendido a ser cauto y ahora prefiero tomarme libertades con las leyes de Inglaterra antes que con mi propia consciencia”.

De acuerdo con lo anterior, en 1889 decide tapiñar al anciano squire John Turner, quien le había machacado los sesos con un pedrusco a una sanguijuela insaciable que llevaba decenios extorsionándolo. 

En medio del jolgorio navideño de 1890 deja huir a Jem Ryder, pobre diablo que había cedido a la tentación de facharse una joya valiosísima. 

En 1895 evita humillar públicamente al estudiante universitario Jabez Gilchrist, arrepentido culpable de fraude académico. 

Hacia fines de 1896 apaña a la desfigurada acróbata Eugenia Ronder, quien le había dado matarile a un marido sádico. 

En marzo de 1897 encubre al doctor Leon Sterndale, que le había aplicado el ojo por ojo a un asesino bastante perverso cuyos delitos, de otra forma, no hubiesen recibido castigo alguno. 

Poco después, en el invierno de ese mismo año, le facilita la fuga al capitán Jack Croker, quien le había rajado el cráneo con un atizador a cierto baronet adicto a la violencia de género. 

En una fecha sin precisar destruye evidencia tangible con tal de taparle la letra a la señora que había acribillado a balazos a quemarropa al hijoeputa Charles Augustus Milverton, chantajista profesional. 

Y tampoco chivatea a lady Hilda Trelawney Hope ni a la viuda española Isadora Klein, ladronzuelas coyunturales de cartas y manuscritos de libelos inéditos, quienes habían obrado movidas por el miedo a perder algo desdichadamente crucial para las mujeres de su época: la reputación.

¿Y Scotland Yard? Bien, gracias. Los muchachos de Bow Street jamás en la vida se enteran de nada.

Respecto a un caso de asesinato en cuya indagatoria se niega de plano a colaborar con ellos, Holmes declara: “Creo que existen algunos crímenes que escapan al alcance de la ley y que, por tanto, justifican hasta cierto punto la venganza particular”. No recomienda con fervor la justicia por mano propia, mas la antepone, eso sí, a la impunidad. Nanay cumplir a rajatabla con las sacrosantas “reglas del juego”, como propugnan los agachones de todos los tiempos, a costa del sufrimiento de víctimas individuales.

Ese travieso pesquisidor admira profundamente a los Estados Unidos de América, joven nación poblada no por súbditos, sino por ciudadanos. Imagina, incluso, una bandera que combine el diseño de la Union Jack con las barras y las estrellas. 

Pero no vayas tú a pensar, mi chini, que hablamos de un fanatismo acrítico. No hay obra humana sin defectos, y lo cierto es que el Yuma aun con su espléndida constitución, produce (y exporta) granujas de toda laya a escala planetaria: ladrones, estafadores, falsificadores, tahúres, fulleros, cuatreros, pistoleros y la madre de los tomates.

Claro que los malandrines proliferan en todo el globo terráqueo. Ningún país ostenta el monopolio. En las antiguas colonias de Norteamérica, sin embargo, amén de los ejemplares ya conocidos en Europa, florece una variedad autóctona exclusivamente gringa, un atajo de asesinos tan abominables que despiertan la ira de nuestro ecuánime paladín: el Ku Klux Klan.

La batalla de Sherlock Holmes versus los fantoches del Klan merece, a mi juicio, un articulejo aparte. Por ahora, baste con apuntar que ese enérgico sabueso justiciero con despacho en Londres consideraba perfectamente respetable, a finales del siglo XIX, que una mujer anglosajona y un hombre afroamericano se amaran, se casaran, tuvieran hijos, fueran felices y comieran perdices. Permíteme enfatizar el dato clave: a finales del siglo XIX.

Coño, bróder, no jeringues. ¿Qué más tú quieres?




Un regalito para Sherlock Holmes - Ena Lucía Portela

Un regalito para Sherlock Holmes

Ena Lucía Portela

Continúa esta salación de la pandemia con déficit de féferes y otras sepetecientas calamidades. Así que nosotros seguimos acá en Hypermedia Magazine, desempolvando añejos mysteries. Hoy le toca el turno a “La segunda mancha”, cuya trama incluye chantajeespionajeasesinato y un chanchullo políticosubterráneo de lo más sensacional.


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