Esta vez, para desconectar por un ratico del encierro, la carestía en aumento, la crisis del agua, la incertidumbre, las colas y matazones diabólicas, el calor abyecto, las fechorías de ETECSA, el money que se evapora y demás infamias asociadas a la COVID-19 coño’e su madre que actualmente nos acongojan, les propongo la apacible (re)lectura de un cuento no muy difundido: “El ritual de los Musgrave” (“The Adventure of the Musgrave Ritual”), de nuestro siempre ameno Arthur Conan Doyle. ¿No se embullan?
El episodio en cuestión vio la luz en mayo de 1893 en The Strand Magazine, nicho consuetudinario de la serie a la cual pertenece. Más tarde formaría parte del volumen Las memorias de Sherlock Holmes (The Memoirs of Sherlock Holmes), que agrupa la docena de relatos breves acerca del ya popularísimo pesquisidor cuentapropista impresos durante el período que media entre los estertores de 1892 y aquellas lúgubres Navidades de 1893. O sea, en una segunda temporada que, tal como sugiere el título del cuento que la cierra: “El problema final” (“The Final Problem”), se suponía fuese la última.
Conste que no hablamos de una rareza bibliográfica rebuscada, esotérica o elitista. Nananina. Los 60 casos que integran el canon holmesiano —56 short stories y 4 novelines— son archifamosos en conjunto, con cientos de miles de lectores diseminados por todo el orbe ahora mismo, para no sacar a relucir sus apabullantes récords históricos, y me quedo corta. Solo que algunas de tales crónicas ficticias han bogado con viento más favorable que otras, y “El ritual…”, por algún recóndito motivo ajeno a su calidad literaria y a lo entretenida que resulta, califica entre las menos comentadas, citadas, versionadas, imitadas y zarandeadas.
Con todo, cierto ilustre saqueador a mansalva de otros escritores, un caballerete que igual fumaba en cachimba y se hacía llamar T. S. Eliot, tuvo a bien interpolar varias líneas textuales del susodicho cuento de Conan Doyle entre los versos de su tragedia Asesinato en la catedral (Murder in the Cathedral), de 1935. Sin explicitar la fuente, desde luego. ¿Para qué llover sobre mojado?
Valga señalar que esa obra del caradura Eliot, contra lo que pudiera uno figurarse prima facie, en absoluto se asemeja a los artefactos habitualmente perpetrados por las lumbreras del Detection Club. Pero volvamos a nuestro asunto.
Holmes y su biógrafo se conocieron en el laboratorio de Química del Barts Hospital, según todo parece indicar, a principios de 1882. Tras unas semanas de convivencia llenas de conjeturas por parte de Watson, amén de visitantes bizarros y lieder de Mendelssohn en las habitaciones de Baker Street, el 4 de marzo de ese año se enrolaron juntos en la investigación concerniente a lo que la prensa de la época denominó “El misterio de Prixton”.
Por aquel entonces Holmes rondaba las veintiocho primaveras y, aunque aún no había ascendido al pináculo de la celebridad mundial, era ya un detective consultor con bastante fogueo, lo que se dice un sabueso hecho y derecho.
Pero, ¿qué sabemos de sus pininos en el oficio de la observación y la deducción? ¡Uf! Muy poquito, casi nada. Tremenda inopia. Y no es que al dear Watson le faltara curiosidad, sino que Holmes, por desgracia, no le descargaba mucho a la moña de las confidencias y los chismes pretéritos.
Pues bien, justamente “El ritual…” constituye una de las escasas ventanas en la peculiar arquitectura del canon que se abren a ese pasado tan nebuloso. La anécdota, narrada en esta ocasión por su propio héroe, luego de un humorístico preámbulo de Watson acerca de sus tribulaciones hogareñas, data de cuando Holmes, recién llegado a Londres —sí, queridos amiguitos, un guajiro luchador—, vivía en Montague Street, a la vuelta de la esquina del British Museum, y en la brega por salir adelante en la metrópolis pasaba más trabajo que un forro de catre.
Su cliente aquí, lo mismo que tantos otros en el transcurso de aquellos comienzos precarios, según le revela Holmes a su ávido Boswell una noche de invierno junto a la estufa, será un excondiscípulo suyo de la universidad: el atildado, ceremonioso y no muy listo miembro del Parlamento, squire Reginald Musgrave.
En la residencia campestre del tal aristócrata, un destartalado caserón medio laberíntico del siglo XVI sito en Hurlstone, hacia el oeste de Sussex, habían desaparecido súbitamente un senescal arto sagaz —que en cierta forma prefigura a John Barrymore, el inquietante mayordomo de Baskerville Hall— y, al cabo de tres días, una mucama galesa con guayabitos en la azotea. La policía del condado, pese a una concienzuda búsqueda efectuada por los alrededores de la hacienda Musgrave, no atinaba a dar con sus respectivos paraderos.
Ya que vamos cogiendo confianza acá en Hypermedia Magazine, permítanme adelantarles que tampoco el bisoño Holmes logrará encontrar a ambos servidores. Nomás a uno de ellos, presuntamente asesinado por el otro, y va que chifla. Pero no vayan ustedes a desanimarse ni a dejarme como quien dice con la palabra en la boca, pues en modo alguno es esta la anatomía de un descalabro.
Siguiendo el rastro de aquellos dos ausentes, nuestro futuro detective estrella descifrará otro enigma, acaso más interesante, vinculado estrechamente con el primero. Y localizará, en una sola vertiginosa jornada, algo de trascendental importancia para una pila de gente, un cachivache de valor incalculable que se había extraviado nada menos que durante la revolú de Cromwell, allá por los tiempos de Ñañá Seré. Así, el autor de Micah Clarke teje una pequeña intriga factográfica la mar de trepidante, fresca y atrevida. Vaya, como para no perdérsela.
Son obvias en “El ritual…”, aunque muy bien asimiladas, las influencias de “El escarabajo de oro” (“The Gold-Bug”), antológico relato de Edgar Allan Poe publicado en el The Dollar Newspaper en junio de 1843, cuyo protagonista, William Legrand, da muestras de una genialidad para el análisis y de una prontitud para la acción perfectamente equiparables a las de Sherlock Holmes. He ahí otra joyita narrativa antañona que sigue convocando hasta el sol de hoy a una impresionante muchedumbre de lectores, y que, puestos a disfrutar de los clásicos detectivescos, asimismo les recomiendo.
Cuentos donde el acertijo se entrelaza con la aventura, mientras vagos temores (y temblores) van abriéndole paso a un torrente de adrenalina. Y donde una imaginación exuberante se desencadena, colándose por las hendijas de la Historia Oficial —¡a menudo tan aburrida! — para fabular a sus anchas sin timidez alguna y hacernos felices pese a toda la jeringueta del nuevo coronavirus, como ya les prometía mangui al inicio de esta muela, por un ratico.
Sherlock Holmes: el don inapreciable de guardar silencio
En “El hombre del labio retorcido”, la descripción de los bajos fondos londinenses, aun sin grandes pretensiones literarias, puede calificarse de espléndida. Como acertadamente apuntara Anthony Burgess en 1987: “Después de Charles Dickens, ha sido Conan Doyle el único capaz de transmitir una imagen de Londres más real que la realidad”.