Para solaz de innúmeros lectores de todas las edades, “El hombre del labio retorcido” (“The Man with the Twisted Lip”) vio la luz en diciembre de 1891 en The Strand Magazine y posteriormente fue incluido en la colección de relatos breves Las aventuras de Sherlock Holmes (The Adventures of Sherlock Holmes), la cual reúne los doce cuentos protagonizados por nuestro insigne detective consultor.
Cuentos que se publicaron, a razón de uno por mes, en el lapso comprendido entre julio de 1891 y junio de 1892. Vaya, como quien dice la primera temporada de Mr. Holmes, con su violín, sus experimentos de química y su emblemática lupa.
Mucho me temo que al ingenioso (futuro sir) Arthur Ignatius Conan Doyle, pobrecito, le hubiera dado un sirimbeco si por aquel entonces alguien le hubiese vaticinado que aún le faltaban por escribir otras cuatro compilaciones: memoirs, regreso, última reverencia y archivo, amén de un par de folletines: El sabueso de Baskerville (The Hound of the Baskervilles), despachado por entregas entre 1901 y 1902, y El valle del terror (The Valley of Fear), la perla noir de la saga, editada en similares condiciones entre 1914 y 1915, siempre en la misma revista.
“Un impactante ejemplo de la paciencia y lealtad del público británico”, declararía Conan Doyle, ya exhausto, envejecido y reumático, en su adiós definitivo de 1927.
Narrada con eficaz inocencia por John H. Watson, doctor en Medicina y sempiterno cronista de las hazañas de Holmes, la acción de “El hombre del labio retorcido” transcurre en Londres hacia mediados de junio de 1889. O sea, en el mismísimo corazón de la última era victoriana.
En esa fecha, nuestro private eye de la cachimba de cerezo frisaba los treinta y cinco abriles —esto no se nos informa explícitamente en el relato, pero una lectura atenta del canon holmesiano íntegro, que es ante todo una biografía, revela tonga de trivia por el estilo— y vivía solano en la pensión de la viuda Hudson, en el legendario primer piso del 221-B de Baker Street, puesto que Watson ya se había matrimoniado con Mary Morstan, la rubia clienta de Holmes en El signo de los cuatro (The Sign of the Four) —novelín impreso de una sentada apenas un año antes—, con la subsiguiente mudanza de los tórtolos a Kensington.
Así las cosas, la intriga empieza con un reencuentro casual de nuestros dos amigachos entre las brumas tóxicas de El Lingote de Oro, tenebroso fumadero de opio sito en Upper Swandam Lane, una calleja de pinta siniestra y peor fama, próxima a la ribera norteña del Támesis.
La descripción de los bajos fondos londinenses, aun sin grandes pretensiones literarias, puede calificarse de espléndida. Como acertadamente apuntara Anthony Burgess en 1987, en el marco de los festejos por el centenario de la publicación de Estudio en escarlata (A Study in Scarlet), apoteósico debut de Holmes & Cía —Watson, la casera Hudson, Lestrade, Gregson y el andrajoso teniente Wiggins—: “Después de Charles Dickens, ha sido Conan Doyle el único capaz de transmitir una imagen de Londres más real que la realidad”.
Y enseguidita Holmes, como es de rigor, recluta a su entusiasta biógrafo, veterano de Afganistán, para que le haga la media en la pesquisa relativa a la desaparición del caballero Neville St. Claire, acaecida cinco días atrás en circunstancias harto sospechosas.
Figúrense ustedes que la última vez que mistress St. Claire había pillado a su marido, por puro azar, este se hallaba, sabría Dios por qué, en la ventana de los altos del susodicho antro, sin camisa y con tremenda cara de pánico, al parecer pidiendo socorro. Por si no bastara con ello para alarmarse, resulta que en el muro trasero del tugurio de marras —cuyo dueño, el muy crápula, se la tenía jurada a Holmes— había una trampilla a través de la cual, en noches sin luna, se arrojaban cadáveres a las turbias aguas del río.
Encantadora costumbre, ¿no?
Hablamos, cierto, de un cuento celebérrimo, antologadísimo y traducido a no sé cuántos idiomas, uno de los mejores del canon. Igual cabe, empero, que algunos de ustedes, fieles lectores de Hypermedia Magazine, todavía no se lo hayan leído. Así pues, haciendo honor al título de estos garabatos —el silencio es una virtud que Holmes, con toda justicia, le reconoce a Watson hacia el final de un viaje nocturno en berlina desde Middlesex hasta Kent—, no voy a chismosearles nada más. Doy fe, eso sí, de que el desenlace de la historia, que tiene lugar a la mañana siguiente en el cuartel general de Scotland Yard en Bow Street, en absoluto desmerece el formidable comienzo.
A estas alturas del campeonato, luego de tanta literatura y tantos audiovisuales con trama detectivesca, puede que alguien encuentre baladí la solución del enigma. Pero no hay que pensar que Conan Doyle quería tomarnos el pelo. Nanay, hermanos. Esa eventual impresión de banalidad se debe a que no pocas de las eminencias del conspicuo Detection Club (parnaso de los autores británicos de novelas de misterio, de los que él fue decano), quienes dominaron ampliamente el mercado internacional de la narrativa policiaca durante las décadas de 1920 y 1930 del siglo XX, volvieron sobre el mismo esquema argumental de “El hombre del labio retorcido”, mutatis mutandis, en reiteradas ocasiones, convirtiéndolo en un cliché.
¡Perra suerte la del pioneer!
Considero, sin embargo, asaz difícil que en la actualidad algún lector, por bicho que sea y pese al ramillete de pistas —unas falsas, otras no— que se nos ofrecen, consiga descifrar el acertijo antes de que Holmes, con su teatralidad característica, lo haga trizas en la penúltima página del relato para gloriosa estupefacción de su Boswell, del inspector Bradstreet y de tutilimundi.
Y no solo porque algunos datos cruciales permanecen convenientemente ocultos —el guanajo aquí es Watson, no Conan Doyle—, sino también por una cuestión de actitud: no leemos estos viejos mysteries para poner a prueba nuestras habilidades deductivas, ni para ejercitar el razonamiento por probable inferencia —de conexión más libre que el proceso formal del silogismo—, ni para rompernos la cabeza con los tejemanejes y las argucias de los matreros anglosajones de antaño.
Nos mueve un propósito menos oneroso: entretenernos. Máxime ahora que estamos encuevados, mientras el bellaco SARS-CoV-2, más parecido a un guisaso que a una corona, anda jodiendo por ahí.
Ajedrez y simpatía
De pronto veo a este chamaco peruano, Santiago Roncagliolo, tratando de reclutar a mi compatriota Ronaldo Menéndez para jugar ajedrez. Lo tiene prácticamente agarrado por el pescuezo. ¡Vaya ímpetu ajedrecístico!