Revisando unos archivos antiguos, encontré este texto: fue lo primero que publiqué sobre Cuba. Lo escribí hace ya 27 años, en la primavera de 1998, tras mi primer viaje a la isla, un recorrido de tres semanas durante el verano de 1997. Se trata de una reflexión de tres páginas que apareció en el boletín Curriculum Resource Center Newsletter del Roger Thayer Stone Center for Latin American Studies de la Universidad de Tulane, donde entonces cursaba un máster.
Comparto aquí el texto completo, disponible también en PDF, con la esperanza de que resulte de interés. Me encantaría leer los comentarios de quienes se animen a leerlo. En especial, me intriga saber si las impresiones que tuve entonces coinciden con las que ustedes tuvieron —o tienen hoy— sobre Cuba.
Ted A. Henken
“En este lugar será construido el monumento contra el bloqueo norteamericano a Cuba”. Foto tomada del llamado “protestódromo” antes que existiera la Plaza Anti-imperialista José Martí, julio 1997. Al fondo, la Sección de Intereses de Estados Unidos en La Habana. Foto: Ted A. Henken.
Nuestro avión aterrizó en el Aeropuerto Internacional José Martí poco después de las nueve de la noche, en el último día de julio, en pleno y sofocante verano cubano. Al llegar al aeropuerto “internacional” de La Habana, nos sorprendieron tanto su reducido tamaño como la escasez de personas en él. Nuestro vuelo de conexión desde Cancún parecía ser el último, y tal vez el único, en llegar esa noche a la capital de esta nación insular de 11 millones de habitantes.
Al salir del aeropuerto y adentrarnos en la noche cubana, nos recibió una multitud bulliciosa y expectante de cubanos, que nos inundaron con ofrecimientos para llevarnos el equipaje y proporcionarnos transporte. Me llamó especialmente la atención un hombrecillo que pasó discretamente junto a mí y me susurró: “¿Taxi particular?”. Pero, antes de que pudiera siquiera responder o aceptar su oferta, ya había desaparecido.
Lo volví a encontrar en el extremo opuesto de la ahora menguante multitud, lanzándome una mirada cómplice que parecía decir: “¿Entonces, qué me dices?”. Mientras me ubicaba, hablé rápidamente con mi compañera de viaje e hice un leve gesto con la cabeza en dirección al hombre. Él se encaminó con calma hacia el aparcamiento, deteniéndose de vez en cuando para asegurarse de que nadie más se percataba de nuestro “trato”. Nosotros recogimos las maletas y lo seguimos con disimulo, procurando no dar la impresión de que íbamos con él.
Minutos después, ya en el aparcamiento, apareció con su coche (un pequeño Lada de fabricación rusa), saltó fuera del vehículo y comenzó a lanzar nuestro equipaje al maletero mientras decía con urgencia: “Rápido, rápido, que no nos vean”. Nos metimos los tres apresuradamente en el coche y él arrancó rumbo a la ciudad.
Al incorporarnos a la vía principal (desierta, salvo por algún coche ocasional o, más frecuentemente, una bicicleta), soltó un suspiro de alivio al haber evitado, una vez más, ser “descubierto” y recibir una multa exorbitante por transportar extranjeros sin licencia oficial. Su alivio se mezclaba con una cierta felicidad: los 10 dólares que le pagamos (en efectivo y en moneda estadounidense) superaban con creces lo que ganaba en un mes trabajando como meteorólogo en el aeropuerto, cobrando en pesos cubanos.
Tras haber trabajado en Estados Unidos en una agencia de reasentamiento de refugiados que asistía a balseros cubanos, llegué a este país de contradicciones con el propósito de entrevistar a varias familias de quienes habían abandonado la isla en 1994. Tuve la oportunidad de conversar largo y tendido con cubanos de todos los ámbitos de la vida. Meteorólogos que hacían de taxistas, médicos en apuros, desempleados, artistas y profesores universitarios compartieron conmigo sus historias. Mi odisea cubana de tres semanas me dejó una profunda impresión de las múltiples contradicciones que marcan la vida de la mayoría de los cubanos, así como un respeto por un pueblo que lucha cada día con la singular y anacrónica situación de la isla.
‘Escombros I’. Foto: Ted A. Henken, durante su primer viaje a Cuba.
Desde el momento en que bajamos del avión hasta nuestro regreso a Estados Unidos tres semanas después, vivimos y nos movimos en un mundo aparentemente fuera del tiempo, lleno de contradicciones tan llamativas como casi cómicas, la más irónica e inevitable de las cuales era la propia ciudad de La Habana.
Antes de la revolución, la ciudad había llegado a convertirse —quizás— en la capital más rica y cosmopolita de América Latina, una colonia económica virtual de Estados Unidos y un destino vacacional muy popular entre los norteamericanos.
La Habana de 1997, sin embargo, le pareció a este estudiante de la isla una víctima trágica —aunque aún en pie— de más de treinta y cinco años de medidas políticas y económicas obsoletas a ambos lados del estrecho de Florida. Comparada con su pasado ilustre, aunque infame, y con sus homólogas latinoamericanas del presente, La Habana es ahora una ciudad mayormente devastada y aún prohibida para la gran mayoría de los ciudadanos estadounidenses que desearían viajar allí.
Al entrar en la ciudad, uno queda impactado por la belleza y el estilo clásico de muchos de sus edificios. Constantemente me venían a la mente las mansiones que bordean la St. Charles Avenue de Nueva Orleans o los apartamentos frente al mar de la costa del golfo de Florida. En Cuba, sin embargo, hay dos diferencias reveladoras: todas estas viviendas fueron construidas antes de la revolución de 1959 y —salvo hoteles turísticos, embajadas y algún que otro edificio gubernamental— se encuentran ahora en diversos grados de ruina y deterioro.
Esto es especialmente evidente en La Habana Vieja, donde antiguas casas coloniales que debieron ser deslumbrantes se hunden por el peso de los años de abandono o se han derrumbado por completo.
La otra diferencia fascinante está en los habitantes de esas mansiones en apariencia abandonadas y ruinosas. Ya no son los acaudalados barones del azúcar, ejecutivos o, incluso, miembros de la clase media habanera de antaño. Ahora, esas casas han sido entregadas a los pobres prerrevolucionarios de Cuba, que siguen habitando en ellas en una lucha diaria por sobrevivir.
Un cubano de mediana edad me explicó así la situación económica del país: “Aquí en Cuba la revolución se hizo y se ganó para repartir la riqueza del país entre todos los cubanos. Pero lo que se ha repartido por igual es la pobreza. Somos un país de pobres”. Aun así, si uno pasa por alto la pintura carcomida y la vetustez general de las casas, edificios, coches, muebles, etc., la ciudad resulta bastante bella y majestuosa, y su gente extremadamente amable (sorprendentemente amable para un “americano” como yo). Con un poco de imaginación, todavía puede verse cómo fue en otro tiempo… y cómo, en ciertos aspectos, aún lo es.
Muchas de las zonas periféricas de La Habana, sin embargo, cuentan una historia muy distinta. Si las condiciones de vida ya son difíciles en algunas de las áreas más “exclusivas” de la ciudad (como El Vedado, Miramar y Marianao), en otras zonas menos céntricas la situación es aún peor.
En muchas de ellas es común encontrar edificios destruidos y vacíos, negocios abandonados, montones de basura con más de un año de antigüedad, barrios peligrosos tipo gueto y tuberías subterráneas rotas que inundan las calles agrietadas con el agua —tan valiosa— de Cuba.
Paradójicamente, estos barrios devastados suelen estar abarrotados de gente, debido a la desesperante escasez de viviendas en La Habana. Mientras caminábamos por uno de estos barrios “olvidados” conversando con dos de sus vecinos, pasamos frente a la estación de policía local, ante la cual callaron de inmediato.
Una vez alejados, les repetí lo que había leído pintado en la pared exterior del cuartel: “La policía representa la revolución en la calle”. Sin dudarlo, respondieron: “Puede que representen la revolución, pero no representan al pueblo cubano”. De regreso a su pequeño y abarrotado hogar, se quejaron además de que el gobierno parecía dar mayor prioridad a la construcción de hoteles para turistas extranjeros que a la provisión de viviendas, tan urgentemente necesarias, para los ciudadanos cubanos.
Mansión habanera convertida en cuartería, ubicada en de la calle O entre Humboldt y 25. Foto: Ted A. Henken.
Antes de mi viaje a Cuba, un balsero afrocubano reasentado en Alabama me había hablado del tema del racismo en la isla, en comparación con lo que había visto y vivido durante su primer año en Estados Unidos. “Se podría decir que el racismo prácticamente no existe en Cuba, comparado con lo que ves en EE.UU. Por ejemplo, aquí ves que los negros tienen sus propias iglesias y sus propios clubes sociales. Todo está, como, segregado. En Cuba no es así. Allí todo está mezclado. Negros, blancos y mulatos van a las mismas escuelas, se mezclan en los espacios públicos y en sus actividades sociales. Realmente, en Cuba, no hablamos de racismo como tal. Si se menciona, es como algo del pasado, de antes de Fidel. Una cosa sí es cierta: bajo el comunismo… (claro, no estoy de acuerdo con la política comunista), pero bueno, es que ellos, los comunistas, están en contra del racismo. Al menos eso es lo que muestran. No sé lo que pensarán de verdad, en el fondo”.
Dado que problemas como el racismo, la violencia o la pobreza existen efectivamente en Estados Unidos, uno esperaría que el gobierno cubano no necesitara inventarse otros para mostrar los males del capitalismo norteamericano. Pero, según mi experiencia en la isla, eso es justamente lo que hace. Los dos canales de televisión cubanos, ambos estatales, presentan una imagen de Estados Unidos tan exagerada que cuesta creer que algún cubano con pensamiento crítico pueda tomársela en serio, especialmente, cuando muchos tienen familiares allí.
Un médico cubano, de unos sesenta años, me contó que tiene por costumbre escuchar tanto las noticias nacionales cubanas como Radio Martí, desde Miami, ya que no confía plenamente en ninguna de las dos.
Más allá del embargo y de la ley Helms-Burton —que, en su opinión, solo sirven para consolidar el poder de Castro—, su crítica principal a Estados Unidos era que “la extrema derecha” de la comunidad cubanoamericana dominaba el discurso y ejercía una influencia desmedida sobre la política estadounidense.
Además, los acusaba de utilizar las mismas tácticas draconianas (amenazas, terrorismo y demagogia en general) con el objetivo último de ejercer el mismo poder económico y político absoluto que él había visto durante años en el gobierno cubano.
‘Escombros II’. Foto: Ted A. Henken, durante su primer viaje a Cuba.
A su juicio, ese enfoque extremista dejaba a los cubanos de la isla sin una alternativa real a Castro y a su variante de socialismo autoritario. Otro cubano, más joven, tenía una opinión parecida: “No soy fan del socialismo de Fidel, pero él defiende mi derecho a lo que es casi lo único que puedo llamar mío: mi casa. Si vienen a por ella o nos invaden, yo seré el primero en abrir la puerta con un arma en la mano”.
Uno de los efectos más llamativos de la politización de la vida cotidiana en Cuba es la omnipresencia de carteles revolucionarios repartidos por todo el país. Algunos de los más memorables eran: “Socialismo, más fuerte que nunca”, “Niños con educación: 100%” o “Cuba no será la próxima víctima, porque somos una tierra brava”.
Mi cartel favorito estaba en el malecón, directamente frente a la Sección de Intereses de EE. UU. (la embajada no oficial del país): “Señores imperialistas, no les tenemos absolutamente ningún miedo”.
Estos mensajes propagandísticos causaban en este “americano”, acostumbrado a Joe Camel, al Marlboro Man y a otros íconos vacíos del consumismo estadounidense, una impresión inicialmente refrescante. Sin embargo, pronto empecé a cuestionar estos lemas nacionalistas, que acabaron pareciéndome mera propaganda política, sobre todo, porque contrastaban radicalmente con la realidad cubana.
Uno de los carteles más inquietantes, que se veía por toda La Habana, decía: “CDR: en cada barrio, ¡revolución!”. Aunque pueda presentarse como una suerte de comité vecinal glorificado, la mayoría de los cubanos con los que hablé entendían los CDR como los ojos y oídos del Estado. Parecían diseñados para recordar a todos los ciudadanos que, sí, el Gran Hermano sigue vigilando.
Muchos que nunca han tenido la oportunidad de visitar la isla se preguntan cómo logra mantenerse el gobierno de Castro pese a su supuesta falta de apoyo popular, especialmente desde la caída de la Unión Soviética.
Estas son algunas de las respuestas que me dieron los propios cubanos:
- el carisma de Fidel, o fidelismo;
- el temor a que las alternativas internas sean aún peores (es decir, más vale malo conocido…);
- el miedo a soluciones impuestas por Estados Unidos o por la comunidad cubanoamericana;
- un apoyo genuino al sistema socialista y el reconocimiento de ciertos logros sociales de la revolución (como la educación y la sanidad);
- una fuerte tendencia a identificar nacionalismo con socialismo;
- la falta de modelos alternativos alentadores entre las “democracias” latinoamericanas (donde imperan la pobreza, la desigualdad y las políticas neoliberales), y por supuesto,
- el altísimo grado de desarrollo del aparato de seguridad del Estado. Como me dijo una joven cubana: “Te adaptas o te aplastan, punto”.
Por último, prácticamente sin excepción, todos los cubanos con los que hablé veían el embargo y la ley Helms-Burton como instrumentos que solo sirven para distanciar a Estados Unidos, fortalecer al régimen cubano y empobrecer aún más al pueblo.
Además, afirmaban que estas medidas unilaterales le proporcionan al gobierno de Castro un chivo expiatorio para justificar sus fracasos económicos y políticos, y le otorgan apoyo internacional al presentarlo como víctima del imperialismo estadounidense.

Ted A. Henken asistiendo un taller para periodistas independientes en La Habana, circa 1999. Fue invitado al evento por el periodista Manuel David Orrio, quien después fue revelado como agente infiltrado “Miguel”.
La respuesta de un cubano a la eterna pregunta sobre si el desastre económico del país se debe al embargo o a las ineficaces políticas socialistas del castrismo fue sorprendentemente sencilla: “Que levanten el embargo”, dijo, “y a ver qué pasa”.
Este estudiante de América Latina llegó a la isla con una visión relativamente comprensiva de la revolución y con conciencia del poderoso símbolo que Cuba socialista ha representado para quienes en el continente luchan por la soberanía nacional y la justicia social.
Sin renunciar a esas convicciones, tras solo tres semanas en la isla me marché con otra igual de firme: los mayores problemas de Cuba están dentro de sus propias fronteras. Dada la tradición estadounidense de democracia y libertad individual, espero que otros ciudadanos de EE. UU. puedan tener la misma oportunidad de viajar a la isla y formarse sus propias opiniones.
Lecturas recomendadas sobre Cuba:
- Cuba: a Journey (1989), Jacobo Timerman. Reflexiones sobre un viaje a Cuba escritas por un periodista y activista por los derechos humanos que fue encarcelado por la dictadura militar argentina.
- Cuba: Between Reform and Revolution (1988), Louis A. Pérez, Jr. Una historia fundamentada de la isla desde sus orígenes precolombinos hasta principios de la década de 1980.
- Are Economic Reforms Propelling Cuba to the Market? (1994), Carmelo Mesa-Lago. Un libro breve pero repleto de información sobre la situación económica de la isla tras el colapso de la Unión Soviética y durante el llamado “período especial”.
- From Welcomed Exiles to Illegal Immigrants: Cuban Migration to the U.S., 1959–1995(1996), Felix Masud-Piloto. Un análisis de la migración cubana a Estados Unidos, incluida la más reciente oleada de balseros.
Biografía:
Ted Henken es estudiante del programa de máster y actualmente está escribiendo su tesis sobre la inmigración cubana y mexicana a Estados Unidos. Además de realizar investigaciones y entrevistas en Cuba, también ha viajado a Michoacán (México) para entrevistar a personas en zonas emisoras de migrantes. Tiene previsto cursar un doctorado en la Universidad de Tulane sobre la inmigración afrocaribeña reciente a Estados Unidos. Es originario de Pensacola, Florida.
1997.

“La guerra está en los genes de los rusos”, una conversación con Serguéi Karagánov
Serguéi Karagánov, director del Consejo de Política Exterior y de Defensa, suele ser presentado como el principal arquitecto de la política exterior rusa.