A mediados de diciembre Cortázar regresa por última vez a París. Anclado en su apartamento de la rue Martel, pasa los días a merced de los recuerdos. El calor de Latinoamérica ha quedado atrás y vuelve a sentir toda la tristeza y soledad del mundo. Prisionero de Carol, se enfrenta al lento goteo de las horas mientras la lluvia cae sobre los tejados. El hombre que había escrito el microrrelato “Aplastamiento de las gotas”, que las había observado durante años resbalando en los cristales como el paciente entomólogo estudia la conducta de los insectos, ¿cuántas gotas miraba ahora en aquella casa sin alegría ni esperanza? Llueve todo el tiempo, todo afuera es tupido y gris. Es terrible cómo llueve. ¿Cómo no ver el alma de la Osita en esa pequeña gota solitaria que asoma en lo alto del marco de la ventana, que se queda temblando contra el cielo, que va creciendo y se tambalea, va a caer y no se cae, pero finalmente termina cayendo? Desde las primeras luces del alba la lluvia descarga sobre los edificios y disuelve sus perfiles en una nada de color gris.
Luego está la incertidumbre sobre su salud. Las visitas a los médicos se multiplican, pero el balance no disipa sus temores. Al contrario. Se le aconseja someterse a nuevas pruebas, esta vez de inmunología en el Hospital Necker; pero los resultados no estarán listos antes de un mes. Esta decisión médica abre de nuevo el gran interrogante: si ya había sido diagnosticado de leucemia —una leucemia típica con su proceso y tratamiento convencionales— sorprende la visita urgente a un inmunólogo, la petición de nuevas pruebas y sobre todo la demora en la entrega de los resultados. ¡Un mes nada menos! Sabemos que el cáncer tiene relación con el sistema inmunológico, de acuerdo, pero también la tiene ese misterioso virus letal que está poniendo en jaque a la ciencia moderna. Es el virus que conocemos hoy como VIH, causante del sida. ¿Qué están buscando, pues, los médicos? ¿No saben ya todo lo que tenían que saber? ¿O sospechan que la leucemia de monsieur Cortázar no es exactamente una leucemia tradicional sino esa nueva enfermedad anónima que ataca al organismo con una crueldad desconocida? El repaso a sus últimas cartas arroja un balance desolador: en ellas se repite hasta la náusea la idea de que los médicos buscan afanosamente la causa de su mal, pero no lo encuentran. A medida que pasan los días, la situación se hace desesperante. Y en esa búsqueda infructuosa de los médicos, y en la angustia del enfermo que va perdiendo peso y energía sin saber, reconocemos la coreografía siniestra del sida.
Pero en caso de ser así, ello nos plantea otra cuestión más delicada. ¿Cómo se produjo el contagio? He ahí el dilema. El autor de Rayuela no pertenecía a los grupos de riesgo: homosexuales, drogadictos, hemofílicos, etc. Pero a raíz de su muerte algunas mentes demasiado turbias lo atribuyeron a prácticas homosexuales y otros a una conducta promiscua de algún miembro de la pareja. Todavía eran los tiempos en que el sida era visto como un azote de Dios sobre los pecadores que llevaban una vida disoluta. Pero más allá de estas descalificaciones delirantes de sus enemigos, no hay pruebas de que el Lobo y la Osita se entregaran a ciertos juegos ni que Cortázar practicara sexo descontrolado en sus viajes a La Habana. ¿Entonces? Sólo mucho después se planteó una hipótesis que tiene grandes visos de verosimilitud. Como sabemos, en el verano de 1981 el escritor recibió varias transfusiones a raíz de una hemorragia gástrica que puso en serio peligro su vida. Según él: “Soy un hombre nuevo. Me cambiaron toda la sangre”. Pero en realidad lo que habían hecho era inyectarle litros de sangre contaminada. En aquel tiempo el Ministerio de Sanidad francés adquiría partidas de sangre africana a bajo precio sin saber que parte de ella portaba el virus del sida. Esta sangre se distribuyó en los hospitales del sur de Francia, entre ellos el de Aix-en-Provence, y allí la habría recibido el Gran Cronopio. Para alguien tan respetuoso con los vampiros, un tremendo error humano le había condenado a esa trágica ironía del Destino. ¿Qué habría pensado al saber que la sangre que daba la vida eterna a Drácula, le iba a matar a él certificando su condición de mortal? En todo caso el affaire de la sangre tóxica terminó en los tribunales y con la dimisión irrevocable del ministro de Sanidad francés.
Siguiendo esta línea de investigación, algunos estudiosos plantean que Julio habría contagiado a Carol. El hecho de que ella hubiera muerto a causa de una enfermedad que se caracterizaba por el hundimiento del sistema inmunológico apunta en tal dirección. Pero nosotros no podemos seguirla. Porque aunque es cierto que el sida se cebaba primero en los más jóvenes, y ella lo era, el desenlace de su enfermedad fue tan fulminante que la ciencia aún no ha encontrado un solo caso de un individuo aparentemente sano y asintomático —el dolor de huesos no es suficiente y el cáncer rectal parecía bajo control— que fallezca de sida en menos de tres meses. No. Carol Dunlop murió de aplasia medular. El dato de que ambos fallecieran con el sistema defensivo arruinado quizá sea la prueba médica de que el amor, cuando es verdadero, a veces nos hace muy vulnerables. Clínicamente vulnerables.
Por lo demás, el debate sobre las verdaderas causas de la muerte de Cortázar sigue abierto, pero quizá sea hora de cerrarlo. La versión oficial de Aurora Bernárdez, sus muchos amigos y biógrafos hablan de leucemia; otros autores como Cristina Peri Rossi o el crítico español Rafael Conte se decantan claramente por el sida. Al llegar aquí ya no podemos aplazar más nuestra opinión, que cuenta con el poderoso aval del tiempo. Todos los elementos actuales apuntan a que Julio Cortázar falleció a causa del sida. Es cierto que le habían diagnosticado una leucemia que seguramente tenía, pero el doctor Elmaleth le vaticinó a Aurora que dispondría de tres años de vida, y tal pronóstico no sólo no se cumplió sino que quedó reducido a la mitad. Y si no se cumplió obedece a que la partida de sangre africana introdujo, en una sangre que quizá ya estaba enferma, al peor de los enemigos. Como en el caso del asesinato de Kennedy hay partidarios del tirador único o de la conjura. Apurando el símil, nosotros pensamos que el primer disparo fue obra de la “leucemia Oswald”, pero los disparos letales que partieron desde el montículo y que terminaron finalmente con su vida fueron obra de los “agentes secretos del VIH”. Sinceramente lo creo así.
Pero en nuestro libro Cortázar aún sigue vivo. El día de Navidad de 1983 escribe una carta a Mario Muchnik en la que le informa de su visita al inmunólogo y de su estado general: la salud sigue igual, y se rasca continuamente y va al baño con la misma asiduidad que en los últimos seis meses. Aunque anda siempre medio dormido, procura trabajar y eso le da ánimos y le hace sentirse mejor. Este punto es importante porque sugiere que la medicación o la fatiga propia de la enfermedad le colocan en un territorio de cierta afasia, un amodorramiento que de algún modo atenúa el dolor. El dolor por la propia vida. Al final los dioses le están concediendo una pequeña tregua que le permite cerrar el año relativamente sereno. Poco antes el Tata Cedrón aún lo había encontrado en el teatro de los Champs-Elysées, a la salida de un concierto. “¿Qué haces flaco? Me dijeron que estabas enfermo y te veo fenómeno. ¡Estás bien! ¡Estás bárbaro!” Pero Julio repuso: “No, no… Estoy mal. Estoy mal”.
Durante años se ha especulado acerca de si conocía el alcance exacto de su dolencia: no, no lo sabía, pero era muy consciente de que no lograba remontar el vuelo. A los pocos días llama por teléfono a Muchnik, quien escucha sobrecogido la voz cavernosa de Cortázar: “Estoy muy harto de mi cuerpo, Mario. La verdad es que estoy bastante desesperado”. Algunos de sus amigos recuerdan sus cartas de entonces y sus angustiosas llamadas telefónicas. La coincidencia es unánime: el autor de Rayuela no quiso o no pudo superar la muerte de Carol. Aunque tuviera compañía, se sentía deprimido y solo. Ni siquiera el apoyo constante de Aurora lograba disipar la impresión abrumadora de vacío. Silvia Monrós recibirá unas líneas suyas en las que le comenta que su ánimo está todo lo bien que se puede después de un año tan hueco y tan triste. Por su parte Guillermo Schavelzon recuerda que Cortázar le mandó una breve nota manuscrita: “Por mi letra te darás cuenta de mi estado de ánimo. Llámame, por favor”. Pero la carta llegó a México pocos días después de su muerte. Y Schavelzon concluye: “Desde entonces estuve convencido que Julio Cortázar murió de tristeza”.
De aquellas mismas fechas disponemos de un testimonio de excepción, Ugné Karvelis. Pese a las antiguas diferencias, el contacto entre ambos no se ha interrumpido en ningún momento. También ella sabe de la gravedad aunque se mantiene a cierta distancia. De creer a Mario Muchnik la lituana lo hostigó hasta el final con temas contractuales y derechos de edición. Es posible. Pero no se le escapó la magnitud de la tragedia. Años después Ugné recordará en La Habana: “Él vivió el final de su vida muy mal. Confesaba que dormía, comía y caminaba mal. Decía que todo estaba mal. Fue una muerte lenta. Él se veía morir, sin poder impedirlo. Me daba mucha pena. Es absurdo decir que alguien merece un tipo determinado de muerte, pero hubiera preferido para Julio una muerte rápida y sin conciencia del fin”. Quizá sea interesante recalcar esta idea de Karvelis: la conciencia del fin. Es algo muy propio de Rilke, un autor que ambos valoraban mucho. ¿Sabía Julio que el poeta checo había muerto de leucemia? Otro azar que él habría convertido en figura.
A mediados de enero Cortázar es ingresado en el Hospital Saint-Lazare en una habitación de reducidas dimensiones. Aunque apenas le separan doscientos metros a vuelo de pájaro de su casa, la distancia emocional con la rue Martel se abre como un abismo. Nada en este cuarto individual que da a un patio interior le recuerda a su domicilio, tan amplio y soleado, salvo el pequeño montón de libros que acumula en la mesita de noche. Aurora los ha llevado allí como habría hecho con la canasta de un gato, para que Julio se adapte a un territorio nuevo —ajeno y hostil— reconociendo en esos libros el calor de un hogar demasiado lejano. Inicialmente el doctor Modigliani le ha convocado para unas pruebas en el Servicio de Gastroenterología, uno de los más prestigiosos de la ciudad. Pero en el transcurso de una de esas pruebas, el cuerpo le traiciona y sufre una brusca bajada de tensión arterial. “Me quedé sin pulso —le contará a Yurkievich después—, y todos pensaron que me moría ahí mismo”. Una vez repuesto, sus amigos íntimos se acercan para interesarse por su salud. No es cierto, por tanto, que el enfermo estuviera por entonces en Cuba, como sostiene algún biógrafo, y nada menos que gozando en persona del cariño de Fidel.
El viernes 20 de enero Cortázar recibe la visita de Omar Prego. Más que ningún otro, su testimonio brinda una estampa muy fiel del cronopio que se despide: “Julio estaba solo, sentado en un sillón, la mirada perdida en una ventana que daba a un patio interior casi en tinieblas, como si escuchara el rumor de la lluvia”. Una vez más los viejos patios de París parecen acompañar al escritor. Pero esos patios fríos y mal iluminados, más propios de una novela de Balzac, ya han dejado de ser escenario de reflexiones literarias. Ahora sólo le transmiten una intensa e incurable melancolía. Hay algo asombroso en ello, una extraña coincidencia en la despedida de dos poetas que murieron lejos de su patria. Keats, Roma, 1821. Cortázar, París, 1984… ¿Qué es lo que vieron? ¿Qué es lo que ven desde su pequeño cuarto de la Cassina Rossa o del Hospital Saint-Lazare? Ven la vida que se les escapa, la esclavitud de la materia, el cuerpo doliente que les tiene condenados a un lecho, una butaca, una ventana. Nada más. ¿En qué otro mundo siguen cantando los gorriones y extienden el vuelo las golondrinas? ¿En qué lugar inalcanzable más allá de esa plaza romana o ese patio de París? Parece claro que ambos poetas, separados por un siglo y medio, piensan en ese lugar que la enfermedad les niega y sueñan con regresar a él.
En este sentido el testimonio de Omar Prego aporta detalles reveladores. Al principio encuentra al enfermo algo más animado pero bastante molesto con el hospital: “Estoy harto de esta comida y del ruido que hacen estas chicas por la mañana. Aquí las enfermeras no parecen conocer las suelas de caucho. Taconean y cantan por los corredores como si tal cosa”. Otro de los inconvenientes que trata de llevar con resignación es el sueño: “Tengo ganas de dormir, pero no sé si podré”. Sin embargo la comida es el tema recurrente: “No es que sea mala, pero cuando vuelva a casa lo primero que hago es prepararme un buen bifacho”. Aunque Julio parece fatigado, la conversación se prolongará durante media hora; luego se levanta del sillón y se despide, estrechando la mano del amigo. Y es entonces, justo en ese momento, cuando las enfermeras desaparecen y desaparecen los ruidos de sus tacones y desaparecen los alimentos. Porque por un instante regresa el espíritu de Keats. Cerca de la puerta Cortázar le dice: “Cuando salga de todo esto tenemos que darnos un paseo por un bosque. No tiene por qué ser muy lejos: Vincennes o Fontainebleau. Lo que quiero es ver árboles”. Y la puerta se cierra.
Ese mismo 20 de enero, Julio escribirá la última carta de la que tenemos noticia. La destinataria es la editora española Felisa Ramos. El contenido de dicha carta confirma definitivamente el origen del mal que le está matando, sida: “Sigo muy enfermo, pasando por laboratorios y hospitales a fin de que me encuentren por fin lo que tengo (ahora se supone que es una cuestión histamínica a nivel del estómago, aunque ve tú a saber qué será eso). La cosa es que ya llevo más de ocho meses sintiéndome como un perro, víctima de unas comezones de piel que a veces me llevan a la peor exasperación”. He aquí la evidencia: más pruebas, más confusión y más diagnósticos en el aire. ¿Ocho meses rascándose como un perro? ¿Cuestión histamínica a nivel del estómago? Si Cortázar viviera eternamente como en sus retratos, terminaría teniendo todas las enfermedades de la historia antes de regresar al diagnóstico de leucemia mielode crónica. No busquemos más.
La primera semana de febrero Julio aún tuvo ánimos para recorrer en auto las calles de París; en aquella ocasión le acompañaba Aurora y el matrimonio Yurkievich. Plegándose a sus deseos, el grupo se dirigió hasta la Biblioteca del Arsenal donde Julio había pasado momentos deliciosos treinta años antes, recién llegado a la ciudad. Desgraciadamente el edificio era muy alto y no contaba con ascensor: en seguida el enfermo se percató de que no tenía fuerzas suficientes para coronar esa ceremonia de despedida, pero quiso ver el sitio con los ojos de Aurora. Le dijo: “Anda, subí, y dime si la biblioteca está como siempre”. Mientras ella atendía su petición, él permaneció en el interior del coche con los Yurkievich. Según el testimonio de éste, el enfermo ya había descubierto que estaba muriéndose y aquella mañana les reprochó con amargura que nadie le hubiera informado de la gravedad de su estado. Incluso les comentó que de haberlo sabido: “Yo habría vivido estos últimos años de una manera diferente”. Esta frase atravesó como un dardo el corazón de los Yurkievich, el primer dardo de Julio, el último, y luego la mirada cansada de éste se desvió hacia la entrada de la biblioteca. Nunca sabremos qué estaba pensando. ¿Cómo habría vivido ese tramo final de su vida? ¿Cómo lo viviríamos nosotros? ¿Escribiendo en París esa última novela con la que soñaba? ¿Oculto con la Osita en una playa de la isla de Guadalupe? ¿Luchando en Nicaragua? ¿O regresando a Argentina para morir junto a su madre? Misterio. Pero quizá ya no pensaba en eso. Probablemente, en un rincón de su mente, ahora estaba siguiendo los pasos de su primera esposa, peldaño a peldaño, sonido a sonido, hasta entrar de su mano en los salones antiguos del Arsenal para perderse juntos entre los anaqueles felices de la biblioteca.
Otro tanto ocurrió cuando el escritor expresó su deseo de acercarse hasta el apartamento de la rue Martel. Su último refugio. También allí le aguardaba un inmueble sin ascensor y la tortura de cuatro pisos. Mientras descansaba resignado al pie de la escalera sinuosa, el humor acudió en su auxilio: “Caramba —dijo—. Esta escalera es como un dragón. Qué motivo para un cuento”. Tras aquella incursión fallida, regresaron al hospital donde Cortázar quedo ingresado definitivamente. En esta fase Aurora Bernárdez, Luis Tomasello y Saúl Yurkievich sobrellevaron el peso cotidiano de la enfermedad. Julio había rogado restringir al máximo las visitas, pero esto cargó todo el peso sobre los hombros de los tres, quienes tuvieron que desdoblarse en turnos, gestiones, cuidados. Generalmente Aurora dormía en un colchón junto a su cama, y a la mañana siguiente marchaba a ducharse a la rue Martel, mientras Yurkievich le llevaba los periódicos. En cuanto a Tomasello una de sus misiones era dar masajes a las infinitas piernas de Cortázar. Esas piernas de agrimensor que habían medido todas las calles y rayuelas del mundo. Tomasello recordaba que le dijo: “Si este combate fuera a 7 rounds lo ganaríamos, pero a 12…”. La Pelea del Siglo, la noche trágica del box, Firpo, un jardín en Banfield.
Entretanto quiso ultimar la traducción de varios cuentos que le había dejado Carol, y para ello contó de nuevo con la ayuda inestimable de Aurora. Por un lapso demasiado breve volvieron al juego que les había hecho tan felices a todos, el rito de las palabras extrañas y compartidas, los términos fugitivos, la búsqueda emocionante de la expresión armónica que a la postre une a las personas. Y a las estrellas. En paralelo también concluyó la revisión de un breve libro de poemas que había escrito para acompañar una colección de diez serigrafías en negro de Luis Tomasello. Pese a que el texto de “Negro el 10” estaba presidido por la idea de la muerte, Cortázar aún pudo deslizar su pluma sobre unos versos que forzosamente le debieron sonar proféticos: “Empieza por no ser. Por ser no. El caos es negro. Como es negra la nada”. Y entretanto la nada iba acercándose a su cama, como un manto de niebla. Aquel joven Julio Denis que había aspirado a ser poeta, aquel que había soñado seguir la estela de Keats, cuyo nombre fue escrito en el agua, regresaba ahora moribundo a la poesía arañando segundos al tiempo: “Caballo negro de las pesadillas, hacha del sacrificio, tinta de la palabra escrita, pulmón del que diseña, serigrafía de la noche, negro el diez: ruleta de la muerte, que se juega viviendo”. Asombrosamente en estos penúltimos versos se encierra todo Cortázar: la noche, la pesadilla de vivir, la escritura, el juego, el azar que nos depara la vida, el sueño… Y ya casi a modo de epitafio, este último verso que quedó sobre la mesita del hospital: “Tu sombra espera tras de toda luz”.
Tras corregir el texto, Julio se fue apagando. A lo largo de la segunda semana de febrero su estado empeoró considerablemente y comenzó a recibir tratamiento paliativo. La suerte estaba echada. Aurora permanecía junto a su cama, conversando con los doctores y recibiendo a los amigos. Apenas unos días antes el enfermo le había comentado a Saúl Yurkievich: “Delante de mí hay dos puertas: una lleva a la claridad y otra lleva a la oscuridad”. Dos semanas después, la primera de ellas se estaba cerrando definitivamente y Cortázar penetraba en el reino de las sombras. Pero esta vez sin versos, acompañado sólo por voces amortiguadas que hilvanaban a su lado un discurso incomprensible. Enfermeras, rumores. En uno de sus momentos de lucidez le dijo a Aurora: “No te preocupes por mí. Me voy a ir a mi Ciudad”. La ciudad soñada, esa ciudad fabulosa que era una y todas a la vez. La del Otro Lado. Oigamos el testimonio de Françoise Campo Timal:
Desgraciadamente, la última visión que tengo de él es en su lecho de muerte. Tenía la cara muy enflaquecida. Y eso hacía que resaltaran más sus ojos, aquellos ojazos inmensos, de vidente. Lo rodeábamos Saúl y Gladys Yurkievich, su ex esposa Aurora y yo. Julio estaba muy mal. Pero, de repente, su cara comenzó a apaciguarse. Levantó una de sus inmensas manos y preguntó: “¿Oyen esa música?” Tenía el rostro lleno de alegría y nos decía: “Qué lindo que estén aquí conmigo oyendo esa música”. Y yo me decía: “Dios mío, si se muriera ahora, si se muriera escuchando esa música que él dice que oye y diciéndonos ‘qué lindo, qué hermoso’”. Pero se murió dos días después, sin música.
La música que estaba oyendo Cortázar era fruto de las alucinaciones que cierta medicación paliativa produce en el enfermo terminal. Pero este dato no le quita un ápice de poesía a la escena y nos da consuelo saber que sus últimos momentos de conciencia están asociados al arte que más quería. Esto fue un viernes. En su delicioso libro Un tal Lucas había escrito que en la hora de su muerte, si hay tiempo y lucidez, le agradaría poder escuchar dos cosas, el último quinteto de Mozart y un solo de piano sobre el tema “I ain’t got nobody”. La lista era larga, pero él ya había elegido. “Si siente que el tiempo no alcanza, pedirá solamente el disco de piano. Desde el fondo del tiempo Earl Hines le acompañará”.. Todavía vivió cuarenta y ocho horas más. Tras siete horas de agonía, Cortázar recibió una piadosa inyección del médico. En pocos segundos murió serenamente de un paro cardíaco, el domingo 12 de octubre, con la cabeza orientada hacia la puerta. Nunca le había gustado aquella ventana del viejo hospital que daba a un patio gris y a las rejas de unas dependencias policiales. Por eso le había dicho a Omar Prego que cuando abandonara el hospital iría a ver árboles.
Aunque Cortázar murió en un centro hospitalario, Aurora y sus amigos realizaron maniobras “ilegales” para evitar que el velatorio tuviera lugar en la morgue municipal, tal como ordenaban las leyes francesas. Estaba demasiado reciente el caso de la Osita, cuyo velorio allí les había dejado el corazón de hielo. Gracias a la complicidad de su médico, el autor de Rayuela abandonó oficialmente “vivo” el Hospital Saint-Lazare en ambulancia con destino a su casa. Este traslado de un cadáver que estaba muerto y a la vez vivo era un buen final para un apasionado de la literatura romántica. Y de los vampiros. Poco antes él había escrito un episodio similar en el relato “El copiloto silencioso”, la historia de un hombre que se ganaba la vida en la Argentina de los años cuarenta transportando los cuerpos de los enfermos que fallecían en los sanatorios del interior hasta la capital. El viaje siempre se hacía de noche, a través de la solitaria pampa infinita para poder burlar los controles policiales. Pero ahora la pampa se había transformado en las frías calles de París y el auto en una ambulancia moderna. Siempre el Lado de Acá y el Lado de Allá. Y la eterna rayuela, claro, la promesa de un cielo. Por eso el acta de defunción está firmada en la rue Martel.
Una vez allí comenzó el desfile de amistades: los Yurkievich, Julio Silva, Claribel Alegría, Luis Tomasello… Escuchemos el testimonio del Tata Cedrón: “Cuando murió lo fui a ver a su casa. Estaba en la cama con el gorro ruso que tenía, la barba, parecía Alejandro Nievski. De todo lo vivido lo que más me queda a mí es la sensación de una historia sin fin, como el torito de Mataderos, suena la campana y termina un round, hay un descansito y otra vez la campana. Hay que salir a pelear. Y… la puta que los parió, siempre hay que salir a pelear, y a hacer cosas, y cantar, y estar, y vivir”. Sin duda era un excelente epitafio para el pibe de Banfield. Otros testimonios no fueron tan poéticos. Escuchemos a Osvaldo Soriano:
Debe ser una ilusión mía, un punto de vista personal y persecutorio, pero era la muerte de un exiliado. El cadáver en su pieza, tapado hasta la mitad con una frazada, un ramo de flores (de las madres de Plaza de Mayo) sobre la cama, un tomo con las poesías completas de Rubén Darío sobre la mesa de luz. Del otro lado, en la gran pieza, algunos tenían caras dolidas y otros las acomodaban; nadie era el dueño de la casa —Aurora Bernárdez asomaba como la responsable, el más deudo de los deudos, la pobre— y yo sentí que cualquier violación era posible: apoderarse de los papeles, usar su máquina de escribir, afeitarse con sus hojitas o robarle un libro.
Este testimonio del amigo daría para muchas interpretaciones que ya no caben aquí. Nos conformamos con la idea que transmiten: la desolación universal que se crea alrededor de los muertos. Otro testimonio que debe ser rescatado pertenece a Mario Muchnik, quien asegura que Aurora le pidió que tomara fotografías del cadáver de Cortázar. Tras superar un escalofrío el editor aceptó: “Julio estaba extendido en la cama, con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos cerrados. Estaba extremadamente flaco. Aurora y Claribel me habían dicho que estaba “hermoso” y Hugo me lo había confirmado. Pero yo no le vi ninguna belleza. Hugo aguantó una lámpara sobre Julio y, conteniendo el llanto y la impresión, yo tomé todo un carrete de fotos”. A la mañana siguiente llevó el carrete a revelar a Pictorial Service y por la tarde fue a recoger las fotos y se las dio a Aurora. Este hecho tan poco habitual nos conduce a nuevas inquisiciones: ¿qué impulso morboso llevó a la morochita a coleccionar imágenes de su exmarido en el lecho de muerte? Medio año antes éste le había rogado que destruyera unas fotos comprometedoras de Carol desnuda, y ahora ella oficiaba en su casa una extraña ceremonia de profanación. ¿Hay algo más tristemente desnudo que un cadáver, aunque se presente cubierto con un gorro ruso y una manta de lana?
Es cierto que la costumbre de fotografiar a los muertos estuvo de moda en los primeros tiempos de la fotografía, pero a las puertas del nuevo milenio la petición de Aurora produce, en efecto, ese escalofrío sin palabras que sintió Muchnik. El difunto había escrito: “Quizá, finalmente, la fotografía dé razón a quienes creyeron en el siglo pasado que los ojos de los asesinados conservan la imagen última del que avanza con el puñal en alto”. ¿Qué habría sentido Cocó si hubiera asomado la cabeza por la puerta y hubiera descubierto el cadáver de aquel gigante?
Entretanto el mundo ya conocía la noticia de la muerte de Cortázar. Durante un tiempo circuló el rumor de que nadie había tenido el valor de comunicárselo a doña Herminia en atención a su edad. De ser así, la trama se habría cerrado como otro de sus cuentos, esos relatos en los que los familiares viven separados por un océano y juegan por carta a no decirse toda la verdad. Pero la realidad fue mucho más prosaica dentro de lo extraordinario. De creer el testimonio de su ahijado, Carlos María Gabel: “Ascendía pausadamente las escaleras en la estación Chacarita, cuando los gritos de un diarero me dejaron paralizado… Murió Cortázar!!!… Murió Cortázar!!! Al avanzar unos pocos escalones, un gigantesco titular de La Razón proclamaba lo mismo, en letras de molde… MURIÓ CORTÁZAR. Compré dos ejemplares que no abrí. Simplemente los deposité sobre mis rodillas luego de trepar a un taxi y allí descansaron hasta llegar a la calle Nazca”. Allí aguardaban Doña Herminia y Ofelia. Pese a las voces de los vendedores de periódico, y las noticias de radio y televisión, el Gobierno de Alfonsín tardó demasiado en reaccionar. Sólo después mandó este telegrama de condolencia que parece redactado con un molde de hielo: “Exprésole hondo pesar ante pérdida exponente genuino de la cultura y las letras argentinas”. El mensaje valía para cualquiera.
El 14 de febrero Julio recibió sepultura junto a Carol en el cementerio de Montparnasse. Era el Día de San Valentín, el Día de los Enamorados. Uno de los amigos, Omar Prego, recuerda que era una mañana fría, pero de una luminosidad casi sobrenatural para quienes estaban acostumbrados al cielo plomizo y bajo del invierno. El sol destellaba en las aristas de mármol de los panteones y en las chapas de bronce y las copas de los árboles. Apenas soplaba una ligera brisa. “Pero lo más impresionante era el silencio. Desde que el cortejo se puso en marcha desde la entrada del cementerio y nos encaminamos hacia la tumba recién removida, no recuerdo haber escuchado una sola palabra. El único ruido, semejante al del mar en una playa pedregosa, era el de los pies arrastrándose por el sendero principal detrás del furgón mortuorio”. Hasta el último momento se pospuso la hora del entierro con la esperanza de que Roberto Fernández Retamar y Tomás Borge llegaran a tiempo para traer respectivamente tierra de Cuba y Nicaragua para arrojar sobre la tumba. Pero los aviones aterrizaron demasiado tarde. No fue el único retraso que alteró el ritmo de la ceremonia. Según Vilma Fuentes: “Yo acompañé a Ugné aquella mañana triste. Ella estaba furiosa porque Aurora y Saúl Yurkievich le habían impedido ver a Julio en el hospital. Hicieron como un muro. No pudo despedirse. Luego, el día del entierro, ellos decidieron que había que esperar la llegada del ministro de cultura: Jack Lang. Esperamos una eternidad. Nosotras estábamos aparte, fuera del grupo, y Ugné no hacía más que repetirme que Julio no tenía nada que ver con toda esa merde oficial”. Y tenía razón. Pero el tiempo de espera sirvió, en cambio, para que fueran llegando algunos jóvenes anónimos que deseaban despedirse de su maestro.
Hay otro testimonio, el de Jorge Enrique Adoum: “Ahí estábamos enterrándolo, el martes, bajo un solcito frío de invierno, en una caja negra larga y ancha capaz de contener al gran hermano mayor, aunque con la impresión de que había tenido que empequeñecerse para pasar por la muerte sin bajar la cabeza. Nos fue imposible convencer a los empleados de pompas fúnebres francesas de que la familia éramos nosotros cuando nos pedían que nos retiráramos y no fastidiáramos a la familia”. A falta del gineceo de Banfield, el escritor recibió sepultura acompañado por los representantes de la Unesco y una treintena de amigos que habrían dejado atónitas a las mujeres de su familia: aparte de los habituales Yurkievich, Muchnik, Alegría, Silva, Tomasello, Soriano, Goloboff, o la viuda de Italo Calvino, se encontraban el fotógrafo Antonio Gálvez y los cantautores Daniel Viglietti y Paco Ibáñez; también el escritor español Andrés Amorós, que había acudido a París para mostrarle su edición crítica de Rayuela. ¿Qué habría pensado Ofelia de la presencia del embajador de Cuba en Francia y de algunos miembros del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional de El Salvador? En cierto modo todos ellos respondían a alguna faceta de su vida, tan variada al final, tan rica e inaprensible. Luego muchos de los presentes se acercaron hasta la fosa para arrojar flores sobre los amantes dormidos. Mientras se procedía a la colocación de la lápida —dos láminas de mármol en forma de libro abierto— nadie logró recordar aquel lejano epitafio que el escritor había acuñado para sí mismo al poco de llegar a París:
JULIO CORTAZAR.
CUALQUIER RANITA LE GANABA
Sin duda habría sido maravilloso, aunque injusto con el hombre tan valiente que llegó a ser. Un hombre que tuvo el valor de soñar, de escribir, de amar, de ser libre, de enfrentarse a sus peores demonios, y de comprometerse con su tiempo para ayudar a los demás. A la hora de la verdad todo transcurrió de una manera más próxima a los inquietantes cuentos de Bestiario que no a las Historias de cronopios y de famas. La gente se fue marchando. Sólo Omar Prego y su esposa se quedaron un poco rezagados en esa zona del cementerio —no lejos de la tumba de Sartre— que había quedado desierta. Antes de salir al bulevar Edgar Quinet vieron aparecer a un par de gatos escuálidos que surgieron de entre las tumbas y les vieron partir con indiferencia. Desde ese momento nunca faltan flores amarillas ni los mensajes de los admiradores.
Pocas semanas después Aurora Bernárdez, encargada de gestionar el legado, descubrió un texto estremecedor entre los papeles de Cortázar. Se titula “La Madre” y es una carta—poema que el hijo nunca se atrevió a enviarle. Quizá porque resume la verdadera tragedia de su vida:
Delante de ti me veo en el espejo que no acepta cambios, ni corbata nueva ni peinarse en esta forma. Lo que veo es eso que tú ves que soy, el pedazo desprendido de tu sueño, la esperanza boca abajo y cubierta de vómitos.
Oh, madre, tu hijo es éste, baja tus ojos para que calle el espejo y podamos reconciliar nuestras bocas. A cada lado del aire hablamos de cosas distintas con iguales palabras. Eres una columna de ceniza (yo te quemé) una toalla en la percha para las manos que pasan y se frotan, un enorme búho de ojos grises que espera todavía mi nombramiento decorativo, mi declaración conforme a la justicia, a la bondad del buen vecino, a la moral radiotelefónica. No puedo allegarme, mamá, no puedo ser lo que todavía ves en esta cara. Y no puedo ser otra cosa en libertad, porque en tu espejo de sonrisa blanda está la imagen que me aplasta, el hijo verdadero y a medida de la madre, el buen pingüino rosa yendo y viniendo y tan valiente hasta el final, la forma que me diste en tu deseo: honrado, cariñoso, jubilable, diplomado.
Años más tarde, cuando el mundo ya había tomado la forma definitiva de una pesadilla de Cortázar, cuando el tiempo impuso a los hijos de Rayuela todo aquello que ensucia y destruye, cuando las revoluciones ya no son más, y hasta los libros se mueren bajo una capa de ignorancia, apareció este grafiti en un muro de una calle de Buenos Aires. Ciertamente es la obra de un loco, de un cronopio, de un piantado. Y por eso mismo le queremos.
Volvé, Cortázar, volvé.
Total, ¿qué te cuesta?
Mamaris (Turquía) — agosto de 2012
Algaida (Mallorca) — agosto de 2015
* Capítulo del libro: ‘Julio Cortázar’ (Edhasa, 2015).

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Por Fara Dabhoiwala
La doctrina de 300 años está siendo puesta a prueba por los excesos de los oligarcas digitales.