La vida comienza mañana

Ayer, ¡oh hombres! es la palabra oscura. Significa haber sido y por lo tanto, no ser. Ayer es verdaderamente la muerte. Pero todo lo que se llama luz, sol, amor, alegría, belleza, posibilidad, todo esto tiene por nombre: Mañana.
Guido Da Verona.

A Felipe Sanssone

Zaratustra y Fradique Mendes fueron dos maestros de optimismo que buscaron inútilmente la fórmula que condensara en pocas palabras y escuetamente su sistema filosófico. El primero necesitó de largas prédicas, y el segundo, más risueño, hubo de recurrir a la epístola, para coleccionar ordenadamente todos los componentes de su optimismo. 

Lubbock y Marden, como hace tiempo Leibnitz, consagraron a la alegría de vivir, graves volúmenes saturados de optimismo, mas los cuales hay que reconocer que no son ciertamente los más cautivadores. 

Sólo José E. Rodó encontró una sintetización que aproximándose al optimismo, lo define sin formularlo. “Reformarse es vivir”. 

Hay que ser, según él, cambiante, móvil, impreciso, desarraigado, vivir en una continua modificación, para ver la vida desde el punto de vista amable. 

Encierra esa idea una formidable canción optimista. Ser cambiante como el medio en que se vive, ser hermano del tiempo que corre incesante, es una segura orientación que puede llevarnos al optimismo.

Mas nuestra vida sentimental no se compone sólo de mañana. Hay dos componentes tan importantes, o más, tal vez. Hoy y Ayer. 

Sobre el último, nada dice la fórmula de Rodó. Y es ese el punto fundamental. Ya Zaratustra lo dijo en una de sus prédicas: Hay que acabar con el pasado. 

Lo dijo secamente, como decía él todas las cosas, sin explicar, de qué medios había que valerse. Tal vez, mientras estuvo en la montaña, buscó la fórmula sin encontrarla. Eca de Queiroz, tranquilo y satisfecho de la aparente armonía de las cosas, no se detuvo a inquirirla.

“Walt Whitman, haciendo depender el optimismo del esfuerzo, como buen sajón, se equivocó seguramente. Anatole France, llevando a M. Bergeret hacia el escepticismo, no logró tampoco encontrar la fórmula ansiada. 

Todo ese desconcierto ha nacido del pesimismo del siglo XIX. La tendencia hacia el optimismo es conquista de nuestro siglo mecánico y nervioso. Ha sido la reacción contra la malsana literatura pesimista en que Monsieur de Phocas se moría de tedio entre la suntuosidad de las lujosas cortinas, y los fuertes perfumes, y en que Durtal inquiría la historia de las campanas, y se recreaba en las Misas Negras, para desterrar lejos el hastío que flotaba en su cuarto de solterón intemperante. 

Lo que llamó Max Nordau el mal del siglo, satura aun el alma moderna y la lucha ha de ser larga antes que triunfe el optimismo.

Un escritor italiano, poco conocido aun en nuestro idioma, publicó hace seis o siete años, una novela sugestiva como pocas, no por la trama, sino por la canción al optimismo que hay en sus páginas. 

Guido da Verona, da no en su novela, sino simplemente en el título de ella, la fórmula más completa que se puede encontrar para llegar al optimismo. Se llama la obra La vita comincia domani… Y es, en síntesis, una bella canción, un poco amarga, a la visión del futuro.

He aquí —pensé cuando incidentalmente tropecé con la obra— la única fórmula cierta del optimismo. ¡La vida comienza mañana! 

Hay una honda verdad en la cadencia elegante de esas cuatro palabras. Nos incitan a mirar hacia adelante, fijar la vista en la ruta por recorrer todavía, contemplar con fe, desafiando los guijarros, el camino futuro, cada vez más corto.

Suena en nuestro corazón tan apegado siempre a lo que fue, un poco desencantadamente, pero llevando en su doloroso escepticismo una divina verdad.

La vida comienza mañana. Debemos pasar en el libro de nuestra existencia las hojas leídas, arrancarlas o doblarlas al menos, pero sin querer nunca recordar una línea antes leída, es tan triste como inútil, puesto que, como dijo un gran poeta amante de la metafísica:

no vuelve atrás un río
ni torna a ser presente lo pasado

Lo que se va no vuelve, es una dolorosa verdad. Los amantes lo saben por triste y desgarradora experiencia. La hora que pasa no se repite nunca en el transcurso infinito de los siglos. Cronos sacrifica sus hijos que no renacen más. 

Vivir es sentir, vibrar, reaccionar contra el medio o a compás de él, y la vibración se amortigua hasta perderse, el movimiento de reacción desaparece y se transforma desde el momento en que surge. 

El presente es una noción de tiempo, tan infinitamente breve, que sólo en el momento de concebirlo cruzan rápidos millones de presentes. En la pequeñez de un minuto se encierran miles de millones de pasados que fueron presentes y futuros. 

Sólo física e intelectualmente podemos vivir el instante, porque sólo la vida y la conciencia, que son movimiento perpetuo, son capaces de seguir el ritmo maravillosamente rápido del momento.

Nuestro corazón no puede filosóficamente vivir el presente. Vivimos multitud de ellos. Mientras concebimos una ilusión, toma forma, se desarrolla y se desvanece. Por rápido que sea todo ese proceso, el tiempo ha pasado sobre él.

La emoción sentimental del beso o del apretón de manos, es todo un agrupamiento de presentes transformados en pasado, y de futuros hechos presentes. Ese momento rápido siempre, demasiado fugaz para los labios nunca satisfechos, es en sí sólo todo un proceso cronológico.

No ha habido en él presente, sino futuros rendidos. No vivimos más que la preparación del futuro. El pasado se va para no volver, es negativo dentro del tiempo, y el presente no puede apreciarse. Es, pues, necesario refugiarse en el futuro, para vivir un poco. 

En el concepto metafísico absoluto del tiempo, no existen hoy, ayer, ni mañana. No teniendo el tiempo principio ni fin, es indivisible. En la ciencia positiva, el pasado no existe tampoco, no se le considera al menos. Sólo sentimentalmente existe.

Nuestro corazón es un amable refugio de las cosas que fueron. Un cofre que conserva el melancólico perfume de “ayer”. Cuando vivimos demasiado apegados a él, cuando nos dejamos dominar por ese íntimo dolor que se encierra en el recuerdo de todas las cosas, un principio pesimista domina toda nuestra vida. 

Lo que se perdió, lo que ya más nunca vendrá a ser lo que fue antaño, es siempre querido. No conociendo lo que será, no pudiendo tampoco apreciar lo que es, sólo queda lo que ya fue, y que por tanto es conocido, y a ello nos aferramos como si quisiéramos detener el rodar del tiempo impasible y sereno como el espacio en que se devana.

El problema de la vida, tanto dentro del dulce idealismo, como dentro del huraño materialismo, no es que el sol pase más o menos veces sobre nuestra cabeza, sino que alumbre cosas distintas. Si todos los días fueran absolutamente iguales, los años no se notarían, envejeceríamos físicamente, pero sin una sola transformación en nuestro sentimentalismo.

Podría dividirse el tiempo, en tres distintos conceptos. Filosófico, o sea la afirmación de un concepto negativo de la existencia del límite. Astronómico, regido por los movimientos del sistema solar. Y el tercero, el tiempo cuyo único cronómetro es el corazón. 

Hay veces que en un momento se vive mucho más que en otros más prolongados. Una hora de espera parece mucho más larga que la hora siguiente a la realización del deseo, y sin embargo, en relación con la rotación de la Tierra, ambos son exactamente iguales. 

Vivir es experimentar múltiples sensaciones, cambiar día a día, romper la monotonía de las cosas, procurar, en fin, que el sol, al cruzar como el día anterior, alumbre un nuevo espectáculo dentro de nosotros. 

Hacer un sol diferente todos los días, olvidar el sol que pasó y que ya no alumbrará más, porque pasó a ser negación y sombra, haciendo así que la vida comience y termine todos los días.

El pasado está formado sólo de recuerdos, aun los mismos seres que ejercieron determinadas influencias en nuestra vida, no son lo que fueron. 

Si no los hemos vuelto a ver, tenemos de ellos una idea equivocada, porque se han modificado física y moralmente. El amigo que antaño nos ayudó a vivir alegremente, el cuarto desordenado en que se deslizaron entre el humo del cigarro las horas juveniles, no son los mismos al cabo de algún tiempo. 

De ese amigo y de ese cuarto, sólo un recuerdo queda. El amigo tal vez, al vernos otra vez, no nos conozca, y en el cuarto estarán marchitas las flores y habrá polvo sobre las mesas. ¿Por qué amar al amigo y a la habitación que ya no existen?

Aun volviendo a reunirse, habitando otra vez la desordenada habitación, colocando flores y quitando el polvo, nada volverá a ser, porque ya no seremos los mismos. Es una ley inexorable esa de que nada se repite en la vida ni en las cosas. 

Es triste ciertamente, como lo son todas las grandes verdades, pero no soluciona nada el pensar en ello. Olvidemos al amigo viejo, que no será nunca el de antes, no penetremos más en la habitación, y desterrando todo lo que fue, miremos al futuro sin relacionarlo con el pasado. Pensemos que la vida comienza mañana.

Los recuerdos son los fantasmas impalpables que se interponen en la ruta. No tiene existencia real, y sin embargo, nos impiden andar hacia adelante. Nos llaman, nos hablan de cosas que no pueden ser, nos obligan a comparar realidades de hoy con realidades que por ser de ayer, ya no son; nos hacen pesimistas y tristes, poniendo en el futuro que se está incubando una dolorosa melancolía, no por oculta menos entorpecedora.

La mujer que dejamos atrás, no es, cuando volvemos a encontrarla, la misma. ¿Para qué evocarla? Pensemos simplemente en una muy parecida, pero que no es ya lo que era antes.

El recuerdo es un prisma arbitrario que deforma las realidades, ¿para qué mirar por él? 

El que amó una vez a una mujer y sueña volver a encontrarla algún día, no debe pensar que hallará aquella de antaño. Encontrará que sus ojos son menos expresivos, y su corazón, por obra del tiempo, es otro ya. 

Debe, cuando piensa en ella, pensar que con el pasado se fueron muchas ilusiones, muchos sueños y muchas realidades, para ser sustituidos por sueños, realidades e ilusiones nuevas. Y no debe tratar de amoldarse a aquella mujer de antaño, sino a una parecida que será la que encuentre.

Mirar lo que se dejó atrás es inútilmente doloroso. La vida es una caída en el abismo interminable del Tiempo y la mirada debe ir fija en lo que falta por recorrer, no en lo que ya no podrá volver a pasarse. 

Es inútil tender las manos hacia arriba, porque en el vacío que vamos dejando nada puede sostenernos. Las grandes catástrofes de nuestro romanticismo deben olvidarse para evitar las futuras catástrofes.

Pensemos que ese derrumbamiento fue sólo una cosa momentánea, y que se fue muy rápidamente, sin alterar para nada el ritmo eterno de la vida, que sigue su curso serenamente, sin alterarse por las huellas que deja en el corazón. 

La vida sigue como en la comedia de Sassone, sobre todos los dolores, sobre todas las amarguras, y sobre todos los errores. Presenta ante nosotros horizontes nuevos todos los días, nos brinda nuevos caminos.

Busquemos esos horizontes, sigamos uno de esos caminos, desliguémonos del pasado, para poder marchar sin traba alguna.

Amemos las nuevas perspectivas de los amplios horizontes y de los soles nuevos, porque la vida comienza todos los días, o lo que es lo mismo, todos los mañana.

El fracaso de una primera obra no debe impedir la publicación de la segunda, porque el fracaso pertenece ya a otra vida que se fue con el tiempo, y la obra nueva es quizá el triunfo de mañana. 

Un hombre ama a una mujer. Por ella se arruina y mata a otro hombre. Más tarde roba, y se ve de pronto sin honor y sin dinero. La mujer se va de su lado, y pierde lo único que le quedaba de su vida anterior. 

Para muchos, a ese hombre sólo le queda un recurso, el suicidio. Es una cosa fuera de toda lógica.

En playas distantes, más o menos lejanas, puede ese hombre encontrar consideración primero, hacer dinero más tarde, y encontrar otro amor. Porque la vida comienza todos los días.

Perdió dinero, honor y amante, pero pudo adquirirlos otra vez. Perdió solamente el presente que en seguida fue pasado, pero le quedaba el futuro y supo conquistarlo.

Levantemos al mañana, dueño absoluto de todas las cosas, un himno optimista. Es lo único sobre lo que tenemos cierto poder dentro del determinismo de nuestra existencia. 

El mañana es un bello jardín en que florecen todas las esperanzas y todos los consuelos, una divina promesa que nos hace Cronos, el viejo de las grandes barbas y del reloj de arena. 

Hagamos que nuestra vida comience todos los días, todos los mañana, olvidemos el pasado que no es nuestro y que sin embargo nos ata. 

Cuando todo se desplome en nuestro derredor y los hombres y las cosas crucen con vertiginosa rapidez, y nos abata el rápido desfilar de presentes, digamos convencidos: la vida comienza mañana. 

Hagamos de la melancólica canción italiana una oración para decir ante los altares del Tiempo:

Cammina: la vita comincia
domani, domani, domani…



* Tomado del libro Las rutas paralelas (crítica y filosofía) (La Habana, 1922) de Alberto Lamar Schweyer.





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