Hay un mundo de péndulos, varillas, testigos, venas de agua, objetos perdidos, anillos atlantes y sellos de Salomón; de mandalas, chakras, yantras; el urim y el tummim; de vibraciones y energías, dispositivos radiónicos y diales de sintonización; de sí, no o indeterminado; de oscilaciones, cavilaciones e imprecisiones.
Es el territorio del zahorí, rabdomante o radiestesista. Hace muchos años yo quise formar parte de ese mundo y me entregaron un péndulo.
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Descubro un pequeño reportaje de 1978. Entonces, la radiestesia era una disciplina casi respetable y además estaba de moda. Disertaban sobre ella doctores en traje y corbata, curas, esoteristas, mitólogos y expertos en culturas orientales.
A partir de un testigo —tierra, agua, una prenda— se rastreaban las emanaciones de un objeto perdido. Era el viejo concepto de simpatía cósmica: lo semejante atrae a lo semejante. Por muchas razones, 1978 merece figurar en la cronología de las artes ocultas y la desconfianza en la ciencia.
Ese año:
–El físico soviético Anatoli Bugorski mete su cabeza en un acelerador de partículas, ve una luz “más brillante que un millar de soles” y sobrevive.
–Albino Luciani susurra “no, por favor, no” en la Capilla Sixtina y es elegido Papa; 33 días después lo asesinan los masones, los rosacruces, una facción de cardenales tradicionalistas, la KGB o la mafia; Wojtyla se convierte en el primer pontífice no italiano desde 1523.
–Guy Debord filma In girum imus nocte et consumimur igni.
–Krishnamurti dicta una conferencia en Madrás el 31 de diciembre. Pregunta: ¿Se puede escuchar limpiamente y sin distorsión?”.
–Se celebra en Barcelona el primer Congreso Nacional de Radiestesia.
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Radiestesia: “Arte de localizar mediante unos instrumentos, la varilla o el péndulo, todo aquello cuya existencia es real pero se desconoce su localización. El recurso de San Antonio —pedirle al santo que encuentre lo que se perdió— es una forma larvada de radiestesia”. Padre Pilón.
“En este centro teníamos una avería. Los técnicos, siguiendo los planos, no dábamos con ella. Llamamos a un radiestesista que, tomando una muestra de un radiador y siguiendo con su péndulo, nos dirigió directamente a ella”. Un obrero.
“Había yo perdido la pluma que mis padres me habían regalado el día de mi primera misa. Como no la encontraba, acudí al padre Pilón, el cual, por el sistema del péndulo, la localizó”. Un cura amigo de Pilón.
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El péndulo que me entregaron era de baquelita. Tenía una punta de bronce y estaba relleno con piedrecitas de cuarzo. Colgaba de un cordón de unos diez centímetros, pero la primera tarea consistía en determinar la llamada longitud de onda.
Se toma el péndulo casi en la base del cordón y se desliza. En el punto correcto —ocho centímetros y medio de hilo, en mi caso—, empezará a oscilar. En sentido horario, significa sí; en sentido antihorario, no; si se queda quieto o va de un lado a otro es que no existe una respuesta, o que es demasiado compleja para el idioma del péndulo.
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Es deseable que el péndulo se convierta en una suerte de prótesis para el radiestesista. Una parte del cuerpo, una extensión de la mente y el dedo para afinar la percepción.
“La prótesis puede definirse por el hecho de que siempre puede desprenderse del sujeto que la lleva. Es ante todo imitación”. Roberto Calasso.
“La conciencia incluye una especie de prótesis simbólica que prolonga, en los espacios culturales, algunas funciones de las redes neuronales. Esta prótesis, que he definido como un exocerebro, esta compuesta principalmente por el habla, el arte, la música, las memorias artificiales y diversas estructuras simbólicas”. Roger Bartra.
El péndulo forma parte de los amuletos personales. El reloj, los espejuelos, unas monedas, los zapatos, el péndulo. No salir de casa sin ellos.
Para Bartra, en efecto, toda esa fanfarria íntima equivale a los talismanes de la antigüedad o a los escapularios medievales. No es solo auxilio contra el diablo. Es, sobre todo, prolongación cerebral y anestesia contra el miedo.
“Toda resistencia personal desaparece. Médicos alópatas u homeópatas, magnetistas, chamanes, acupunturistas, curanderos, da lo mismo: mi fe se deposita de inmediato y por entero en ellos. Todo resabio de escepticismo se desvanece”. Sergio Pitol.
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Unas pocas reglas determinan la confección de un péndulo. Según Henri Mager, puede tener “el peso de una bala grande de fusil”. No debe exceder los 50 gramos, recomienda el abate Mermet; pero que llegue a los 80 gramos si usted es principiante, contraviene el padre Gerula.
Los materiales: plomo, cobre, piedra, cristal, madera. Se suele teñir de negro. El hilo puede ser ordinario, de seda, de lino —pero jamás de lana, advierte Mager.
La infantería de Napoleón usaba una esfera de madera hueca o bien un cubo de pirita. El químico Michel Chevreul utilizó en 1812 una argolla de hierro pendiente de un cordón de cáñamo.
Es agobiante la cantidad de modelos de péndulo que hay disponibles: esférico, cilíndrico, acuminado, de Mermet, de Lambert, de Luzy, de Belizal, de Rocard, Scripto, Argos, gota maciza, gota hueca, toroidal, lágrima, trazador, egipcio y adivinador.
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Cortázar zahorí.
“Nunca olvidaría el alto privilegio de haber asistido a una fase de la síntesis, y ayudado a madame Berthe Trépat a operar con un péndulo rabdomántico sobre las partituras de los dos maestros a fin de escoger aquellos pasajes cuya influencia sobre el péndulo corroboraba la asombrosa intuición original de la artista”. Rayuela, 23.
“Le pregunté si creía en la rabdomancia sobre mapas, y por un rato probó ella de experimentar alguna reacción”. Divertimento.
“Lo que para él había sido análisis de probabilidades, elección o simplemente confianza en la rabdomancia ambulatoria, se volvía para ella simple fatalidad. ʻ¿Y si no me hubieras encontrado?ʼ, le preguntaba”. Rayuela, 6.
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Durante mucho tiempo, como la radiestesia intentaba ganarse un lugar entre las ciencias, optó por un lenguaje moderno y tecnológico. Se emparentaba así con la física, la geografía y la arquitectura, a las cuales saqueaba sin pudor, y se distanciaba de su origen esotérico.
Sin embargo, los manuales de radiestesia revindican la antigüedad de la práctica. Le buscan antecedentes babilonios, judíos, griegos y romanos.
Moisés golpea la roca y sale agua. Los zahoríes ven ahí sus orígenes, aunque hay una cita de Heródoto que menciona una “varilla” que los escitas y persas usaban para ubicar pozos.
La ley judía prevé que el sacerdote lleve siempre consigo, según la Torah y la Mishná, una serie de objetos: túnica, calzoncillos, cinturón, turbante, pectoral y efod. Investido con estos atributos, el sacerdote consulta el urim y el tummim, una suerte de método legal de adivinación.
No se sabe exactamente qué forma tenían el urim y el tummim. Los mormones afirman que se trata de dos piedras, una blanca y otra negra, que se extraen de un pequeño saco e indican la respuesta de Dios.
Otro pasaje de la Mishná afirma que “cuando murieron los profetas primeros —es decir, cuando Nabucodonosor destruyó el templo de Jerusalén—, cesó el urim y el tummim”.
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Otra anécdota, del historiador romano Amiano Marcelino, refiere los usos del péndulo sobre un tablero alfabético —una suerte de ouija— en tiempos del emperador Valente.
Los participantes invocaron a un dios desconocido e hicieron una primera y peligrosa pregunta: “¿Quién será el nuevo emperador?”.
El péndulo ofreció la letra theta, luego épsilon y después omicrón. Y ahí se detuvo el juego, porque había un Teodoro en la sesión.
Gracias a un delator, las autoridades se enteraron del encuentro, apresaron a los consultantes y los mataron por conspirar, incluyendo a Teodoro.
La culpa no fue del péndulo, que sabía la verdad, aunque no pudo completarla. El sucesor de Valente fue nada menos que Teodosio.
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El radiestesista que trabaja con su péndulo sobre un mapa es una imagen tradicional de la rabdomancia; la otra es la del zahorí que usa la horqueta o las varillas.
El que utiliza estos últimos instrumentos privilegia el carácter práctico de la disciplina. Busca y encuentra —la ciencia moderna dice que por pura casualidad— un pozo o un arroyo subterráneo.
Es un oficio telúrico. Muchos grabados muestran al zahorí inquietando a un dragón que duerme bajo la superficie de la tierra. La criatura es energía, poder y vibración; las varillas se abren cuando lo detectan y la horqueta, que se siente atraída por su poder, apunta al suelo.
Antes de conocer el arte del péndulo, había escuchado que algunos viejos, en los campos de mi país, torcían un alambre o cortaban una rama en forma de “Y” para convertirse en rabdomantes.
Durante una sequía o si se quería buscar una fuente de agua, a quien se buscaba era al viejo hechicero. (Oración al santo zahorí español del siglo XII: “San Isidro labrador, quita el agua y pon el sol”.) En los campos perviven estas prácticas que ni la religión ni el materialismo dialéctico lograron exterminar. Ante el cura, el zahorí alega tener un don divino; ante el comisario o el maestro rural, se refugia en la ciencia.
Al fin y al cabo, cuando Fidel Castro quiso convencer al mundo entero de que podía encontrar los restos de Ernesto Guevara, envió a tres geólogos radiestesistas a Bolivia. Es rocambolesco que tres zahoríes buscaran los huesos del guerrillero en 1996 y dice mucho de la convergencia entre política y ocultismo.
Fidel Castro, que procedía del mundo rural, tuvo que haber presenciado alguna vez el trabajo de un rabdomante.
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Mensaje de un corresponsal de guerra:
“Los tres radiestesistas fueron parte del primer equipo de cubanos que llegó a Vallegrande. Iban como geólogos para intentar ubicar movimientos de tierra que pudieran indicar la presencia de fosas comunes o tumbas individuales. No encontraron nada, que yo sepa. En mis tiempos, durante varias guerras, nunca vi a radiestesistas en las tropas, pero esto no significa que no hubiera, aunque no creo que fuera una especialidad muy útil. No obstante, tiene su gracia el método y hay gente que le tiene muchísima fe”.
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La referencia más remota que encuentro sobre la rabdomancia en Cuba aparece en la historia de la Isla que escribió Morell de Santa Cruz.
Un tal Antón García, forastero “de profesión zahorí”, llega a Santiago de Cuba en 1609 y promete al obispo de entonces “el mayor bien que la república podía desear”: agua.
A siete leguas de la ciudad, dice, pasa un río subterráneo. Se reúne el cabildo en abril de 1609 para tratar la cuestión —“digna verdaderamente de risa”, opina Morell—, deciden emplear a García y construir una noria.
Treinta hombres cavan pozos durante varios días, sin resultados. “Los sedientos se quedaron condenados”, anota el cronista, “y el zahorí se desapareció, celebrando la burla”.
El obispo de Santiago era en aquel momento Juan de las Cabezas Altamirano, cuyo rapto por piratas franceses narra el primer poema épico escrito en la isla, Espejo de paciencia, rescatado también por Morell.
En Cuba, literatura y rabdomancia nacen juntas.
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A lo largo de la historia, las varillas y la horqueta han sido incluso más populares que el péndulo. Mager dice que el objeto de la radiestesia es estudiar metódicamente ciertas “líneas de Fuerza, influencias que emanan de todo cuerpo y de toda materia” y que se detectan con “la varita de avellano”.
La virgula divina —Apolo le regala la suya a Hermes, que la transforma en caduceo— conecta a la rabdomancia con la alquimia y el ocultismo clásico: es la varita mágica.
En el terreno, el zahorí debe andar despacio y con cuidado, atento a la más mínima vibración de la horqueta. Las manos, con las palmas hacia arriba, sujetan los extremos del utensilio. Se supone que el esfuerzo de la labor es inmenso y agrieta los dedos. Como en todo, los manuales de radiestesia insisten en que la horqueta es una mera extensión de la sensibilidad propia.
En 1796, el niño Vicente Anfossi encontraba arroyos subterráneos a través del cosquilleo de los pies. Cuando daba con un pozo, decía: “Me parece que mis pies se hunden, como cuando camino por la orilla del mar con la arena mojada”.
Para otro rabdomante sin instrumentos, la señal del hallazgo era un notorio tembleque de sus brazos y una mueca en la cara.
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La radiestesia forma parte del mundo mitad militar, mitad monástico, de hombres como Lawrence de Arabia o Laszlo Almásy.
En Nadadores en el desierto, el verdadero paciente inglés alude a las costumbres de los beduinos y otras tribus, que necesitan encontrar agua.
En las ruinas de un monasterio copto, Almásy descubre una serie de signos —wusum— que los árabes utilizaban para marcar el ganado. El guía le explica que son indicaciones para dar con pozos de agua y otros “tesoros ocultos en el desierto”.
Al explorador le eran muy familiares los manuales para zahoríes y cazadores de tesoros, abundantes en Egipto, que le fueron útiles para cumplir con su misión principal en África: confeccionar mapas.
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Radiestesia, zapadores y filósofos:
-“Hana veía a lo lejos a Singh con su varita de zahorí en un jardín abandonado o, si había encontrado algo, desenmarañando el nudo de cables y mechas que, como una carta diabólica, alguien le había dejado. Se lavaba las manos continuamente. Al principio, Caravaggio pensó que era demasiado escrupuloso. ʻ¿Cómo has podido sobrevivir a una guerra?ʼ, le decía riendo”. Michael Ondaatje, El paciente inglés.
–“¿No podría decirse también de Borges que la mayoría de sus cuentos, poemas y apuntes ensayísticos señalan la existencia de problemas filosóficos ocultos bajo pesadas capas de conformismo académico resuelto en tecnicismos, tal como la varita del zahorí descubre la fresca nervadura de agua tapada por la esterilidad arenosa del desierto?”. Fernando Savater.
–“Subí de cuatro en cuatro los peldaños de piedra de la escalera que, con un rodeo, conduce al templo sintoísta Kenkun: quería proveerme de una varita de zahorí, esperando obtener con ella una indicación acerca de la dirección que debía tomar”. Yukio Mishima, El pabellón de oro.
Kip Singh, el zahorí indio, desactiva bombas y abandona a Hana.
Borges imagina un cono de Tlön como péndulo invertido, munición metafísica.
A la consulta en Kenkun, respuesta nefasta: “Debes huir en secreto”.
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La Segunda Guerra Mundial marca el esplendor y el declive de la radiestesia.
Los nazis, se sabe, estructuran un gran movimiento esotérico, se aficionan a la mitología y a las artes ocultas.
Ariosofía o wotanismo son dos de los nombres que adopta el complejo imaginario sincrético que tiene a su más ferviente seguidor en Hitler. Es la época de la teosofía, de la relectura de las gestas germánicas y la exploración nazi de Oriente.
Se supone que la célebre biblioteca de la SS en el castillo de Wewelsburg contaba con no pocos libros de radiestesia. A Herman Pohl, zahorí y líder de la sociedad secreta Germanenorden, el Führer le encarga la detección de influencias malignas en su oficina.
Cuando comenzó la guerra, un escuadrón de rabdomantes se dedicó a adivinar la posición de submarinos, barcos y tropas aliados, con poco éxito. Los ingleses, por su parte, también tenían radiestesistas en sus tropas. Y eran los mejores del mundo, o eso le hacían creer a los espías del Reich.
Esa guerra secreta entre esoteristas nazis y teósofos aliados ha sido fructífera para la novela gráfica, el manga y el cine: los miembros de la Agencia para la Investigación y Defensa Paranormal, como Hellboy, Abe Sapiens y el médium ectoplásmico Johann Krauss, usan péndulos para cazar a los sabios malvados de Wewelsburg.
El ejército estadounidense divulgó en 1962, durante la Guerra de Vietnam, que los rabdomantes de la Marina habían ubicado satisfactoriamente, con sus varillas en L, varios refugios y túneles enemigos.
“En estos tiempos de artefactos nucleares todavía hay lugar para los antiguos métodos, al menos para quienes creen en ellos”, comentaba con entusiasmo un boletín militar.
La radiestesia militar, como admiten los propios zahoríes, no tuvo un final feliz. Un manual comenta el caso —no sé si apócrifo— de Víctor Mertens, un zahorí que predijo la fecha en la que retornarían a sus hogares los prisioneros sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial.
Ricardo Gerula, que cuenta la historia, excusa a Mertens: en lugar de “sintonizarse” con la realidad, lo hizo con el inconsciente colectivo. Y este, cuando está aterrorizado por los nazis, tiende a equivocarse.
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Geomancia, líneas ley, cromoterapia, feng shui, dispensadores de ondas, electromagnetismo, radiónica, zonas geopatógenas, cosmotelurismo, biotensores, prótesis para el dedo y el cerebro.
Falta mucho; falta todo. Hay libros y congresos, radiestesistas magos y rabdomantes físicos, charlatanes —por ignorancia o maldad, lo son todos— y novelistas. El mundo del zahorí es un territorio que la ficción ha tocado poco.
Por mi parte, abandoné mi péndulo en una gaveta. El cascarón de baquelita se rompió y liberó la arenilla de cuarzo que tenía dentro. No progresé, como decían los que me entregaron aquel objeto de Tlön, que se deshizo en mis manos la última vez que lo vi.
Del mundo oculto, de mis zahoríes y fantasmas, sobrevive tan solo esta libreta.
Cuba, tradición e imagen (I): El mar es nuestra selva y nuestra esperanza
Por Reinaldo Arenas
“El mar es lo que nos hechiza, exalta y conmina. La selva, como el mar, es la multiplicidad de posibilidades, el misterio, el reto. El temor a perdernos y la esperanza de llegar”.