Pocas naturalezas son impolutas ante el deseo, toda carne es moldeable, llegado el caso. La perversidad es poseer esa carne contra la voluntad del otro. A menos que el interesado se valga de la persuasión…
Conocí hombres a los que no se les podía tocar con un pelo el trasero, esos que nunca han mostrado un ápice de amaneramiento, ser los primeros en ceder y disfrutar con otro del mismo sexo.
De hecho, una noche, en mi barrio, en el pasillo de la casa contigua a la mía, observé a Carlos y a José en poses amatorias. El primero se dejó desabrochar la portañuela por el segundo. No vi señales forzosas, sino que parecía algo pactado previamente.
José sabía hacer un perfecto círculo ardiente con sus labios. Carlos dejó a su falo entrar en ese círculo como observador de la escena y a la vez participante. Eran más de las dos de la mañana y yo venía de una cita, cuando los vi.
Ambos distorsionaban la norma, inmersos en un placer prohibido. Pero, ¿qué es lo prohibido? Si, en definitiva, probar algo que deseamos es lo que nos anima a vivir plenamente.
No pude sustraerme a la imagen y los miré con una sonrisa cómplice. Ya nada podría asombrarme. Carlos nunca se inclinó por el lado homosexual, más bien era masculino y tosco. A diferencia de José, que era una luminaria andante, tanto en su colorido vestuario, como en su contoneo al caminar.
Hay misterio en el sexo. Pienso que, si nos sometemos a la escala sexual de Kingsley, quizás podamos descubrir que no somos realmente de un sexo definido, sino parte y parte.
Puede que nos atraigan personas del mismo sexo en un momento. Según aquellas encuestas anónimas hechas en los años cincuenta, podemos clasificar como heterosexuales, bisexuales, con tendencias homosexuales.
En el Turf, uno de los clubs más oscuros que había en El Vedado, las parejas iban a conversar, bailar y tomar cocteles. Además, servía para tantear la mercancía antes de probarla.
Amueblado con sofás adosados a las paredes, en hilera, la oscuridad permitía hacer movimientos libertinos. Meter las manos y las bocas y hasta conseguir posiciones más ardientes.
Una noche en que me hallaba en tal sitio con mi novio, presencié cómo una pareja se intercambiaba. Los hombres y las mujeres se sentaron juntos. En el sofá delante de nosotros, los dos hombres hablaban muy bajo. Luego se sintió el frotar de las carnes y ligeros gemidos. No sé si alguien más se dio cuenta de lo que estaba pasando. Al cabo de un rato, las parejas volvieron a su orden.
Yo siempre he andado con algún gay. Con José iba a menudo a la Cinemateca, a disfrutar de cine “artístico”. Vimos Querelle, dirigido por Fassbinder, basado en la novela homónima de Jean Genet.
En aquella época no existía internet y tampoco sabía que el autor fue en su juventud, puto y delincuente, luego de una infancia complicada, y que asumió la marginalidad como una manera de sobrevivir.
Su escritura es vigorosa y poética y, al mismo tiempo, se vale de un lenguaje soez. El carácter homosexual de su obra reverencia a los degradados y estigmatizados socialmente.
Querelle funciona similar una obra de teatro, con decorados estáticos, una iluminación en la que predominan los colores rojizos y naranjas, ya sea de noche o de día, con el sol ausente, cual si fuera vedado para los personajes ese candor que propagan los rayos solares.
Envueltos en estado de sordidez perpetua, la violencia y el sexo condicionan a sus habitantes, y particularmente a los forasteros; los tripulantes de los barcos marinomercantes que arriban en busca de solaz en los bares y burdeles de la ciudad portuaria.
Hombre con hombre, se despojan de sus disfraces, en la medida que alternan en caricias sigilosas, obscenas, escondidos en los recovecos de la ciudad. El mástil del barco es un gran falo que viene a arrasar la ciudad de Brest.
En todo universo perviven secretos que no logran concretarse ni expandirse, sino que se van volcando en meditaciones. Senblon, el oficial que está a cargo del barco, donde Querelle trabaja como marinero, es un Dios en estado contemplativo. Su mirada es ávida sobre esa espalda húmeda, esculpida con frenéticos músculos que se mueven mientras limpia sus botas o palea carbón.
Le atrae su brazo velludo y su mano de dedos largos cuando se lleva el cigarro a la boca. Y esos ojos que rutilan al mirarlo de frente, tratando de adivinar su secreto. Él sabe bien lo que anhela su jefe y lo hace sufrir con su apatía, mostrando su torso húmedo y apetecible.
Senblon, es un hombre alto y fornido. Sin embargo, por debajo del uniforme se siente mujer, con un sexo blando, que luego se endurece al tocarse, mientras observa a Querelle desde lejos.
Sería capaz de arrodillarse para acariciar y lamer el pene de Querelle y, al mismo tiempo, dejar que le propine una paliza.
Su atracción lo conmociona y enerva, tanto que apenas hay diálogos entre ellos, sólo las ordenes que le da como subordinado.
Encerrado en la soledad de su cabina, usa una grabadora para dejar constancia de sus reflexiones. El soliloquio es una manera de librarse de su frustración, al no poder canalizar el ingobernable deseo.
Al bajar a tierra, camina por un pasaje donde hay un cristal con penes dibujados. Y a su vez, escribe con tiza: “Joven necesita muchachos de penes grandes”. E inmediatamente dibuja otro pene con sus testículos.
Querelle es un asesino que mata a uno de sus compañeros. Para expiar su culpa se deja sodomizar por Nono, el dueño del bar.
José, el gay de mi barrio, es como un personaje de la novela de Jean Genet, experto en engañar a los muchachos con regalos, simulando ser extranjero, y soltando unos billetes y prendas usadas a cambio de obtener vergas.
Le vi amenazar a un joven y luego romper con una tijera una de sus camisas, cuando el chico se la quitó y no le permitió poner su boca allá abajo.
Imagino que el karma a menudo devuelve el golpe, y eso le ocurrió a José, cuando Frank, el drogadicto de la cuadra, una noche que llegaba de fumar, lo agarró por el brazo y lo metió en el mismo pasillo (donde se colaban todos cuando no había otra opción), le bajó los pantalones y calzoncillos hasta los tobillos y, prácticamente lo violó.
Después conoció a un policía, que aceptaba sexo por dinero. El error fue llevarlo a su apartamento. Al rato de irse, se percató que, en la vitrina de la sala, había desaparecido el cenicero de cristal de Murano. Era un policía ladrón. Y obviamente, nunca más regresó a buscarlo.
En el arte y en la vida, el carácter gay quiebra las reglas y no tiene que ser necesariamente amoral. Pienso ahora mismo en David Hockney, artista pop inglés, que impactó en los sesenta y aún sigue activo. La recreación sugerente, sensual, en sus cuadros de las piscinas. Hombres con sus cuerpos flotando sobre balsas. O expuestos al sol, con el trasero al aire, en duchas. Los colores del verano sobre esas pieles tostadas.
Me llama la atención, Portrait of an Artist (Pool with two figures), llamado Retrato doble, donde hay un hombre sumergido en una piscina y otro completamente vestido frente a él, observándolo. Cualquiera puede imaginar la historia que hay detrás, ¿una historia de amor o una irresistible atracción?
Acaso la sublimación gay se alcanza, absolutamente, con Muerte en Venecia, el largometraje de Luchino Visconti. En las escenas, bajo el influjo de la Sinfonía de Mahler, sentimos el arrobamiento del protagonista por el adolescente; ese objeto del deseo inalcanzable, negado, sin la posibilidad de un acercamiento.
En esa ilusión radica lo inapresable del verdadero goce.
Todos los peores humanos (I)
Por Phil Elwood
Cómo fabriqué noticias para dictadores, magnates y políticos.