‘Lolita’ y la seducción de Vladimir Nabokov

El mérito mayor de una novela como Lolita, escrita directamente en inglés por el escritor ruso emigrado Vladimir Nabokov, consiste en haber transformado para siempre en arte genuino una historia que, con persistencia (y algo de razón), se encuentra siempre en peligro de caer en la procacidad de una aventura sentimental encubridora de grandes dosis de deseo y de sexo, y que para colmo se constituye en uno de esos argumentos llenos de tópicos y torceduras predecibles. 

No interesa para nada el ambiguo orden clínico donde ha podido agitarse, desde la publicación del libro en la parisina y liberada Olympia Press, un tipo de crítica moral que enfoca las cosas con esta horrenda simpleza: un hombre maduro seduciendo a una joven menor de edad y llevándola hasta coitos seriados y ásperos para después perseguirla mitológicamente y dar muerte, en el desenlace de la trama, a su corruptor inicial. 

La ficción terca y admirable de esa certidumbre cotidiana, en medio de tantos Humbert Humberts y tantas Lolitas sin raza ni nacionalidad, es un accidente grato y aleccionador en la historia de la literatura del siglo veinte. 

Ya Nabokov lo había dicho: “Es muy cierto que mi novela contiene varias alusiones a los imperativos fisiológicos de un pervertido. Pero después de todo no somos niños, ni delincuentes juveniles analfabetos, ni alumnos de escuelas públicas inglesas que, tras una noche de juegos homosexuales, deben soportar la paradoja de leer a los antiguos en versiones expurgadas”.

Llena de cínicas sutilezas que, a la larga, pertenecen al orden de la aventura lingüística, la andadura de los personajes —el seductor Humbert Humbert y la seducida Dolores Haze— es una huida que se disfraza de viaje o de excursión sin ton ni son, llena de regalos para que ella no se aburra ni sospeche que lo peor se avecina y para que él se sienta tranquilo antes del próximo zarpazo. 

Nabokov se sitúa en la piel de ese hombre encarcelado —por embaucar con absoluta deliberación a una niña de trece años, pero sobre todo por matar al tal Quilty, un erotómano libretista y sodomita industrioso— que cuenta en primera persona cómo sedujo y se dejó seducir, cómo amparó, arropó, alimentó y educó en el amor a su niña perversa. Cómo le dio, al final, consejos elementales para vivir y hacerse de una familia. 

Nabokov es un narrador gótico: escribe en un oculto y lento estado de lírica, acompasadamente, hilando sus cuerdas finas en el nivel mismo de los sonidos. Se apropia del tono de las grandes odas, de una lengua ajena, el inglés, y al conocerla demasiado bien, al conocerla desde afuera como el entomólogo a sus mariposas secas y traspasadas por agujas, urde el significado con la paranoia de quien lo conecta todo con todo, jugando sin prisa con el doble sentido. 

Y nos explica que es imposible evitar la fascinación que ejercen las nínfulas o ninfetas, esos especímenes hembras que no abandonan la niñez ni entran en la condición de mujer, que evitan el aseo, acceden aún a las muñecas, tienen caderas estrechas, observan con estupor indiferente el vello púbico propio y se descuidan, en faldas, al alzar una pierna o lamer un caramelo.

Un narrador gótico, empapado como he dicho del rumor de las odas y que se da al tono elegíaco, no es alguien que se entiende con fantasmas sangrientos ni con castillos en ruina, aunque así pueda ser. Me refiero al gótico no teatral, y sí desazonador, de quien escribe una historia y nos comunica la sensación de que algo atroz o banal está sucediendo, mientras avanza en el relato hacia un final de índole poemática. 

Nabokov trabaja con una materia fácilmente combustible: un seductor que emplea su paternidad para acceder al goce de una jovencita de doce o trece años. Sabe que no puede describir, como el pornógrafo, los actos de goce. Sabe que tan sólo puede sugerirlos o bordearlos por medio de circunloquios (“dementes conatos que me dejaban exhausto y transido de azul”). 

La sugerencia podría ser obscena, y, sin embargo, no resulta así. Nos lleva a la metáfora elegíaca, a los símiles de lo perdurable. Y todo por esa palabra misteriosa, la palabra amor. Una palabra a la cual se llega y que se cumple, sin embargo, en este libro tremendo, en el contexto de las materias resbaladizas y los suspiros.

La llamada novela tradicional topa aquí con un transgresor de primera magnitud, un provocador que conocía muy bien las formas de ese género. Con deliberación —con nocturnidad y alevosía— compuso Nabokov su novela yendo siempre contra la corriente. Sus metáforas, por ejemplo, exhiben una pasmosa oblicuidad, o se prolongan, escinden, y a veces incursionan en el matiz doble, o en la cita culta. 

Nabokov usa no una marca de inglés de segunda mano —y esta es su tragedia privada al no poder expresarse en ruso: I had to abandon my natural idiom /…/ for a second-rate brand of English—, sino un estilo que se forja dentro del artificio y la herencia de lo mejor de la poesía en la lengua de Shakespeare.  

Lolita es, así, un texto vanamente traducible. El Nabokov procaz es legible sólo en inglés. En español, tratamos con un Nabokov tibio. Cuando Humbert Humbert se refiere a las fornicaciones con la muy usada Lolita, habla de su espalda quejosa y alude también, con un estupendo uso de la polisemia inglesa, a sus caderas en acción: Lolita, light of my life, fire of my loins. El traductor escribe: “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas”. ¿?¡!   

Estos y otros muchos detalles conforman un sistema de referencias en torno a la seducción. Es ese sistema el que explica Nabokov mediante el recluso Humbert Humbert, quien no teme confesar el hechizo al que ha sucumbido ni las mañas de que se valió para hacerlo realidad en los cuerpos. Ni más ni menos que el trabajo que se tomaría el propio Nabokov en contarnos el proceso tras el cual se apodera de sus mariposas. 

De cierta manera, y sin los ingredientes de los géneros policial y de suspense, Lolita es una novela que tiene rasgos de ambos. Humbert Humbert es como aquel asesino que cuenta la historia de su crimen, o mejor: cómo se acercó envolvente a su víctima, la atrajo con sincero afecto y se apoderó de ella sin forzarla a nada. 

Alicia y Carroll son los antecedentes más ilustres y peligrosos de estos amantes de palabras —y es cierto que el papel lo aguanta todo, hasta la sublimidad de los fornicios condenados por la ley—; los muy estudiados harapos de Alicia, con su carne joven entrevista, inauguran la fotografía compuesta o una especie, si nos empeñamos, de soft porno, paralelo al de von Gloeden entre 1890 y 1910 y su serie de jóvenes de Taormina, verdaderos restos del amor romano imperial, junto a las ruinas de una arquitectura con la que tapó von Gloeden el secreto fulgor de su lente.

La edición de Lolita que he solido leer es la séptima reimpresión de aquella edición que hicieron Putnam’s Sons en acuerdo con Olympia Press en 1957, que para el caso viene a ser la primera en territorio norteamericano. Pero prefiero la que hizo Penguin Books —un pocketbook más manejable, pero con una letra algo pequeña—, en cuya cubierta se halla la reproducción de un lienzo de Balthus titulado Niña con gato

El gran Balthus entra en la mirada de la nínfula como un ladrón. Ella cruza los brazos detrás de su cabeza y levanta la pierna izquierda con la despreocupación que ya conocemos. Otra niña, la de una fotografía desparpajosa del pintor Kirchner —Fränzi y Junge en el estudio de Brücke en Dresde, Berliner Strasse, 65—, sí tiene en los ojos la marca de las civilizaciones que han conocido la decadencia y algo de la destrucción. 

Lolita, sin embargo, es hija de una nación joven: va a campamentos mixtos donde se forja el carácter, las jóvenes y los jóvenes se masturban unos a otros y se cree en el mito de la gimnasia al aire libre.

Pero la Norteamérica nabokoviana es, creo, el invento de un ruso blanco desde la óptica de Europa, un paisaje envolvente que en la segunda posguerra era apenas el resultado de una pasión manierista del estilo. Humbert Humbert tiene sobre los hombros todo el siglo dieciocho francés (con su Enciclopedia y su sensualidad), todo el descoco victoriano. Diderot, Laclos, Beardsley y Harris.[1]

Con Lolita, aparecida por primera vez en 1955, su autor escribió una novela-ensayo cuyo texto es pródigo en disquisiciones acerca del tema de la seducción, la hipocresía moral, el libertinaje inadvertido y lo que es muy importante: la naturaleza logocéntrica del deseo. 

El narrador, preso, espera una sentencia que no llega: se dirige al jurado ilusorio, se burla de las frígidas damas que van a enjuiciarle, hurga en los detalles de su aventura, los tensa hasta la subjetividad más escandalosa, y procede a demostrar su inocencia, pues ha sido él la víctima de una fascinación irresistible y ha liquidado, de paso, a una garrapata de la sociedad. 

Analiza las fluctuaciones de su deseo, nos mete en la cama con él y Lolita. Sentimos el sudor, la vibración, la ternura final. Sentimos la orgullosa valentía de la nínfula al manipular, con temor secreto, el sexo de Humbert Humbert. Y sentimos su goce, a maña y saña debido, al poner a Lolita en una situación de absoluta dependencia: sólo después de un largo, placentero, definitivo, humillante y divertido ejercicio sexual, le informa él a la niña que su madre ha muerto en un accidente y que nadie salvo él podrá cuidarla ahora.

Ese es el punto donde termina la primera parte de la novela y empieza la segunda y última, la de los viajes locos, las andanzas fugitivas que intentan ser una diversión, una partie de plaisir. A partir de aquí Lolita cobra un colorido casi barroco, de una suntuosidad extraña. 

Los sitios, los paisajes y las gentes se multiplican. Humbert Humbert intenta echar raíces con su hijastra-amante engañando a todos, pero fracasa. Y como el proceso de la supuesta scientia sexualis queda muy atrás —ella no se queja ya, ni el narrador dice, como puedo leer en mi querida edición Penguin: she said she could not sit, said I had torn something inside her—,[2] Humbert Humbert se esmera en recombinar e intensificar con refinamiento sus intercambios amorosos. El lenguaje de la historia brilla aún más en proporción directa al brillo del fortalecimiento de la conquista del cuerpo.

Pero el asedio no cesa ni con la gripe de esta Lolita que poco a poco se transforma en Dolores Haze y que ya es, para su siniestro y patético guardián, una Venus febriculosa: él la posee en medio de la enfermedad y encuentra incluso allí placeres ignotos.

Nos encontramos contemplando una novela excesiva, grandilocuente, pero que en secreto construye su parodia, su doblez. Es una ingenuidad suponer que Nabokov ignoraba el atributo rocambolesco de la trama, y esta razón autoriza a comprender el argumento en términos paródicos, al mismo tiempo que induce a buscar sus modelos en ciertos discursos amorosos generados al por mayor. 

Una novela afín a un kitsch razonado, escrupulosamente burlado por una escritura que se pone de continuo en entredicho y que involucra elementos ornamentales congruentes, unas veces, con el art nouveau, y otras con esos estilos caracoleantes que Joyce practica en algunas zonas de Ulises

La fusión despide un resplandor único y pone en evidencia los liosos nexos entre cierta estética del decorado rosa (pero de un rosado perverso, testarudamente vicioso) y los rasgos de un barroquismo subterráneo.

En un ensayo sobre Nabokov que publiqué hace algunos años escribí que Lolita es la huella, impresa con precariedad tremenda, del paso de un equilibrista espectacular sobre la línea que separa ficción de literatura. Esa precariedad es, me parece, la de un amante del lenguaje y sus juegos posibles, y se evidencia en la aparición-desaparición de Nabokov en la escritura misma, en el tejido que nos proporciona con insistencia y desdén, con voluntad y desapego. 

De la lírica arrebatada a la autoparodia, pasando por una objetividad proustiana —esa misma objetividad que se pone en crisis gracias a su ambición de superficies—, el aristocrático Nabokov se esconde tras un varón babeante de deseo y ternura, y traza la historia de esta pasión única que se desborda con el paso de los años y se trueca al final en mito voluptuoso.

El corpóreo sueño de Humbert Humbert, un conservador a la vieja usanza europea, huye con quien será su marido, un mecánico torpe y bonachón nombrado Richard Schiller. Lolita va a tener un hijo de este y le escribe una carta a aquel pidiéndole ayuda. Lo llama papá

El papá (abuelo súbito, además) acaba encontrándola, le da dinero y la invita, desesperado, a irse con él. Allí, en medio de la escena —la destartalada casa de la Sra. Dolly Schiller—, Humbert Humbert se da cuenta de la magnitud insostenible de su amor. Lolita se niega a regresar. Y él rompe a llorar como nunca lo había hecho.

Aquí entra el Nabokov pindárico. O más hacia acá: el Nabokov en quien creemos oír las odas simultaneadas de Donne, Wordsworth, Keats y Kipling. 

Sin embargo, para un vanguardista aristocratizante, que juega con el lector como con un pez a punto de ser izado a bordo, Nabokov nos revela lo que ya sospechábamos: que la muerte (episodio extraordinario) del emporcado Quilty está en la raíz no de una venganza oscura, sino en un amor profundo que retrospectivamente aquilata el mal del origen y lo encuentra allí, en un talentoso inversionista de la industria pornográfica. 

Quilty no había buscado la satisfacción de Lolita. Simplemente la había atraído al sexo grupal y la había obligado al dolor antes de que ella huyera. Y cuando Humbert Humbert está a punto de matarlo, escribe: to wander with a hundred eyes over his purple silks and hirsute chest foreglimpsing the punctures, and mess, and music of pain… To know that this semi-animated, sub-human trickster who had sodomized my darlingoh, my darling, this was intolerable bliss!

El traductor traidor se traga algunas cosillas[3], pero lo importante aquí es la noticia de la sodomización de Lolita, un hecho que enloquecía a Humbert Humbert y que lo precipita ahora, definitivamente, en una angustia autoaniquiladora que ya no lo dejará salvarse. 

Comprende que a nada ni nadie en la tierra había amado tanto, mata al guilty Quilty (¡culpable! ¡culpable!), se entrega y confía en las capacidades representacionales del lenguaje para contarnos la agridulce tragedia de ese amor. Un amor que, como el mismo narrador nos dice, se originaba en el deseo monstruoso y saciado, huía a la ternura y de esta volvía, en renuevo vil, otra vez al deseo y el hartazgo transitorio.

¿Por qué Lolita es una obra maestra? Porque su autor se atrevió a teñir con colores diversos, en una incandescente contrastación, el relato escueto de una pasión, un amor y sus detalles predecibles. Y porque al hacerlo alcanzó a simularlo casi todo —frialdad, ridículo, desprecio por el sentimiento y sus opuestos naturales— sin abandonar por un instante su auténtica fidelidad, su único credo: la belleza imperecedera del gran arte.





Notas:
[1] Y también los ambientes berlineses de la primera posguerra, visibles en los lienzos testimoniales de Otto Dix.
[2] “Me dijo que no podía sentarse, que yo le había roto algo adentro”.
[3] Cosillas de importancia en el caso de una obra maestra, por Dios. Él dice: “Errar con cien ojos sobre sus sedas purpúreas y el pecho hirsuto, previendo los agujeros… Saber que ese canalla semi-animado, infra-humano era el que había sodomizado a mi amada… ¡Oh, amada mía, esa era una bendición suprema!” Yo, con humildad, escribiría: “Vagar con cien ojos sobre la seda púrpura y el pecho hirsuto, calculando las perforaciones, el desorden, la música de su dolor… Saber que ese canalla semianimado, infrahumano, era el que había sodomizado a mi amada… ¡ese sí era un placer intolerable!