A la filantropía se le pudiera diseccionar con un corte, digamos, genealógico. La fortuna, como el infortunio, suele estar dentro del paquete de “lo que se hereda no se hurta”. Puede que no se hurte porque ya estaba previamente hurtado.
No sé si escribiendo esto logre dar respuesta a un repetido anhelo de mi madre que rezaba: “Ah, si yo fuera la nieta de Rockefeller…”
Si mi madre hubiese sido nieta del gran barón (que no varón) del petróleo, hubiese podido dedicarse a lavar la imagen familiar con lo que fácilmente tenía a mano, es decir, con dinero. Hubiese regalado dinero a manos más o menos llenas, por amor al hombre, al arte y a otras causas altruistas. Hubiese podido donar a la ópera, a algún zoológico. Hubiese ayudado a comprar un inmueble para una causa justa, pero igual podía repetir la compra de un collar y una tiara de diamantes para una perra por unos dos millones de dólares, como hiciera la verdadera hija del magnate.
Leyendo una biografía llamada El Cristo ario, me entero de que Edith Rockefeller McCormick fue una persona decisiva en procurar que la obra de Carl Gustav Jung se tradujera al inglés y, por ende, terminara influyendo en los círculos norteamericanos de consumo sicoanalítico, justo cuando Europa se dedicaba al patético asunto de guerras y entreguerras.
Todo empezó cuando Edith recurrió a los servicios del sicoanalista suizo a causa de una depresión muy profunda por la muerte de dos de sus hijos, pero lo cierto es que pudo haber sido tratada también por alguna que otra excentricidad síquica, como aquella de confesar que se había reconocido en la momia de la novia niña del rey Tutankamón, cuya tumba acababan de descubrir gracias a un aguador egipcio de diez años, que no recibió el mérito, por supuesto.
Reencarnaciones aparte, Edith fue una mujer dadivosa no solo con Jung, sino con otros creadores como el propio James Joyce, a quien secretamente asignara un estipendio de unos diez mil francos, repartidos en el plazo de un año para propiciarle que terminara el Ulysses.
¿Cómo habrá reaccionado Edith al enterarse de que al ser publicada la novela del irlandés fue acusada de pornográfica y acabara como pasto de las llamas en varios lugares simultáneamente? Si bien nadie sabe para quién escribe, mucho menos pudieran saber otros a quiénes patrocinan.
Quien sí supo muy bien contra quién escribía, fue una mujer contemporánea con Edith, de nombre Ida Tarbell. Para ella, el apellido Rockefeller era otros cinco pesos. Pronunciarlo era rememorar la llamada “Masacre de Cleveland”, donde no corrió la sangre sino el petróleo, que bien se sabe que sale de las entrañas de la tierra, pero, ¿de qué entrañas nace el dinero, el capital?
El padre de Ida Tarbell fue uno de los perdedores de esa masacre, pero al menos quedó con vida. No así su partner, que se suicidó al quedarse en la ruina total.
No industry of man in its early days has been more destructive of beauty, order, decency than the production of petroleum. Y no se refería solamente a las pesadillas que padeció toda su vida, luego que viera a escondidas los cadáveres de las mujeres a quienes les explotó una cocina, o a ese sobreviviente de otra explosión que llegó todo desfigurado y a rastras a su casa, y a quien su madre cuidara hasta su muerte unos días después.
No, se refería a los siniestros mecanismos con los que la Standard Oil se convirtió en el poderosísimo imperio que llegó a ser. La fortuna de John Rockefeller, el patriarca, tiene su fundamento en el dolor y la extorsión de los pequeños productores de su tiempo. Ahí se cumple con creces aquello de que “el pez grande se come al pequeño”.
Ida Tarbell vivió para contar esos desmanes en un libro que la propia Standard Oil mandó a destruir luego de publicarse en 1873. Por suerte, la sagaz periodista pudo encontrar un ejemplar invicto en la biblioteca pública de Nueva York.
Si seguimos refraneando, tendremos que incluir a “de tal palo, tal astilla”, considerando la clase de padre que le tocó al muchacho antes de ser todo un magnate. De William Avery se cuenta que fue un gran estafador que se hacía pasar por sordomudo para vender remedios milagrosos, que incluían el aceite de serpiente y otras pócimas. No por gusto le llamarían Devil Bill.
Pero “dios los cría y el diablo los junta”. Más tarde, su hijo, el ambicioso John, se unió al gran hombre de los ferrocarriles, Cornelius Vandervilt, para arrasar con los pequeños productores del oro negro, que los nativos americanos conocían desde mucho tiempo atrás y nunca se dispusieron a “explotarlo”, pero sí a beneficiarse de sus bondades como medicina y combustible.
La alianza de estos dos poderes implicó todo tipo de métodos para “masacrar”, desde sabotaje, chantaje, destrucción y daños a envíos, hasta amenazas, intimidaciones, altas tarifas y ningún privilegio de compensación, mientras que la Standard Oil recibía indulgencias y precios especiales por concertaciones mutuas.
Los afectados respondieron como pudieron: con marchas con antorchas, con denuncias, pero irremediablemente perdieron la batalla. En 1851 la Standard Oil controlaba el 95% de las refinerías petroleras de todo Estados Unidos.
La periodista Ida Tarbell, quien creciera respirando, comiendo y durmiendo sobre el petróleo, supo de su sabor amargo y su veneno, y se convirtió en la piedrita en el zapato del gigante neoyorquino. Voluntariosa e inquisitiva como era, en su momento quiso conocer al ser humano que estaba detrás de este fenómeno que cambiaría la faz del capitalismo, tal como se le conocía hasta entonces.
Al no lograr un encuentro de tú a tú, Ida Tarbell se apareció en la iglesia bautista a la que invariablemente asistía el ya viejo barón, que, como era su costumbre, ese día también le habló a la multitud. ¿De qué virtudes y bondades cristianas les habrá hablado en su prédica?
No vean contradicción en esto. Recordemos a Max Weber y su análisis de la relación entre protestantismo y dinero, su particularidad de ver con buenos ojos el enriquecimiento como una señal de salvación. También, el viejo pudo defenderse argumentando que era casi un asceta en sus gastos, que no aprobaba las excentricidades en el uso de la fortuna, como podía hacer su hija Edith, la que se llenaba los bolsillos con moneditas de diez centavos para repartir a los desconocidos en las calles.
El pueblo norteamericano agradeció su donación generosa para erradicar el devastador parásito llamado anquilostoma. No olvidemos que sí bien existe el lavado de dinero, también existe el lavado de conciencia.
Es así que un hombre ruin se convierte en un hombre admirado. “Detrás de toda gran fortuna hay un crimen”, es una frase atribuida a Balzac, que sí era un verdadero escritor.
Think big and kick your ass es uno de los títulos con que el magnate y presidente Donald Trump nombró uno de esos libros que se adjudica haber escrito. Tal vez debió decir “think big and kick THEIR asses”, para ser más “justos”. Hablo del mismo hombre que quiere levantar las restricciones a la extensión en suelo norteamericano del oleoducto Keystone XL Pipeline, que partiendo desde Canadá atravesaría tierras de reserva indígena, representando un peligro para su supervivencia y para el medioambiente de forma más que notable. La tierra, el agua, el ecosistema, todo puede ser sacrificado cuando se puja por los intereses de las compañías del gas y del petróleo.
Recuerdo que, siendo niña, pude hojear algunos ejemplares de lo que era “un rezago del capitalismo”: las revistas Selecciones del Reader’s Digest en español, que en mi casa conservaban. Me atrapaba en particular un paisaje de una belleza singular que anunciaba servicios de revelado fotográfico: “Los laboratorios Esso hacen maravillas con el petróleo”.
Esso fue uno de los varios baby trusts en los que tuvo que compartimentarse la Standard Oil, luego de que el presidente Roosevelt firmara el Sherman Antitrust Act. Paradójicamente, el pulpo lejos de debilitarse se fortaleció con estas subdivisiones. Ya saben, “el gato siempre cae de pie”, pero lo que me queda claro que con el petróleo se hacen maravillas y atrocidades también.
Pero si me dieran a escoger entre haber sido un vástago de Rockefeller o la piedrita en el zapato que fue Ida Tarbell, ya se imaginan qué preferiría. La periodista terminó sus días en una granja cultivando la tierra, como el Cándido de Voltaire, aunque su candidez era mínima.
Había hurgado bien adentro en la contradictoria naturaleza humana y sabía de qué están hechos algunos hombres y en qué descansa su poder. Seguramente, el olor de la tierra le fue mucho más gratificante que el que despedían los asfixiantes campos de petróleo de su infancia.

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