Los estudiantes y su mito

La lucha estudiantil era uno de los mitos más perdurables de la revolución cubana. Esa revolución que, según el Máximo Artífice del mito, había empezado en 1868 con las guerras de independencia y concluyó con su entrada triunfal en La Habana en 1959. 

Los estudiantes luchaban porque los gobiernos eran malos. Ergo, si después de 1959 no enfrentaban al gobierno, era porque este era bueno. La lógica totalitaria del abusador: si tu mujer no se atreve a contradecirte significa, obviamente, que eres un magnífico esposo y que ella te adora.

Como cualquier mito, el de la lucha estudiantil se sostenía sobre hechos concretos, medias verdades y mentiras descaradas. Una realidad es que, a partir de su enfrentamiento al machadato, la Universidad de La Habana se había erigido como símbolo de la indignación ciudadana frente a los desmanes de los sucesivos gobiernos. Tanto que, en reconocimiento de ello, la constitución de 1940 había refrendado la autonomía de la única universidad cubana en ese momento. 

Se hablaba bastante menos de la corrupción que se había engendrado a la sombra de ese estatus simbólico, o cómo la autonomía universitaria sirvió de refugio al pistolerismo practicado, entre otros, por el mismísimo Fidel Castro. A punta de pistola, lo mismo se podía mejorar la nota de una asignatura particularmente difícil que obtener apoyo en la candidatura a ser presidente de curso, de facultad o de la mismísima FEU. 

De ahí que las elecciones a la presidencia de la Federación Estudiantil Universitaria casi siempre estuvieran marcadas por la violencia, el soborno, la extorsión y los manejos más oscuros. 

Tampoco se hablaba de que el ascenso de José Antonio Echeverría a la presidencia de la FEU también estuvo marcado por el pistolerismo y la violencia, aunque de signo contrario y con impulso decididamente revolucionario. Ni que la creación del Directorio Revolucionario (del que los estudiantes no eran la totalidad de los integrantes, incluso en tiempos de mucha laxitud sobre la condición de estudiantes) fue una manera de secuestrar el prestigio político de la universidad en favor del enfrentamiento a Batista: en esa y en cualquier época la oposición frontal al régimen de turno siempre fue cuestión de minorías. 

Mucho menos se decía que en el acto más heroico que se le atribuye al movimiento estudiantil (el asalto al Palacio Presidencial el 13 de marzo de 1957 con el objetivo de matar a Batista) los estudiantes habían tenido una participación claramente minoritaria. 







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Tanto las armas como la inmensa mayoría de los atacantes pertenecían a grupos afiliados al ex presidente Carlos Prío. Solo el asalto a Radio Reloj contó con una composición mayoritariamente de estudiantes. 

Todavía pocos saben que si hoy se le atribuye al Directorio Revolucionario la autoría del ataque es porque, en la repartición de méritos revolucionarios, Fidel Castro decidió arrebatarle todo el capital simbólico de esa acción a Prío y sus seguidores para entregárselo a sus nuevos aliados del Directorio Revolucionario. Después de todo, Faure Chomón. el líder sobreviviente del DR tras la matanza de Humboldt 7, no era José Antonio Echeverría.

Como sabe cualquiera que haya alcanzado cierta adultez mental, una cosa es el mito y otra muy distinta la realidad. Santa Claus (o los Reyes Magos) son los padres. Y los regalos no se compran con buen comportamiento. 

Fidel Castro tenía claro que para ejercer su poder a plenitud tenía que debilitar el poder de los universitarios. Por eso, su primer discurso tras su llegada a La Habana, o sea, al centro del poder del país, estuvo dirigido a destruir todo el prestigio acumulado por el Directorio. Su pregunta retórica “¿armas para qué?”, estaba enfilada a desarmar literal y simbólicamente al Directorio y erigirse en la única fuerza (armada) legítima de la revolución triunfante. 

Pocos entenderían por qué, en las siguientes elecciones de la FEU, Fidel favorecería al candidato del DR, Rolando Cubelas, frente al de su propio Movimiento 26 de Julio. Pero cuando se sabe que el candidato del M-26-7 era Pedro Luis Boitel, quien devendría en uno de sus más encarnizados opositores, se comprende y reconoce la maquiavélica intuición de Fidel Castro para manejar a sus contrarios. 

La creación de planteles universitarios por todo el país y la reforma del funcionamiento de la FEU, bajo el pretexto de aumentar las oportunidades de acceso a la enseñanza superior y democratizar el funcionamiento del órgano estudiantil, estaban encaminadas de hecho a eliminar toda capacidad del estudiantado para organizarse y participar en la vida política del país como algo más que como propagandistas del régimen.

Hasta hace unos días el plan funcionó bastante bien. En varias ocasiones, hubo zafarranchos de descontento, pero la sangre no llegó al río ni el escándalo al resto de la población. 

En los setenta, al mismísimo Fidel Castro le habían llamado autócrata en sus propias barbas en la Universidad de Oriente. Y en octubre de 1987 los estudiantes de periodismo de la Universidad de La Habana, en una reunión a puertas cerradas en el Palacio de la Revolución, cuestionaron sus faraónicos planes constructivos y el culto a su personalidad. Por esa misma época, los estudiantes de la Universidad de La Habana intentaron resucitar la autonomía universitaria, exterminada en 1959. 

No era poco lo que debían enfrentar los estudiantes, entonces y ahora: un profesorado “depurado” y cribado por décadas, mayormente obediente y acobardado; una organización (la FEU) que lejos de representarlos los controlaba a ellos; la vigilancia permanente de la Juventud Comunista unida a la de la Seguridad del Estado, algo menos visible pero presente en los centros de enseñanza en una proporción desconocida por otros sectores de la sociedad. Y, encima de todo, el inconmensurable peso del mito.

Que después de tantas décadas de silencio opresivo y compacto los estudiantes hayan conseguido romperlo con una movilización nacional contra los últimos abusos del monopolio telefónico de Etecsa, nos habla del grado de hartazgo a que ha llegado toda la sociedad. 







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Que la protesta haya escalado inmediatamente, de protestar contra el aumento de las tarifas telefónicas a cuestionarse el modo en que el Estado hace uso de las empresas y toma decisiones que afectan a todo el pueblo, nos habla de algo más que de pura reacción a medidas puntuales. 

Los universitarios cubanos, tan hambreados y oprimidos como el resto del pueblo, han demostrado no ser los tontos obedientes que asumían sus opresores y no pocos en el exilio.

El aplastamiento del movimiento a los pocos días de iniciarse habla tanto de la intacta capacidad represiva del régimen como de los puntos débiles del estudiantado. Muy pronto los estudiantes pudieron constatar que la dirigencia nacional de la FEU, lejos de servir para representarlos, existe para robarles la voz y justificar y aplaudir la represión a su descontento. 

La FEU, con su historia heroica que se remonta a 1922 y su fundación por Julio Antonio Mella, es un mecanismo viciado a mayor conveniencia del régimen. De ser lo que su nombre indica, una federación compuesta en sus inicios por asociaciones estudiantiles de cada una de las facultades, se trata de una organización vertical destinada a cumplir las órdenes que imparte el régimen a sus máximos representantes. 

Antes de 1959, el presidente de la FEU era elegido por los presidentes de cada una de las trece facultades de la UH, proceso que no lo hacía especialmente democrático. Hoy, en cambio, ningún estudiante es tenido en cuenta para elegir el ejecutivo nacional, más allá de mostrar su conformidad. 

No obstante, dentro de las mismas facultades todavía existe cierto margen para el ejercicio democrático, inexistente a niveles superiores. No es casual que el movimiento reciente haya estallado en las facultades con estudiantados tradicionalmente más inconformistas, como Matemática y Computación, Filosofía, Historia y Sociología, Artes y Letras, y Psicología. 

Lo mismo ocurría en mis años de estudiante. La FEU como tal se ha mostrado muy poco apropiada para canalizar el descontento, más allá de darle cierto sentido de comunidad y un aire legendario que no se había justificado en más de seis décadas.

No obstante sus debilidades, la rápida articulación y el alcance nacional del movimiento estudiantil debe haber dado a sus participantes una inesperada conciencia de su fuerza. Bastó la amenaza de paro nacional para hacer temblar a un régimen que suele despachar a todo el que se le oponga, acusándolo de antisocial o de mercenario del imperialismo. 

Tras tantas de depuraciones sistemáticas, de insistir en que “las universidades son para los revolucionarios” (es decir, para los obedientes), este acto de desobediencia organizada debe decirle mucho a todos los implicados y hasta a los simples espectadores. 

Lo primero es que ya la obediencia universitaria no se puede dar por sentada. Bastó un simple gesto de rebeldía para sacudirse de un tirón el peso del mito y ponerse a la altura de este. De manera que los estudiantes escucharan a qué suena su propia voz en libertad, incluso en medio de la opresión.

En términos de superación de miedos acumulados, la protesta que detonó el tarifazo de Etecsa vale por todas las que se realizaron en los años republicanos. Ahora, tras la tensa calma que ha sucedido al apaciguamiento de la protesta, toca esperar la represión sistemática que dicta el manual totalitario: señalamiento y castigo de los líderes, humillación del resto mediante actos públicos de arrepentimiento, la política de tierra arrasada espiritual. Arrasada del espíritu de rebeldía, quiero decir. 

Abusivo sería pedirles a los estudiantes que, en atención a un viejo mito polvoriento, saquen la cara por todo un país. De que saquen la cara por sí mismos y por sus compañeros en desgracia, depende que no se conviertan en un eslabón más en la cadena de generaciones a las que se les doblegó en sus más básicos instintos de rebeldía, de libertad y de vida. Y ya eso sería mucho.  



© Imagen de portada: “¿Dónde está Mella?”, de Luis Manuel Otero Alcántara. 







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¿Cómo podría escalar la guerra entre Irán e Israel?, una conversación con Daniel B. Shapiro

Por Daniel Block

Daniel B. Shapiro ha sido embajador de EE. UU. en Israel y director sénior para Oriente Medio y el Norte de África en el Consejo de Seguridad Nacional.