*
me dicen que no piense en eso pero no puedo evitar pensar en la finitud de la vida no puedo evitar pensar a esta altura de la madrugada no puedo evitar pensar en que nada hay en mí que me ampare de la omnipotente ruleta de la fatalidad un automóvil en un descuido en una calle al cruzar nadie advierte no me vieron y mi masa encefálica esparcida sobre el pavimento matutino un poema agonizante que no nació a tiempo como aquella vez que maté a un alacrán de un escobazo y resultó que estaba preñado o preñada la alacrana y diminutos alacrancitos empezaron a salir despavoridos del bicho muerto y otra vez la escoba inmensa como testimonio de mi supremacía arremetió contra la víctima al arremeter contra su prole contra puntitos negros que eran siete ocho nueve no recuerdo y qué pena profunda pena pero tú qué harías si encuentras un alacrán caminando en la casa de tu prima yo en la calle o en el monte le hubiera perdonado la vida aunque no perdonarán la vida a mi poema agonizante ni a los cuentos postergados ni a la novela estructurada que se retuerzan en el pavimento matutino tras la desintegración de mi cerebro no será con una escoba pero irán a rematarme en lo que de mí haya quedado nadie salvará las obras que no escribí qué horror desesperante la finitud de la vida y pienso también en la finitud de tu vida que podría ser este mes tu último mes este día tu último día y no he tenido la oportunidad de amarte de decir te amo ¿qué hubieras hecho con el parto de alacranes? tan débiles tan pequeños seguro ni picaban en ese instante con la escoba en la mano y el odio que generamos para destruir la vida de una cucaracha mátala se metió debajo del fogón apúrate mátala tan amenazados por lo feo si acaso no seremos lo feo nosotros y te imagino ahora viniendo a mi lado mientras duermo a darme un beso tras tanto crimen mío y te identifico por tu olor inconfundible por tu voz ancestral salida de caracol de mar y viniste a decirme que me quieres como un fantasma antes de irse como el poema los cuentos la novela los alacranes hijos pero acaso pensarás tú en la finitud de mi vida te importará que me aliste definitivamente al viento en el último respiro no crees que es muy oscuro el olvido y polvorienta la memoria para habitar allí déjame en el olvido que yo te dejo en el poema y me dicen que no piense en eso pero no puedo evitar pensar en la finitud de la vida no puedo evitar pensar
*
Me pregunta una amiga qué haría yo con la cabeza de Maduro. Que vale cinco millones de dólares, me dice, y yo le digo que no, que vale cincuenta millones de dólares. Eso es lo que está ofreciendo ahora mismo el gobierno de Estados Unidos a cambio de información que conduzca al arresto o condena de Nicolás Maduro. Las dos nos ponemos en modo cucarachita Martina, como si la cabeza de Maduro fuera un peso que te encuentras barriendo la casa, y empezamos a fantasear. Que si nos compramos casas. Que si viajamos. Que si fundamos un medio y hacemos periodismo como nos dé la gana. Que ahí sí que tumbamos la dictadura. De pronto, mi amiga interrumpe el juego y me dice: fíjate si Cuba ya no le importa a nadie, que por la cabeza de Díaz-Canel no se está ofreciendo nada, ponte a pensar. Es verdad, le digo, y nos quedamos pensando unos segundos. Que Díaz-Canel valga menos que Maduro nos causa una rara tristeza. No que valga menos menos, que no valga ni un dólar. Cuba fue interesante en los sesenta, como experimento de socialismo en el Caribe, y luego cuando Raúl Castro heredó el poder de su hermano, ya en los 2000, porque supuestamente íbamos a dejar de ser ese experimento de socialismo en el Caribe. Pero ni fuimos lo que se soñó en los sesenta, ni dejamos de pretender a tiempo que ese sueño ya no existía. Y que había sido eso, un sueño, y no de los poderosos sino de los humildes. Ahora ya es muy tarde. Cuba lleva demasiado tiempo moribunda. Es comprensible que el mundo se canse de nosotros. Hasta nosotros mismos nos hemos cansado de nosotros mismos. Casi todos queremos ser extranjeros: gringos o españoles. Y ahí nos ves en Madrid diciendo joder tía qué rollo, a cinco meses de empadronarnos, o en Miami, diciendo I mean, man, alegadamente. (Y el espíritu cederista con la guardia en alto.) Conclusión: que hoy nadie ofrece un peso por nuestro dictador. Escribe de eso, me dice mi amiga, y yo vengo y le hago caso.
*
No me gusta cocinar para mí sola porque no me gusta sentarme sola a la mesa a comer. Tampoco comer delante del televisor. Me gusta mirar, admirar, la comida que llevo a mi boca. La comida que cocino suele quedar bonita, sensual, con colores intensos y contrastantes, como para hacerle fotos. Me da lástima a veces comérmela sola, que no haya alguien con quien compartirla. Tampoco me gusta cocinar para varios días y repetir el mismo plato. Nunca congelo frijoles y me espanto cuando alguien lo sugiere. Yo no recojo los tomates que necesito de un sembrado en el patio porque no tengo un patio donde sembrar. Hay pocas comidas que saben mejor al día siguiente y casi ninguna soporta un tercer día de refrigerador. Qué triste, además, sacar el lunes un pozuelo con carne que cocinaste el viernes o el sábado. Que tu refrigerador se vuelva una morgue. Yo no puedo querer la comida de tres días atrás porque tres días atrás ni la luna era la misma ni yo era la misma. Cada día se me antoja cocinar algo distinto, según el estado del clima y mi ánimo. No me molesta, al contrario, me relaja cocinar. Disfruto manipular los alimentos con calma, transformarlos, controlar tiempos y proporciones. Si me tengo que pasar una semana entera recalentando comida que hice el fin de semana, al mes, acabo con depresión. Y ni hablar de usar un microondas, que no tengo ni quiero tener. El alma de cada casa donde yo he vivido ha sido siempre la cocina: el fuego. Pero desde que vivo en Miami las cocinas son siempre eléctricas o de inducción, lo cual es terrible, porque no sabe igual la comida en una hornilla eléctrica o de inducción que en una con llamas. No sabría explicar bien la diferencia, pero existe, lo juro, mi lengua sabe, y es grandísima. El alimento responde mejor al fuego, y los metales donde los cocinas, también se entienden mejor con el fuego. Pero lo peor sigue siendo una mesa para seis en silencio. Por eso evito o postergo tanto el sentarme a comer. Hay días en que acabo comiendo a las once de la noche. O simplemente no como o me preparo un batido de plátano con proteína en polvo. Las noches son las peores. (Para tantas cosas, siempre las noches.) He llegado incluso a considerar dejar mi renta y buscar una casa de tres habitaciones para convivir con otras personas. Luego recuerdo que no soporto la manera en que friega la mitad de la humanidad y renuncio a la idea. Me estresa ver a alguien fregar solo con agua un vaso donde bebió agua, como si haber bebido nada más que agua justificara prescindir del detergente, y no importara la boca en contacto con el vaso. Como consecuencia, mis opciones para compartir techo son limitadas. Lo otro sería buscarme un marido, pero una quiere enamorarse, sentir mariposas en el estómago, no conformarse con alguien con quien hacer fifty-fifty para pagar biles. En mi renta tampoco me permiten tener perro. Un perro ayudaría, aunque no comiéramos lo mismo. Quizás un poco de miedo a la soledad me vendría bien después de todo. Yo me propuse tan firmemente aprender a convivir conmigo misma, a ser independiente, autosuficiente, feliz con mi única existencia, que casi que podría competir en unas olimpiadas. Pero hay algo ahí, en el momento de sentarse a una mesa a comer, tan fuerte como un instinto de supervivencia, que me reprocha que soy un animal de manada.
*
Veo desde lejos un país que cada vez me pertenece menos, aunque no haya en el mundo un país más mío. Otro que ame más. Lo veo (la veo, mi país es ella) como mismo se ve a un amor pasear de la mano junto a otra persona en la calle, con una mezcla de amargura y felicidad. Especialmente felicidad, porque el amor es lo contrario al egoísmo, y me hace feliz saber que Cuba es amada y defendida por otros, que al final no hacen más que amar y defender sus vidas en Cuba, como una vez hiciera yo. Va a estar bien, pienso. Espero. Tengo la paz de haber hecho mi parte, que no fue suficiente, pero sí todo cuanto pude, lo mejor que pude. Amé de verdad mi país y siento que mi país me amó de vuelta. Muchísimo. Y que nos seguiremos amando siempre. Yo nací de mi madre y nací de Cuba. Reconozco a mi madre en mí tanto como reconozco a Cuba en mí. No la niego, no me avergüenza. La reivindico con orgullo cada vez que encuentro una oportunidad. Cuando no, la invento. Me gusta todo de haber nacido y crecido y hacerme mujer en Cuba. Me gusta mi manera de caminar, bailar, reír escandalosamente, conversar. Omitir las erres cuando hablo muy rápido. Atropellar las palabras en mi boca. Decir paqque en vez de parque. Hace poco supe por un escritor cubano que eso provenía del yoruba, que dobla las consonantes en muchas palabras, y que por eso los habaneros omitimos la erre que va delante de consonantes, y solemos doblar esa consonante. Me pareció hermosa esa explicación. Luego, un lingüista de mi universidad la desbarató en una clase en cuestión de segundos y me dejó con las alas caídas, pero mejores ficciones he perdido en 37 años. Eso no me quita la certeza de que el país tiene sus propios genes y que yo estoy hecha con esos genes. No importa qué tan lejos estemos, cuánto tiempo sin encontrarnos, sin la comunión con su mar: en mí habita. Yo soy eso, también, a veces lo único. No tiene que ser mío. Me alcanza con ser suya.
*
No lo incluyo en mi currículum, pero una vez obtuve una mención en un concurso de poesía breve en La Habana, que se hizo en honor a Alejandra Pizarnik, una de mis poetas suicidas favoritas. (No me convence el término poetisa.) Mi poemario lo escribí en pocos días, no me costó mucho esfuerzo. Llevaba par de años sintiéndome triste y miserable por la pérdida de mis amigos de toda la vida, que se habían ido para siempre de Cuba, y aproveché la oportunidad para desahogarme. Le puse de título Bajo la piel de las palabras y comencé de la siguiente manera: Cada pérdida resta tanto que en algún punto te vuelves una sobra de ti. / Mi espejo eran los amigos que se fueron. / Siento en este instante que me falto. / Se desvaneció la nube que a ratos me aliviaba de la firmeza del suelo. / Terminaron las concesiones para mis extravagancias. / Deambulo por la misma ciudad pero sin estar del todo. / Con cada ausencia me ausento un poco más. / En el teatro he quedado sola. / Soy actriz y espectadora. / Actúo para mí y me aplaudo. / Luego, continué hablando de lo que había sido de mí y de la ciudad tras la desaparición de mi grupo de amigos, moviéndome en un registro bastante intimista, pero poco a poco me fui embullando, dejé que mi rabia interviniera en el asunto, y cuando terminé de escribir supe que nunca me iba a ganar los 300 dólares del primer premio ni el derecho a publicar. En mi libro, yo había hecho más que lamer mis heridas, yo había encontrado culpables para mis heridas, y les había señalado. Quizás si yo hubiera tenido un nombre y una obra amparándome, me hubieran podido perdonar la insolencia, pero yo era nadie. Yo era una chiquilla equivocada de 25 años, con sus versitos escuálidos, depresivos, que ni buena poeta era. Decir poeta es decir mucho. Otros poetas de verdad, con una obra publicada y traducida a varios idiomas, habían sido espantados como moscas de un manotazo por haber estado embarrando de mierda los pétalos plásticos de la revolución. Claro que yo hubiera podido ser estratégica y decirme: Mónica, vamos a sacar un primer libro, escribe de la pérdida de tus amigos, pero de manera tal que cualquiera que lea sienta que eso pudo haber sido escrito también por un poeta austriaco radicado en el centro de Viena. Ya luego levantas los puños, pero ahora toma el camino seguro, tienes una vida por delante, muchacha, piensa. Pero cómo iba a traicionar yo la pureza -¡oh, la puereza!- de mis palabras. Entonces yo subí los puños, o no, yo agarré una espada y zas, zas, zas. Dije que las islas poseen barrotes políticos que hacen más inexorables los geográficos, que La Habana es la zona de entrenamiento intensivo de la paciencia de todos los cubanos, y nosotros, profesionales de la esperanza, que hay demasiadas casas como cascarones rotos conformando la arquitectura vital de las ausencias y que las familias se han ido a vivir a los álbumes de fotos. Incluso: que la utopía nuestra, las utopías de muchos, ya no coinciden, no encajan, no caben, en la utopía ya no sabemos de quién, solo que no es nuestra porque no la inventamos nosotros, porque no puedes pintar la estrella de violeta, menos una flor en lugar de la estrella. Es decir, yo quise sembrar mi dolor en un lugar, en mi país, y que ese dolor fuera cubano. Que no se pudiera confundir con el dolor de ningún austriaco que viviera en el centro de Viena. Y ahora ya nunca sabré si mi poemario perdió por no ser bueno o por ser gusano. El premio se lo dieron a un autor consagradísimo, digamos que unos 20 años mayor que yo, muy bien vestido con guayabera o camisa blanca, que ya iba por varios libros publicados en Cuba y no sé si también en el exterior. Los dos coincidimos en la ceremonia de premiación, en la Casa del Alba, en el Vedado, y nos felicitamos. No recuerdo si hubo otra mención. Puede ser. Pero sí recuerdo que se me miraba extraño, con cierta incomodidad, y que me dieron ganas de irme rápido. Mi premio fue un diploma, un gladiolo y una compilación de los Diarios de Alejandra Pizarnik. No me dijeron de publicarme ni un solo poema en alguna revista literaria ni yo pregunté. A los dos o tres días, una de las personas integrantes del jurado me llamó a mi casa. Me dijo que había defendido mi libro, que creía que merecía ganar, pero que mis poemas eran políticamente complicados. Algo así. Luego, como para que no me desanimara, me invitó a una peña de poesía que coordinaba en una casa de cultura, una vez a la semana, para que fuera a leer mis poemas y escuchar los de otros. Por no hacer el desaire, y por curiosidad, acepté la invitación. Yo no me creía poeta, aunque la poesía hubiera salvado mi escritura en múltiples ocasiones, en momentos de infertilidad en los que no era capaz de otra cosa que de versos, pero fui de todas formas unas dos o tres tardes. Y leí en voz alta y escuché a otros leer en voz alta y nos aplaudimos incondicionalmente al final. Esas fueron las únicas lecturas que tuvieron mis poemas, no todos sino los que consideraba mejorcitos, porque no iba a leer el poemario entero. También un trovador me propuso entonces llevarlos a la música y dije que sí, por no desagradar, pero nunca los mandé al correo que me dio. Creo que ese fue el último día que fui a la peña. Me dio miedo la posibilidad de estar buscando ahí un consuelo por perder el concurso, o peor, apoyo grupal para escribir poesía. Acabar escribiendo para que me leyera gente que siempre me iba a aplaudir porque esperaba lo mismo de mí. Es cierto que a veces nos hace falta un poco de eso. Hay mucha hostilidad en el mundo. No está mal tener una burbuja donde la poesía siempre sea poesía, donde se celebra su intención. Era yo quien no necesitaba eso. Después escribí un poemario en prosa rarísimo, medio onírico o medio esquizofrénico, que ni sé por dónde guardo, y ahí terminó mi incursión en la poesía. (Además de algunos sueltos que no forman parte de ninguno de los dos poemarios). Va y un día los rescato y los saco a la luz, los reivindico; mis adorables bastardos.










