—¡Me estoy muriendo, coño, y tú te vas a morir solo en esta isla de mierda! —le gritó.
Después lo golpeó. Con violencia. Le partió los labios y la nariz. Lo dejó tirado sobre el muro.
—Dame, maricón, ¿por qué no me das?
Lo escupió. Él se quedó inmóvil. Alzó la vista. Fue entonces cuando vio el mar. Amanecía.
Ella habló de su dinero. Él quería bajar a los arrecifes. Mojarse los pies, quitarse la sangre. Ella habló de la Luna de Miel en Japón, de la visa permanente a los Estados Unidos, de la doble ciudadanía, de su familia rica y poderosa en Venezuela. Él quería mojarse los pies. Dormir. Tal vez dormir bajo el agua, en otro mundo.
Un policía se acercó por la acera de enfrente. Se quedó esperando. Ella lo vio.
—¿Y si digo que estabas abusando de mí? ¿Qué te parece? ¿Qué te puede pasar por engañar y abusar de una turista, eh?
Él vio también al policía. Un segundo. Después miró otra vez al mar. ¿Qué pasaría, entonces? Un cubano muerto de hambre y una turista del Primer Mundo. ¿A quién le iban a creer? ¿Y cuando el policía le preguntara por qué ella lo agredió? ¿Qué podía contestar? La verdadera respuesta era tan inverosímil que lo encerrarían en un calabozo. Se apoyó en el muro. Escuchó a lo lejos un barco que anunciaba su entrada en la bahía. El policía permanecía en la acera opuesta. Me agredió porque quiere que me case y me vaya con ella del país. Y yo no quiero, pensó que contestaría. Todos iban a burlarse, policías y amigos, cuando se enteraran. Su mujer y su amante, por supuesto, no iban a creerle absolutamente nada.
—Dime. ¿Y si llamo al policía?
No contestó. Respiraba ansiosamente y con dificultad. Te perdono Ana Marina, pensó. La recordó desnuda, gimiendo de placer. Siempre riéndose. Recordó su largo y bellísimo pelo negro. Volvió el rostro para verla por última vez. Imponente y pálida. Con su pelo recogido bajo un pañuelo.
—Me da lo mismo —dijo él—. Si quieres mátame. Yo soy libre, Ana Marina, libre.
Antes de cerrar los ojos, escuchó a lo lejos una gaviota y sonrió.
Despertó. Otra vez el mar desde su ventana en aquel cuartucho de Malecón. Un pedazo de mar y una ventana. No tenía otra cosa. Un colchón percudido, una máquina de escribir, algunos pesos para comprar ron y emborracharse. Pensó en Ana Marina. A más tardar llegaría de Londres al mediodía. Por lo menos iba a comer bien durante una semana. También necesitaba salir de aquel solar lleno de jineteras y delincuentes.
Vio la página en blanco. Ni una palabra. Escribir es autodestruirse. Se levantó. Tenía que olvidar sus pretensiones de ser escritor. Miró a la avenida, desierta todavía al amanecer. Bostezó. Hambre. Sueño. Tedio. Toda la madrugada para escribir al menos una cuartilla. Ni novela, ni dinero, ni esperanza. ¿Qué podía hacer? Esperar. ¿Pero, esperar qué cosa? Nada. Sólo esperar. Esperar es suficiente. Pensó en Ricardito, en Kimani, en El Bolo. Sus amigos estaban decididos. Esa noche se lanzarían al mar en una balsa. Qué ironía. Unos que llegan por avión en primera clase y otros que escapan en balsas rústicas.
Un grito lo sacó de su estado soñoliento. Era la vecina. Otra vez en bronca con su marido. El tipo llegaba de la calle a esa hora y le entraba a golpes. Un mulato ex presidiario que la ponía a putear por un dólar en la esquina de Monte y Cienfuegos. ¿Por qué no escribía aquellas historias que veía a diario? ¿Por qué no escribía sobre sus amigos balseros? ¿Por qué no escribir sobre Ana Marina?
Sacó las cartas que le había enviado a ella en los últimos seis meses. Quería releerlas. Algo andaba mal. Él nunca habló de salir del país. Ella, sin embargo, le había telefoneado tres días antes para decirle: Voy a buscarte. Nos casamos y te saco de Cuba en menos de un mes. Te amo.
Miró las cartas. La recordó desnuda. Recordó su bellísimo pelo largo. Pensó que le gustaría hacerle el amor en medio de la ciudad, detrás del muro del Malecón, en los arrecifes. Pero aquello del casamiento y la salida lo desconcertó. ¿Y su mujer? ¿Y su amante?
Abrió una carta. Comenzó a leer. A lo lejos, escuchó la sirena de un barco.
Se conocieron en la calle Obispo. Ella había entrado a una librería buscando libros de Carpentier, de Lezama, de Reinaldo Arenas. Hablaron de literatura. Hablaron de sus vidas. Sin timidez ni hipocresía ni represión ni culpabilidad. Se gustaron a primera vista. Una hora después ya estaban pensando que se conocían de toda la vida. Ella se había pasado de tragos y a él le encantó su cuerpo voluptuoso, su pelo, su manera de hablar, su edad. Pierdo la cabeza por las jóvenes y las maduras, le confesó. Ella había cumplido cuarenta y cinco, diez años más que él. Le habló entonces de su mujer que tenía casi cincuenta y de su amante de dieciocho. La flor y el fruto de la vida.
Ana Marina lo invitó a una botella de ron. Vivía como si cada instante fuera el último. Tú eres un ser enfermo de palabras y yo de vida, le dijo ella caminando Obispo abajo, buscando el mar y la Plaza de Armas.
Los jineteros ofrecían de todo. Tabaco, comida barata en un Paladar confortable, ron, afrodisíacos. De cualquier sitio salía un negro monumental vendiendo cualquier cosa, proponiendo mujeres, tocándose los huevos. Ellos caminaron sin prisa, viéndolo todo y hablando de lo que siempre se habla: el gobierno, los derechos humanos, la imposibilidad de viajar al extranjero, las penurias, el hambre, la prostitución juvenil.
El calor los hacía sudar y a ella se le marcaban los pezones. Se metió la mano por debajo de la blusa para secarse y él sintió deseos de morderla allí mismo, como un animal, echársele encima. Los ojos de Ana Marina miraban con ansias, descubrían un instinto indómito. Me gustaría secarte el sudor, dijo él cuando se habían sentado en el parque. Y a mí que me lo secaras, dijo ella.
Esa noche la pasaron en el cuartucho de Malecón. Soportaron el calor, la peste y las inmundicias de la fosa desbordada en medio del pasillo del solar, los gritos y las broncas de los vecinos por la falta de agua. Él abrió las ventanas y la penetró con fuerza. La sujetó por la cintura, mordió su espalda y vieron el mar. A lo lejos, escucharon una gaviota y un barco anunciando su llegado a La Habana.
El policía cruzó la calle.
Ella estaba llorando y preguntándose por qué. La vida es la gran mierda. Por qué vivimos como vivimos. Lo peor no es el miedo a la muerte sino el miedo a la propia vida.
Él también estaba llorando. Hablaba de su libertad. Hablaba de escribir, de autodestruirse, del amor a su mujer y a su amante.
—¡Vaya, el macho tropical! ¡Eres un mierda! ¿Cómo vas a amar a dos mujeres, eh? Egoísta. Te amas a ti mismo.
El policía volvió a detenerse a cinco o seis metros. Ella estaba de espalda.
—¿Para qué carajo me prometiste casarte conmigo? ¿Para qué carajo vine yo a esta isla de mierda? ¡Egoísta! ¡Macho de mierda!
Quiso golpearlo otra vez. Comprendió que era inútil. Parecía un perro sarnoso recostado al muro, tragándose la sangre y el miedo a la vida.
—No vales nada. Has desperdiciado la oportunidad de tu vida. Estúpido. Frustrado. Nunca llegarás a ser ni siquiera un escritor mediocre.
Y se fue. Apenas miró el tráfico al cruzar la avenida. El policía se alejó sonriendo.
Él se quedó solo. Escuchaba las olas. Ya era de día.
Ana Marina: La Habana es una aldea. Y desde que te fuiste La Habana es una aldea casi deshabitada. Todos los días pienso en ti. No exagero. Si no nos hubiéramos conocido en aquella librería, algo nos iba a faltar. Algo estaríamos necesitando. Tú eres real y eres un fantasma. Sólo me queda el lenguaje. Y el lenguaje nombra lo imposible, es una ausencia que el tiempo reconstruye en nuestra imaginación para escapar de la muerte. Entonces, mis palabras me condenan a vivir la soledad de mi propia soledad. Encerrado en este cuartucho miro el mar. Vivo pagando un alquiler que ya no puedo costear, pero necesito estar solo. Quiero escribir. No puedo vivir sin escribir. Veo a mi mujer y a mi novia dos o tres veces por semana, a veces son tolerantes con mi soledad. Si ellas no existieran, no lo pensaría dos veces para casarme contigo. Desde que te fuiste eres el fantasma, el olor de estas sábanas corporizándose en deseo infinito, en placer que es ya dolor y desmemoria. Tú vives el amor porque eres puro instinto. Fuerza que destruye para crear. Yo estoy a la deriva en esta ciudad a la deriva. No quiero vivir si no es para escribir y estar con ellas dos, con esas mujeres que tanto necesito y tanto se parecen a la felicidad. Y llegas tú. Tengo miedo. A veces creo que moriré antes de los cuarenta. ¿Será posible? Necesito tiempo. Estoy perdido dentro de mí mismo.
Dejó la carta a un lado. Ana Marina estaba por llegar de un momento a otro. Seis meses después ella regresaba. Seis meses después él todavía estaba allí, viviendo en la misma pocilga solariega, sentado con la cabeza entre las manos, esperando. ¿Esperar qué cosa? Sólo esperar. Esperar y punto.
Miró al mar. Guardó las cartas. Todas decían lo mismo. Las mismas ideas con otras palabras. Pensó en sus amigos. Pensó en su amante y su mujer.
Salieron de la Plaza de Armas y caminaron otra vez por Obispo. Ella lo invitó al hotel. Él dijo que no, y le habló de su cuartucho. Pasaron los últimos dos días recorriendo la ciudad y terminaban siempre en aquella cueva. Tres horas antes de la partida todavía estaban allí. ¿Qué podían hacer? Despedirse.
Ella regresaría por segunda vez. Él le escribió un poema. Por la ventana entraba la brisa y refrescaba el calor. Habían vivido una libertad desvergonzada y sin pudor, habían desatado sus fantasmas. Vivieron todas las fantasías que quisieron vivir. Sentir la pulsión de la muerte detrás de cada minuto. Transfigurar la vida en algo que no sea una cosa, simplificación de lo absurdo, rutina idiotizante, conexión con la Máquina, le escribió él.
Me gusta tu poema. Y a mí me gusta tu pelo. ¿Te gustaría salir de Cuba? Sí, pero no para quedarme. ¿Por qué? Tengo que escribir. Qué raro eres. Sí, y estoy loco y todo lo que tú quieras pero tengo que escribir. Condenado a escribir bajo esta luz que ya me ciega. ¿Te sientes libre? Claro, después de todo, un día descubres que la libertad está escondida en tu cabeza. ¿La libertad es para ti estar con dos mujeres al mismo tiempo? ¿Por qué preguntas eso? ¿No te parece que estás cayendo en un lugar común? Perdona, es que me sentí celosa. ¿Celosa? Sí, sentí celos. Te estás enamorando. Es posible y sé que va a ser difícil olvidarte. Me olvidarás. No. Sí. Nunca te olvidaré. Yo tampoco.
—¿T-te te vas c-con nosotros o-o t-te quedas? —preguntó Ricardito.
—Vámonos, compadre, esto es una mierda. Aquí no hay futuro —dijo El Bolo.
Kimani no habló. Kimani hablaba poco. Una noche lo dijo todo y nunca más habló del asunto.
Hay que irse. Cuba no es un lugar real. Cuba no existe. Estaban en la puerta del solar. Todo estaba preparado. La balsa, carne en conservas, medicinas, la brújula. Todo.
—Tengo que quedarme. Quizás dentro de un año o dos…
—¡Estás loco, compadre! Eso dijiste hace dos años.
—¿T-tienes m-miedo?
No contestó. ¡Tantas preguntas por contestar!
Miró el reloj. Ana Marina estaba por llegar. Sus amigos planificando la muerte y él allí esperando. Un cadáver que observa cómo van a morir los otros.
—K-kimani, d-di di algo.
Kimani iba a decir algo pero se contuvo. En ese momento la mujer del ex presidiario cayó como una pelota en el pasillo del solar. El negro salió detrás de ella y allí mismo la golpeó con una manguera. Le dio dos o tres patadas y la dejó sin conocimiento.
Algunos vecinos intervinieron. El tipo salió del solar, cruzó la calle y se sentó en el muro del Malecón.
—Vámonos —dijo Kimani.
Cinco minutos después que sus amigos se habían ido llegó un Panataxi y se bajó Ana Marina. Él la miró desde la ventana. Después alzó la vista. Se quedó mirando al horizonte.
Por fin bajó a los arrecifes. Se limpió la sangre. El agua estaba fría. Ella tenía razón. Era un estúpido. No llegaría ni a escritor mediocre. Su mujer estaba a punto de dejarlo. Ya sabía lo de su amante y tarde o temprano rompería con él. La muchacha, con sus dieciocho, necesitaba vida, y él estaba vegetando.
El futuro se había transformado en una idea. Una sola idea. Quedarse y esperar. Tan sólo esperar. Se sentó en una roca. Mojó sus pies. La libertad podía estar dentro de la cabeza de uno, pero de todas formas metió la cabeza dentro del agua. Vivir en otro mundo. Ser una gaviota, el silbido de un barco.
Pensó en sus amigos. Cuando no pudo contener más la respiración, sacó la cabeza. Aspiró la brisa. El sol comenzaba a calentar. Escuchó los ruidos de la ciudad.
Ella se bajó del Panataxi. Dos tipos, un blanco gigantesco y un negro con cadenas de oro, se le acercaron para proponerle cualquier cosa. Todo lo que necesita un extranjero para ser feliz en la mayor de las Antillas. Ella miró la ventana. Miró la puerta del solar. Vio a un viejo durmiendo en los portales, unos niños se le acercaron pidiéndole golosinas, dos adolescentes que desde temprano salían a cazar turistas.
Cerró la puerta del taxi. Pagó. Dejó propina.
Entró sonriente al solar. ¿Dónde está mi gran escritor? ¿Dónde está mi macho tropical? Se detuvo ante la puerta. La mujer del ex presidiario se había recuperado y salió con un cuchillo en la mano buscando al marido. Una vieja indiferente a todo lo que ocurría le echaba el sancocho a su puerco y maíz a sus gallinas.
La fosa seguía desbordada. Alguien tenía la grabadora a todo volumen. Y en otro cuarto se escuchaba la radio con un discurso de Fidel. Ana Marina sonrió. Tocó la puerta por segunda vez.
Ana Marina: como dijo Virgilio Piñera: algún día se verá que tuve razón en quedarme a vivir en mi país. Razón y sentido histórico. ¿Qué más necesitas saber? El sentido histórico puede ser el sentido de un país pero también, y sobretodo debe serlo, el sentido de un ser humano. Es posible amar a dos mujeres. Y a tres. El verdadero amor no es posesión. Cuba no existe. El mundo no existe. Mi rebeldía no tiene sentido. Tampoco vivir domesticado. ¿Debo terminar en el suicidio? No. Yo espero. ¿Qué espero? Nada. Sólo espero.
Dejó de escribir. Dejó el papel sobre la mesa. Cuando ella llegara del aeropuerto lo leería. Se sentó a esperar a sus amigos. Vendrían a confirmar lo del viaje de esa noche.
Rezaba para que ellos no vieran llegar a Ana Marina. “Hada Madrina”, como le llamó Kimani cuando él le contó que era hijita de papá, tenía mucho dinero y vivía en Londres.
Pero ella no prestará atención a esas palabras. El lenguaje es la propia muerte. Viviría una semana con él. Harían otra vez el amor con la misma pasión y libertad. En un hotel, en el cuartucho del solar, en los arrecifes. Una semana. Tiempo suficiente para una decisión.
—Todo está decidido. Te dije que no me quiero ir.
—No me digas eso. Tienes una semana para que te decidas.
—Todo está decidido.
—No, por favor. Vengo a buscarte. Me estoy muriendo.
—Todos nos estamos muriendo.
—Yo me estoy muriendo —diría ella.
Y se quitará la ropa. Él estará de espalda mirando el mar y no verá su desnudez hasta que ella lo llame, le diga “mírame” y, entonces, se volverá lentamente para mirar. Y mirará.
—Yo me estoy muriendo —dirá ella por segunda vez.
Él verá un cuerpo desconocido. Una mancha negra, un seno amputado. Y entenderá. Comprenderá por qué ella se quitó la ropa, por qué vino con su largo y bellísimo pelo negro recogido en un pañuelo. Que ya no es negro ni largo ni bello, que el cáncer avanza, que se come el cuerpo voluptuoso, que la quimioterapia, que los dolores.
—Vámonos juntos a vivir lo que me queda.
—Ana Marina, estamos perdidos entre tanto miedo y tanta soledad.
Él miraría al mar. Como un cadáver que ve la muerte de todo el universo.
—Te amo.
—Yo también te amo, pero no puede ser.
Kimani está solo en altamar. Cierra los ojos. No quiere ver tanta oscuridad a su alrededor.
* Texto perteneciente al libro de narrativa Adiós a las almas.
El país de las últimas cosas
Por Paul Auster
A veces pienso que la muerte es lo único que logra conmovernos. Constituye nuestra forma de creación artística, nuestro único medio de expresión.