El país de las últimas cosas

Para Siri Hustvedt.

No hace mucho tiempo, penetrando a través del portal de los sueños, visité aquella región de la tierra donde se encuentra la famosa Ciudad de la Destrucción.
NATHANIEL HAWTHORNE


Estas son las últimas cosas —escribía ella. Desaparecen una a una y no vuelven nunca más. Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no existen; pero dudo que haya tiempo para ello. Ahora todo ocurre tan rápidamente que no puedo seguir el ritmo.

No espero que me entiendas. Tú no has visto nada de esto y, aunque lo intentaras, jamás podrías imaginártelo. Éstas son las últimas cosas. Una casa está aquí un día y al siguiente desaparece. Una calle, por la que uno caminaba ayer, hoy ya no está aquí. Incluso el clima cambia de forma continua: un día de sol, seguido de uno de lluvia; un día de nieve, luego uno de niebla; templado, después fresco; viento seguido de quietud; un rato de frío intenso y hoy, por ejemplo, en pleno invierno, una tarde de luz esplendorosa, tan cálida que no necesitas llevar más que un jersey.

Cuando vives en la ciudad, aprendes a no dar nada por sentado. Cierras los ojos un momento, o te das la vuelta para mirar otra cosa y aquella que tenías delante desaparece de repente. Nada perdura, ya ves, ni siquiera los pensamientos en tu interior. Y no vale la pena perder el tiempo buscándolos; una vez que una cosa desaparece, ha llegado a su fin.

Así es como vivo —continuaba su carta. No como mucho, sólo lo suficiente para mantenerme en pie, no más. A veces me siento tan débil que me parece que no podré dar otro paso. Pero lo logro, a pesar de los períodos de abatimiento, me mantengo activa.

Deberías ver qué bien lo hago.

En la ciudad hay muchas calles por todos lados, pero no dos iguales. Pongo un pie delante del otro, luego el otro frente al primero, y sólo espero poder volver a repetirlo todo otra vez.

Sólo eso. Me gustaría que entendieras cómo es mi vida ahora: me muevo, respiro el aire que se me concede y como lo menos posible. No importa lo que digan los demás; lo único importante es mantenerse en pie.

¿Recuerdas lo que dijiste antes de que me fuera? Me dijiste que William había desaparecido y que por más que buscara, nunca lo encontraría. Ésas fueron tus palabras. Entonces yo te contesté que no me importaba lo que dijeras, que iba a encontrar a mi hermano. 

Luego me subí a aquel barco espantoso y te dejé. ¿Cuánto tiempo hace de aquello? Ya no puedo recordarlo; años y años, supongo. Pero sólo lo adivino; hablando con franqueza, creo que he perdido el rumbo y ya nada podrá arreglarse para mí.

Lo cierto es que, si no fuera por el hambre, ya no sería capaz de seguir. Hay que acostumbrarse a sobrevivir sólo con lo indispensable. Si uno espera poco, se conforma con poco, y cuanto menos necesite, mejor se sentirá. 

Esto es lo que la ciudad le hace a uno, le vuelve los pensamientos del revés. Le infunde ganas de vivir y, al mismo tiempo; intenta quitarle la vida. No hay salida, lo logras o no lo logras; si lo haces, no puedes estar seguro de conseguirlo la próxima vez; si no lo haces, no habrá próxima vez.

No sé muy bien por qué te estoy escribiendo. Para serte franca, apenas si he pensado en ti desde que llegué. Pero de repente, después de todo este tiempo, siento que tengo algo que decir y que, si no lo escribo rápidamente, mi cabeza estallará. No importa si lo lees, ni siquiera importa si voy a enviar estas líneas, suponiendo que eso pudiera hacerse. Tal vez te escriba sólo porque no sabes nada, porque estás lejos de mí y no sabes nada.

Hay personas tan delgadas —escribía— que a veces las arrastra el viento. El viento de la ciudad es brutal, siempre irrumpiendo en ráfagas desde el río y zumbando en tus oídos, empujándote hacia adelante y hacia atrás, arremolinando papeles y basura a tu paso. 

No es extraño ver a la gente más delgada caminando en grupos de dos o tres, a veces familias enteras, atados entre sí con sogas o cadenas, aferrados los unos a los otros, sirviéndose de lastre contra la ventolera. 

Otros abandonan por completo la idea de salir; abrazados a los portales o a las glorietas, incluso el cielo más límpido llega a parecerles una amenaza. Piensan que es mejor esperar tranquilamente en un rincón que ser arrojados contra las piedras.

Es posible acostumbrarse tanto a no comer, que uno puede llegar a prescindir totalmente de la comida. La situación es mucho peor para aquellos que luchan contra el hambre, ya que pensar demasiado en comer sólo puede ocasionar problemas. Son los que están obsesionados, los que se niegan a aceptar los hechos. 

Vagan por las calles al acecho a todas horas, hurgando entre la basura por un bocado, corriendo enormes riesgos por la migaja más insignificante. No importa cuánto puedan conseguir, nunca será suficiente; comen sin llenarse nunca, abalanzándose sobre la comida con una urgencia animal, escarbando con sus dedos huesudos y sin cerrar jamás las mandíbulas. 

Casi todo lo que comen se escurre, baboso, hacia la barbilla, y aquello que logran tragar, suelen vomitarlo pocos minutos después. Es una muerte lenta, como si la comida fuera un fuego, una locura, abrasándolos desde el interior. Piensan que comen para sobrevivir pero, en realidad, son ellos los que acaban siendo devorados.

Resulta evidente que la comida es un asunto complicado y que, a menos que uno aprenda a aceptar lo que se le ofrece, no se sentirá nunca en paz consigo mismo. El desabastecimiento es frecuente y el alimento que un día te brindó placer, casi con seguridad, faltará al siguiente.

Los mercados municipales son, probablemente, los lugares más seguros y fiables para comprar, pero los precios son altos y el surtido miserable. Un día sólo hay rábanos y, al siguiente, tarta de chocolate rancia. Cambiar de dieta tan a menudo y de forma tan drástica puede ser muy malo para el estómago; pero los mercados municipales tienen la ventaja de estar custodiados por la policía y al menos uno sabe que lo que compra acabará en su estómago y no en el de algún otro. 

El robo de comida es tan común en las calles que ya ni siquiera es considerado un crimen. Además, los mercados municipales constituyen la única forma legal de distribución de alimentos. 

A lo largo de la ciudad, muchos vendedores se dedican a la venta privada, pero corren el riesgo de que les confisquen la mercancía en cualquier momento; incluso aquellos que pueden sobornar a la policía para continuar su negocio, sufren la amenaza constante de los ladrones.

Los ladrones también constituyen una plaga para los clientes del mercado privado, y las estadísticas prueban que una de cada dos compras acaba en robo. No vale la pena, creo yo, arriesgar tanto a cambio del placer fugaz de comerse una naranja o un trozo de jamón cocido. Pero la gente es insaciable; el hambre es una maldición que acecha cada día y el estómago es un abismo sin fondo, un agujero tan grande como el mundo. 

A pesar de los obstáculos, el mercado privado hace un buen negocio, se retira de un sitio y se muda a otro, sin parar nunca, irrumpiendo en un lugar por una o dos horas y desapareciendo luego de la vista. 

Sin embargo, cabe una advertencia: si uno debe proveerse de alimentos en el mercado privado, tendrá que eludir a los tenderos tránsfugas, ya que el fraude está muy difundido y hay gente capaz de vender cualquier cosa con tal de obtener beneficios. Huevos y naranjas rellenos de serrín, botellas con pis simulando cerveza… La gente es capaz de cualquier cosa y cuanto antes te des cuenta de ello, mejor te irá.

Cuando caminas por las calles —continuaba ella—, debes dar sólo un paso por vez. De lo contrario, la caída se hace inevitable. 

Tus ojos deben estar siempre abiertos, mirando hacia arriba, hacia abajo, adelante, atrás; pendientes de otros seres, en guardia ante lo imprevisible. Chocar con alguien puede ser fatal; cuando dos personas chocan comienzan a golpearse con los puños o, en su lugar, se dejan caer y no intentan levantarse nunca más.

Antes o después, llega el momento en que uno ya no intenta levantarse. El cuerpo duele, ya ves, no existe ningún remedio contra esto y aquí resulta mucho más terrible que en cualquier otro sitio.

Los escombros constituyen un problema aparte. Para evitar tropezar y hacerse daño, hay que aprender a andar sobre surcos invisibles, inesperados montículos de piedras y senderos llanos.

Lo peor de todo son las ruinas, y hay que ser muy hábil para esquivarlas. En medio de la calle, allí donde se han caído edificios o se ha juntado basura, se levantan enormes montículos impidiendo el paso. Los hombres construyen estas barricadas siempre que tienen los materiales a mano y se suben a ellas armados con porras, rifles o ladrillos, esperando en sus puestos a que pase alguien. 

Si uno quiere pasar, tiene que darles lo que ellos piden, a veces dinero, otras comida o sexo. Las palizas son un lugar común y cada cierto tiempo te enteras de que ha habido un asesinato.

Se levantan nuevas ruinas y las antiguas desaparecen. Es imposible saber por qué calles se puede caminar y cuáles hay que evitar. Poco a poco, la ciudad te despoja de toda certeza, no hay ningún camino inmutable y sólo puedes sobrevivir si aprendes a prescindir de todo.

Debes ser capaz de cambiar sin previo aviso, de dejar lo que estás haciendo, de dar marcha atrás. Al final todo se reduce a esto, por lo tanto es necesario aprender a descifrar los signos. 

Si los ojos fallan, la nariz puede resultar útil. Mi sentido del olfato se ha vuelto más agudo de lo habitual; a pesar de los efectos secundarios —las náuseas repentinas, el mareo, el temor que invade mi cuerpo junto con el aire fétido—, me protege al doblar las esquinas, allí donde el peligro es mayor. 

Las ruinas despiden un hedor particular que uno aprende a reconocer, incluso a una gran distancia. Compuestos por piedras, cemento y madera, estos montículos también contienen basura y restos de yeso; el sol fermenta la basura produciendo las más repulsivas emanaciones y la lluvia actúa sobre el yeso, astillándolo y derritiéndolo, de modo que también despide su propio olor, y cuando uno se mezcla con el otro, en los períodos consecutivos de sequía y humedad, la pestilencia de las ruinas comienza a florecer. 

Lo principal es no acostumbrarse, porque los hábitos son nocivos; incluso la centésima vez que te topas con una cosa, debes hacerlo como si no la conocieras de antes. No importa cuántas veces, siempre debe ser la primera. Esto es casi imposible, ya lo sé, pero es una regla absoluta.



Uno piensa que tarde o temprano todo llegará a su fin; las cosas se desmoronan o desaparecen y no se crea nada nuevo. La gente muere, pero los niños se niegan a nacer; en todos los años que llevo aquí, no recuerdo haber visto ningún bebé recién nacido y, aun así, siempre hay gente nueva reemplazando a aquellos que desaparecen. 

Llegan en multitudes procedentes del campo o de poblaciones vecinas, empujando carros repletos con sus pertenencias, sacando chispas con sus coches destrozados; todos ellos hambrientos, todos sin hogar. 

Hasta que aprenden las leyes de la ciudad, estos recién llegados resultan víctimas fáciles. Muchos de ellos son despojados de su dinero antes de que acabe su primer día aquí.

Algunos pagan por apartamentos que no existen, a otros se les induce a entregar comisiones por trabajos que nunca se materializarán. Y otros más gastan sus ahorros en comida que al final resulta ser cartón pintado. 

Estos son sólo los trucos más comunes; yo conozco a un hombre que se gana la vida poniéndose enfrente del viejo ayuntamiento y pidiendo dinero a los recién llegados cada vez que estos miran el reloj de la torre. 

Ante cualquier disputa, su asistente simula, con actitud indiferente, cumplir con el ritual de mirar el reloj y pagar por ello, de modo que el extraño crea que esta es la práctica habitual. Lo más asombroso no es que existan estos estafadores, sino que les resulte tan fácil hacer que la gente les entregue su dinero.

Aquellos que tienen un sitio donde vivir corren siempre el riesgo de perderlo. La mayoría de los edificios no son propiedad de nadie y, por lo tanto, nadie tiene derechos como inquilino, no hay ningún contrato, ninguna base legal a la que aferrarse si algo sale mal. 

Es frecuente que se desaloje a la gente de sus casas; una banda irrumpe con porras o rifles obligándolos a salir y, a no ser que uno piense que puede vencerlos, ¿qué otra cosa puede hacer?

Esta práctica es conocida como asalto de casas y hay muy poca gente en la ciudad que no haya perdido su hogar de este modo en un momento u otro. Pero incluso si uno tiene la suerte de salvarse de esta forma peculiar de desalojo, nunca puede prever si será víctima de uno de los falsos propietarios. 

Estos son chantajistas que aterrorizan prácticamente a todos los barrios de la ciudad, obligando a la gente a pagar dinero por el solo hecho de permitirles permanecer en sus apartamentos. Se presentan a sí mismos como dueños del edificio, estafan a sus ocupantes y casi nunca encuentran oposición.

Para aquellos que no tienen un hogar, sin embargo, la situación es desesperante. No hay ninguna vivienda desocupada pero, aun así, las agencias inmobiliarias siguen con su negocio: se anuncian cada día en los periódicos, ofreciendo apartamentos falsos, con el fin de atraer gente a sus oficinas y cobrarles por sus servicios. 

Nadie resulta engañado por esta práctica y, sin embargo, mucha gente está dispuesta a invertir hasta su último céntimo en estas promesas vacías. 

Llegan a las oficinas a primera hora de la mañana y esperan pacientemente, haciendo cola, a veces durante horas, sólo para sentarse ante un agente durante diez minutos y contemplar fotografías de casas con habitaciones confortables, situadas en calles arboladas, de apartamentos amueblados con alfombras y mullidos sillones de cuero; plácidas escenas que evocan el olor del café humeando en la cocina, el vapor de un baño caliente, los brillantes colores de las plantas en sus macetas sobre el alféizar. 

A nadie parece importarle que estas fotografías tengan más de diez años.

¡Tantos de nosotros nos hemos convertido otra vez en niños! No es que lo hayamos buscado, ya me entiendes, ni que seamos conscientes de ello. Pero cuando la fe desaparece, cuando comprendes que ni siquiera te queda la esperanza de recuperar la esperanza, entonces tiendes a llenar los espacios vacíos con sueños, pequeñas fantasías y cuentos infantiles que te ayuden a sobrevivir. 

Hasta a la gente más endurecida le resulta difícil contenerse; de repente dejan lo que están haciendo y se sientan a hablar de los deseos que han ido brotando en su interior. 

La comida, por supuesto, es uno de los temas favoritos. Es frecuente escuchar a un grupo de gente describiendo una comida hasta en sus más mínimos detalles, comenzando con las sopas y aperitivos y explayándose, lentamente, hasta llegar al postre, recreándose en cada sabor y especia, en cada uno de los aromas y gustos. Concentrándose primero en el método de preparación, luego en el efecto que produce la comida, desde el primer indicio de sabor en la lengua hasta esa sensación de paz que se expande, gradualmente, a medida que la comida baja por la garganta camino al estómago.

A veces, estas conversaciones pueden prolongarse durante horas y cumplen con un riguroso protocolo: uno no debe reírse, por ejemplo, ni permitir que el hambre le consuma, nada de estallidos emocionales, ni de suspiros imprevistos. Eso conduciría a las lágrimas y no hay nada que estropee tan rápidamente una conversación sobre comida como las lágrimas. 

Para obtener los mejores resultados, hay que dejarse llevar por las palabras de los demás, de este modo, es posible olvidar el hambre y penetrar en lo que la gente llama “el ámbito del nimbo alimentario”. 

Incluso hay algunos que creen que estas conversaciones pueden tener un valor nutritivo, si se llevan a cabo con la concentración suficiente y un sincero deseo de creer en las palabras de aquellos que participan.

Todo esto pertenece al “lenguaje fantástico”. Hay muchas otras formas de hablar en esta lengua, y casi todas comienzan cuando una persona le dice a la otra: “Yo desearía…”

Lo que deseen es totalmente irrelevante, siempre y cuando sea algo imposible: “desearía que el sol no se pusiera nunca”, “desearía que el dinero creciera en mis bolsillos”, “desearía que la ciudad volviera a ser como en los viejos tiempos”. 

Te haces una idea, ¿verdad? Cuestiones absurdas e infantiles, sin significado ni posibilidad de convertirse en realidad. 

Por lo general, la gente sostiene la teoría de que por muy mal que la situación estuviera ayer, siempre será peor hoy; lo que pasó hace dos días, mejor que lo de ayer. Cuanto más atrás te remontas, más hermoso y deseable parece el mundo. 

Cada mañana resurges forzosamente del sueño para enfrentarte a algo mucho peor que lo que nos tocó vivir el día anterior; pero al hablar del mundo que existía antes de ir a dormir, puedes engañarte a ti mismo y creer que el día de hoy es sólo un espejismo, ni más ni menos real que el recuerdo que guardas en tu interior de todos los otros días.

Puedo entender por qué la gente se presta a este tipo de juegos, pero yo no podría hacerlo. Me niego a hablar el lenguaje fantástico y, en cuanto escucho a otros haciéndolo, me aparto o me cubro los oídos con las manos. 

Sí, las cosas han cambiado mucho para mí. ¿Recuerdas qué fantasiosa era de pequeña? Nunca tenías bastante con mis historias, con los mundos que solía imaginar en nuestros juegos: “el castillo sin retorno”, “la tierra de la tristeza”, “el bosque de las palabras olvidadas”, ¿te acuerdas? 

¡Cómo me gustaba contarte mentiras, hacerte creer mis historias, y observar cómo tu cara se volvía seria mientras te conducía de una a otra escena increíble! 

Entonces te confesaba que acababa de inventarlo todo y tú comenzabas a llorar. Creo que adoraba esas lágrimas tuyas, tanto como tus sonrisas. Sí, es probable que fuera un poco cruel, incluso en aquellos días, ataviada con esos vestiditos que me ponía mi madre, con las rodillas huesudas y roñosas y mi pequeño sexo de bebé, aún sin vello. 

Pero tú me amabas, ¿verdad?; me amabas casi hasta el límite de la locura.

Ahora soy un dechado de sentido común y frío cálculo. No quiero ser como los demás, me doy cuenta de cómo les afectan sus fantasías y no permitiré que me pase lo mismo. 

La gente que usa el lenguaje fantástico siempre muere mientras duerme. Durante uno o dos meses andan con una extraña sonrisa en la boca y los rodea un extraño halo de enajenación, como si ya hubieran comenzado a desaparecer. 

Los síntomas, incluso sus primeros indicios, son inconfundibles: un ligero rubor en las mejillas, los ojos un poco más grandes de lo normal, la forma de arrastrar los pies en actitud de pasmo, el olor pestilente de la parte inferior del cuerpo. 

Sin embargo, es posible que sea una muerte feliz, estoy dispuesta a reconocerlo. Por momentos casi los envidio, pero no puedo dejarme llevar, no voy a permitirlo. Voy a aguantar tanto como pueda, incluso si eso significa mi muerte.



Otras muertes son más dramáticas. 

Están los “corredores”, por ejemplo, una secta que corre por las calles a la mayor velocidad posible, sacudiendo los brazos de una forma salvaje, golpeando el aire, gritando con todas sus fuerzas. Casi siempre van en grupos, seis, diez, incluso veinte, arrojándose juntos a la calle, sin hacer un solo alto en el camino, corriendo y corriendo hasta caer de agotamiento. 

La cuestión es morir lo más pronto posible, forzarse a sí mismo hasta el punto en que el corazón no pueda más. Los corredores dicen que nadie se atrevería a hacer esto en solitario. Al correr juntos, cada miembro del grupo es arrastrado por los demás, animado por los gritos, conducido al frenesí de una resistencia autodestructiva.

Resulta irónico, pero para poder matarse corriendo, primero hay que entrenarse para ser un buen corredor. De lo contrario, nadie tiene la fuerza para llegar lo suficientemente lejos. 

Los corredores, sin embargo, sufren una ardua preparación antes de alcanzar su destino y, si se caen antes de llegar a ese destino, saben cómo levantarse de inmediato para proseguir. 

Supongo que es una especie de religión. Tienen varias oficinas en la ciudad, una en cada una de las nueve zonas censadas, y para unirse a ellos es necesario cumplir con una serie de complicados requisitos previos: aguantar la respiración debajo del agua, hacer ayuno, poner la mano en la llama de una vela, no hablar a nadie durante siete días. 

Una vez que uno ha sido aceptado, debe someterse a las reglas del grupo, lo cual supone de seis a doce meses de vida comunal, un programa estricto de ejercicios de entrenamiento y la reducción progresiva del consumo de alimentos. 

El individuo está preparado para la carrera de la muerte en el momento en que alcanza, de forma simultánea, su mayor grado de fortaleza y debilidad. En teoría, podría correr indefinidamente; pero, al mismo tiempo, el cuerpo ha consumido hasta sus últimos recursos. 

Esta combinación produce el resultado deseado: el día señalado, uno sale temprano con sus compañeros y corre hasta que logra escapar de su cuerpo, corre y grita hasta que remonta el vuelo fuera de sí mismo. Por fin, el alma se escabulle hacia la libertad, el cuerpo cae al suelo y uno muere.

Los corredores proclaman que su método resulta infalible en más del noventa por ciento de los casos, lo cual significa que casi nunca es necesario repetir la carrera de la muerte.

Las muertes solitarias son todavía más frecuentes; pero incluso estas se han transformado en una especie de ritual público. La gente se sube a los lugares más altos con el único propósito de saltar. Se le llama “el último salto” y debo admitir que presenciarlo despierta un sentimiento conmovedor, la sensación de que un nuevo mundo de libertad se abre en tu interior.

Ver la silueta dispuesta a saltar en el borde del techo, luego, siempre un momento de duda, como un intento por prolongar esos segundos finales, y la forma en que tu propia vida parece agolparse en la garganta. Entonces, de súbito, porque nunca puedes saber exactamente cuándo va a suceder, el cuerpo se arroja al vacío, se lanza volando hacia el suelo. 

El entusiasmo de la multitud te llenaría de asombro, escuchar sus ovaciones frenéticas, ser testigo de su exaltación. Es como si la violencia y la belleza del espectáculo los liberara de sí mismos, les hiciera olvidar la miseria de sus propias vidas.

El “último salto” es algo que todo el mundo es capaz de comprender y que responde a los más íntimos deseos de la gente: morir en el acto, desaparecer en apenas un instante breve y glorioso. A veces pienso que la muerte es lo único que logra conmovernos. Constituye nuestra forma de creación artística, nuestro único medio de expresión.

A pesar de todo, algunos de nosotros conseguimos sobrevivir. Porque incluso la muerte se ha convertido en un medio de vida. Con tanta gente intentando llegar a su fin, meditando sobre todos los medios para abandonar este mundo, abundan las oportunidades para obtener beneficios. 

Una persona lista puede vivir bastante bien de la muerte de los demás, porque no todos tienen el coraje de los que corren o de los que saltan, y necesitan ayuda para llevar su decisión a la práctica. 

La capacidad para pagar por estos servicios es, naturalmente, un requisito previo y por eso muy pocos, sólo los más ricos, pueden permitírselo. Sin embargo, el negocio es bastante activo, sobre todo en las Clínicas de Eutanasia, que ofrecen varios procedimientos de acuerdo con lo que uno esté dispuesto a pagar. 

El método más rápido y seguro no lleva más de una o dos horas y aparece anunciado como el “viaje de retorno”.

Uno se registra en la recepción de la clínica, paga su billete y es conducido a una habitación pequeña con una cama recién hecha. Un asistente lo arropa y le pone una inyección; entonces, uno se queda dormido y no despierta nunca más. 

El sistema siguiente en la lista de precios es el “viaje maravilloso”, que tiene una duración de uno a tres días y consiste en una serie de inyecciones, espaciadas a intervalos regulares, que producen en el cliente una sensación exacerbada de euforia y felicidad hasta que, por fin, se administra la inyección última y fatal. 

Luego está el “crucero de placer”, que puede prolongarse hasta dos semanas. Y donde los clientes son invitados a participar en una opulenta forma de vida, atendidos de un modo que recuerda al de los viejos hoteles de lujo. Hay comidas elaboradas, vinos, diversión e incluso un burdel, que atiende las necesidades tanto de hombres como de mujeres.

Todo esto eleva bastante el precio; pero, para algunos, la oportunidad de vivir la buena vida, aunque sólo sea por tan poco tiempo, constituye una tentación irresistible.

Las Clínicas de Eutanasia, sin embargo, no son la única forma de comprar nuestra propia muerte. Tenemos también los denominados “clubes de asesinatos”, que últimamente han obtenido una gran popularidad. 

Una persona que quiere morir, pero que tiene demasiado miedo para suicidarse, se une al club de asesinatos de su zona por unos honorarios relativamente modestos y allí se le asigna un asesino. 

Al cliente no se le dice nada acerca de los arreglos para concretar su muerte y todo lo que se refiere a este tema continúa siendo un misterio para él: la fecha, el lugar, el método a emplear, la identidad de su asesino. 

En cierto modo, la vida sigue como siempre; la muerte permanece en el horizonte, como una realidad absoluta pero, aun así, un misterio en cuanto a su forma específica. 

Los miembros del club de asesinatos tienen la oportunidad de aspirar a una muerte rápida y violenta en un futuro cercano; una bala en la cabeza, un cuchillo en la espalda, un par de manos alrededor del cuello en medio de la noche. 

A mí me parece que el efecto que produce todo esto es el de volverlo a uno más alerta, ya que la muerte deja de ser una abstracción y se convierte en una posibilidad real que acecha en cada momento de la vida. 

En lugar de someterse pasivamente ante lo inevitable, aquellos que van a ser asesinados tienden a volverse más prevenidos, más ágiles en sus movimientos, más llenos de una sensación vital, transformados ante una nueva concepción de las cosas. 

Incluso muchos de ellos cambian de idea y vuelven a optar por la vida; pero esto no es nada fácil porque una vez que se ingresa en un club de asesinatos, no está permitido arrepentirse. Sin embargo, si uno logra matar a su homicida, será liberado de su compromiso o, si lo prefiere, contratado como asesino.

Aquí reside el peligro del trabajo de asesino y es por eso que está tan bien pagado. Es raro que un asesino resulte muerto, ya que él tiene siempre más experiencia que su supuesta víctima, pero a veces sucede. 

Entre los más pobres, en especial hombres jóvenes, hay muchos que esperan meses, incluso años, para poder ingresar en un club de asesinatos. La idea es que acaben contratándolos como asesinos, para acceder a un nivel de vida más elevado. 

Muy pocos lo consiguen. Si te contara la historia de muchos de estos chicos, no podrías dormir durante una semana.

Todas estas cuestiones traen como consecuencia un montón de problemas prácticos: los cadáveres, por ejemplo. 

Aquí la gente no se muere como en los viejos tiempos, expirando tranquilamente en sus propias camas o en el limpio santuario de un hospital; mueren allí donde estén y eso, casi siempre, significa la calle. 

No estoy hablando tan sólo de los corredores ni de los saltadores, ni de los miembros de los clubes de asesinatos (estos apenas constituyen una minoría), sino de amplios sectores de la población. 

La mitad de la gente carece de vivienda y no tiene ningún lugar adonde ir, así que hay cadáveres allí donde uno mire, en las aceras, en los portales, incluso en la calle. No me pidas que te dé detalles, para mí ya es suficiente contártelo, más que suficiente. 

Aunque no puedas creerlo, el verdadero problema no es nunca la falta de compasión; aquí nada es tan frágil como el corazón.

Casi todos los cadáveres están desnudos. Los traperos asuelan las calles a todas horas y nunca pasa mucho tiempo antes de que a un muerto se le despoje de sus pertenencias. 

Lo primero que desaparece son sus zapatos, ya que estos tienen una gran demanda y son muy difíciles de conseguir. Los bolsillos atraen la atención en segundo lugar, pero por lo general desaparece todo, las ropas y cualquier cosa que contengan. 

Luego llegan los hombres con pinzas y tenazas a extraer los dientes de oro y plata de los muertos. Como no hay ninguna posibilidad de escapar a este destino, muchas familias se encargan por sí mismas de estas tareas, evitando dejarlas en manos de extraños. 

En algunos casos lo hacen por el deseo de preservar la dignidad de sus seres queridos, en otros, simplemente por egoísmo. Pero tal vez no sea una cuestión tan sutil; si el diente de tu marido puede alimentarte durante un mes, ¿quién puede culparte por quitárselo? 

Este tipo de actitud resulta aberrante, ya lo sé, pero aquí, si uno quiere sobrevivir, debe aprender a dejar a un lado los principios.

Cada mañana el ayuntamiento envía camiones a recoger los cadáveres. Esta es la función principal del gobierno y en ella se gasta más dinero que en cualquier otra. 

La ciudad está totalmente rodeada por los crematorios —los denominados “centros de transformación”— y puede verse el humo elevándose hacia el cielo día y noche. Pero con las calles en tan mal estado, tantas de ellas reducidas a escombros, este trabajo se vuelve cada vez más difícil.

Los conductores se ven forzados a parar los camiones y seguir la búsqueda de cadáveres a pie, lo cual demora mucho la tarea. A todo esto, se suman las constantes averías de los camiones y las ocasionales explosiones de cólera de los mirones. 

Tirar piedras a los trabajadores de los “camiones de la muerte” es una actividad muy común entre los que carecen de vivienda. A pesar de que los camioneros van armados y se sabe que han llegado a disparar a la multitud con ametralladoras, algunos de los que arrojan piedras son muy hábiles escondiéndose y, a menudo, sus tácticas de golpear y correr convierten el trabajo de recogida en un completo fracaso. 

No existe ningún motivo coherente que justifique estos ataques; surgen de la ira, el rencor y el aburrimiento y, como estos trabajadores son los únicos representantes oficiales que se dejan caer por la vecindad, se convierten en el blanco más fácil. 

Tal vez podría decirse que las piedras representan el descontento del pueblo por un gobierno que no hace nada por ellos, hasta que mueren. Pero eso sería hilar demasiado fino; las piedras son una expresión de infelicidad y eso es todo. 

En la ciudad no existe la política como tal. Todos están demasiado hambrientos, demasiado perturbados, demasiado enfrentados entre sí como para pensar en eso.



Fragmento del libro In the Country of Last Things (1987) de Paul Auster.





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Paul Auster, autor de la “Trilogía de Nueva York”, fallece a los 77 años

Por Tom Vitale

“Paul Auster, autor cuyas novelas abordaban cuestiones existenciales de identidad, lenguaje y literatura y creaban misterios que planteaban más preguntas de las que respondían, ha muerto”.



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