A Cuban Hero

Recuerdo que Erika estaba sentada a tu derecha cuando contó la historia, en aquella fiesta frívola a la que me dejé arrastrar, como hago siempre contigo. Erika presume de elegante, pero tiene ¿cómo te diría? esa especie de vulgaridad esencial, vernácula, que tantos hombres encuentran seductora, y que la convierte siempre en el centro de cualquier reunión. Aquella manera de preguntarse en voz alta cómo una mujer cuya belleza casi cortaba la respiración podía estar emparejada (usó esa palabra, y un deje despectivo) con “esa bestia sin la menor gracia”, los hizo sonreír a todos, entre sobreentendidos procaces. Yo no, pues compartía nombre con “la bestia”, y la solidaridad primitiva con el homónimo se alió con el malhumor que me provocan las variantes, más o menos sofisticadas, del escarnio público.

La historia que contó Erika esa noche fue más o menos como sigue.

Él era un trabajador de la Base Naval de Guantánamo, y ella, por ese entonces, antes de llegar a ser la modelo famosa en cuyo honor se celebraba la fiesta, una pobre guajirita que vivía enclaustrada por una estricta familia de cuáqueros filipinos.

El caso es que se conocieron en uno de esos encuentros ocasionales entre aquellos dos mundos limítrofes, separados por una lengua de mar y el abismo de todas las prohibiciones imaginables, incluida la política. Noviaron en largas cartas de caligrafía apretada que les traía una celestina de nueve años, hasta que vino la primera cita, el largo asedio a una virginidad rocosa, y luego los otros encuentros, los del placer y la desesperación. Para poder verla, de noche, siempre a escondidas, él cruzaba a nado la bahía que, según se decía, estaba llena de minas. Hasta que un día ella se decidió e hizo el trayecto opuesto, en los hombros de aquella especie de criatura marina de modales desaliñados: un Hombre Anfibio, como el de la película rusa.

Desde niño, el mar parecía su elemento. Lo era aún, pues trabajaba en la marina, a cargo de yates ajenos, como el de los anfitriones de la fiesta, nuevos ricos con finca rococó, en busca de pretextos diarios para salvar el aburrimiento. Los cruces arriesgados y el definitivo rapto marino habían sellado algo así como un pacto, que protegía a aquella pareja inverosímil de Bella con Bestia, de princesa filipina elevada a las pasarelas de South Beach con su impresentable Quasimodo buzo, contra cualquier insinuación o ruego. Como prueba del compromiso, nos contó Erika, quedaba un tatuaje que podía verse en algunas revistas de moda: una pequeña isla sobre el omóplato, como si allá, del otro lado, cargara siempre consigo la memoria de la isla perdida.

Es una historia ya escrita pensé, son Hero y Leandro con final feliz, el amante que cruza el mar para estar con su amada. Hay muchas variantes, pero en esencia es la misma. ¿Te acuerdas del piloto aquel que regresó en una avioneta para sacar a su mujer y a sus hijos? Es como Byron cruzando el Helesponto, de Abydos a Sestos; la prueba de que se puede ser cojo y vencer a los demonios de la geografía. Era un gran nadador, ¿sabes? Cruzó el Tajo, nadó cuatro horas desde Lido a Venecia para ganar una apuesta. Lo romántico es un poco eso, esa rebelión. Porque así como apreciamos la bendición del tiempo, que todo lo cura y dulcifica, cargamos también con la maldición del espacio, que a todos nos condena.

Y entonces se me ocurrió escribir un cuento sobre las frustraciones de algunos paisajes, sobre esa maquinaria perfecta y engañosa que es confiarlo todo al simple transcurrir del tiempo, sobre nuestra incapacidad para aceptar lo dividido, más que lo perdido. Sí, ya sé, es una manera de convertirlo todo en literatura, pero al final es posible, piénsalo, que el mundo funcione realmente a partir de este tipo de historias; que no haya más que relatos, todo el tejido de lo real cubriendo el asombroso cuerpo de la ficción: metamorfosis nuestras de cada día, recintos y esperas, zambullida nocturna, isla tatuada, el tiempo detenido en ese raro instante de felicidad que nos libera.