Un fetiche robado

Tal vez la culpa sea de Raymond Roussel, campeón de raros, “presidente de la República de los Sueños” (como lo bautizó Cocteau), mecenas, dandi, máquina célibe. Es él quien paga el viaje que Michel Leiris cuenta en L’Afrique fantôme, esa rara mezcla de diario personal y cuaderno de etnógrafo. Un poeta treintañero vuelto archivista, un desertor del surrealismo devenido secretario de una misión antropológica que ha de servir, entre otras cosas, para “curarlo” de sus fobias sexuales. Atrás, abortado, queda el psicoanálisis que le ha exigido su amigo Bataille: África será su nueva forma de mirarse por dentro.

Paradójico que haya sido el autor de Locus Solus quien financiara parte de esa empresa (como un favor a su amigo, el padre de Leiris, que se ocupaba de administrar su inmensa fortuna de ocioso). Roussel, que es justamente el emblema del anti-viaje etnológico: el escritor encerrado en su camarote, el que le da la vuelta al mundo en una caravana de nueve metros sin ventanas para que el paisaje no le moleste. El que solo se asoma a Persia cuando se le estropea, en Tyr, una goma de su casa rodante. El que al ser requerido por un amigo para que le enviase un raro objeto exótico de la India optó por mandar un calentador eléctrico. El opuesto perfecto del escritor de viajes, que tras recorrer Europa, Australia y Nueva Zelanda, las islas del Pacífico, China, Japón, América, Egipto y todo el norte de África, Constantinopla y el Asia Menor, entre muchos otros lugares, se siente en la obligación de aclararnos que “ninguno de esos viajes me procuró el menor material para mis libros”. Roussell, en fin, explorador de esa Anti-África de las Impressions d’Afrique y Nouvelles Impressions d’Afrique.

En el otro extremo de ese péndulo causal está Marcel Griaule, antropólogo, chef de mission, ex militar, detective y pionero de los llamados “estudios de campo”, que antes de convertirse en autoridad sobre los mitos y rituales dogon va a inaugurar la etnografía francesa con este viaje africano de rapiña: comienza en Dakar, al oeste, en el otoño de 1931 y termina en Yibuti, en la primavera de 1933, tras atravesar el continente con un botín de más de 3500 piezas.

Se habla de Griaule como un depredador obsesivo, alguien obsesionado con un secreto, decidido a llegar al fondo de los rituales, aunque para ello tenga que arrancar confesiones o pruebas “auténticas”. Durante esos primeros días, Griaule vaga entre las respuestas confusas, esquivas o contradictorias de los informantes. Se vuelve un poco paranoico. Sospecha que le esconden algo. No soporta la manera ambigua en que le cuentan los mitos: “Su incoherencia aparente no es más que el resultado de un subterfugio destinado a disimular la verdad”. Atribuye esas resistencias a la mala voluntad de los informantes o al miedo a los tabúes, pero ni siquiera hoy podemos explicarnos cómo los dogon sabían, sin telescopio, de la existencia de la estrella satélite de Sirio.

Se trata de pagar, entonces; de comprar a esa gente el secreto de sus máscaras, de forzarlos a vender su alma. Así vagan por esas aldeas africanas Leiris y Griaule, como dos personajes de una rara comedia: uno con su libreta de apuntes, el otro con sus armas, sus provisiones y su bolsa predispuesta. Pareja dispareja, bouvard & pécuchet de una mitología confusa, queriendo saber, ofreciéndose a comprar todo lo que ven (máscaras, ropas, puertas, aperos de labranza, etc.) Pero resulta que el “secreto” por el que se pide una compensación económica no será místico, el fin de un recorrido iniciático, sino más bien algo cercano a nuestros secretos industriales, a nuestras patentes registradas: algo que ha costado dinero y que sirve para ganar dinero. Para convencer a los más remisos, uno de los colaboradores de la misión, un teniente nativo, explica a los dogon que la razón del interés de los franchutes en la información precisa era que a su regreso a Francia iban a montar asociaciones similares.

Leiris, que es escritor y sabe de ambigüedades, sospecha del engaño básico de lo antropológico: expresa abiertamente sus reservas sobre la pretensión de objetividad etnográfica y en su cuaderno se permite contar sus propias cuitas, sus alegrías y frustraciones personales. Por dentro, no es muy diferente de esa gente a la que debe describir y clasificar.

Pero a veces tiene que ser cómplice. Tiene que creer en el secreto, tiene que ejercer su licencia para robar. ¡Por su bien! La ciencia avanza, el conocimiento progresa, no importa que se prive a esa gente de sus garantías metafísicas. Todo debe ser recogido e inventariado. Máscaras, estatuillas, cerámica, instrumentos musicales, animales vivos o muertos, telas… ¡Hasta setenta cráneos estudiados con los métodos raciales del momento!

Ahí están en Gambia, Leiris y Griaule, el 6 de septiembre de 1931, asomados esta vez a un kono de los bambara, soñando con la rafle, el raid, la razzia, el asalto definitivo a ese tentador altar, con sus nichos llenos de cráneos y huesos de animales sacrificados cubiertos de sangre seca. A la vista hay una calabaza vacía, una flauta de cuerno, trozos de madera, hierro y cobre. Para ir más allá hay que matar; el informante da la receta: la masacre de un pollo permitirá el acceso. Mandan a llamar al sacrificador. Griaule está exultante, como niño en una juguetería: se impacienta, no resiste, entra al santuario, remueve tablas, se pone a buscar en calabazas y rincones, se guarda unas flautas en las botas. El líder anuncia que hay que esperar a la persona indicada para derramar sangre y permitir el acceso; ellos lo amenazan con represalias en caso de que no entregue el secreto de su altar a cambio de un puñado de monedas. Le dicen al pobre hombre que la policía, supuestamente escondida en el camión que los trajo, se los llevará a él y a otros notables de la tribu hasta el pueblo más cercano, donde tendrán que rendir cuentas ante los tribunales. Dos matones metafísicos, insaciables, regatean contra lo sagrado, un tabú, algo que ni las mujeres ni los no circuncisos deben ver, bajo pena de muerte. Pero Griaule y Leiris ya están decididos: entran al altar, roban la máscara y salen del pueblo “con una aureola de demonios o bastardos poderosos y audaces”.

Al día siguiente, antes de abandonar Diabugu, encuentran otro trofeo: un boli. Leiris está nervioso: “Mon coeur bat très fort, car, depuis le scandale d’hier, je perçois avec plus d’acuité l’énormité de ce que nous commettons…”. Esta vez le toca a él cargar con el objeto sagrado: una especie de cochinillo de fango, de casi quince kilos. (El mismo procedimiento: llaman al jefe del pueblo, lo amenazan, lo “indemnizan” con unos francos). El jefe, por supuesto, duda: se trata de un fetiche, un “objeto fuerte”, investido con poderes inmensos. Su robo es un gran sacrilegio. Pero los ladrones se imponen, y el objeto acaba en París, en la colección del Museo del Hombre, antes de viajar por todo el mundo tras un cristal, como una joya rara.

¿Qué es exactamente un boli? La palabra alude a la salida, emanación, manifestación de un espíritu superior. No es una figura tallada, sino construida a partir de un núcleo inicial de madera, al que se le agregan capas de arcilla y otros materiales: tierra, coágulos de sangre sacrificial o menstrual, cortezas, miel, nueces de kola masticadas, mijo, pequeñas piedras, cerveza. No se esculpe, se amasa. Sus formas mal definidas implican un secreto que solo los conocedores pueden penetrar. Se guarda en un santuario o en la casa de un sacerdote y su poder se reactiva con la sangre de los animales sacrificados. Es un objeto para inspirar miedo y sugerir un misterio, uno de los más sagrados pilares de la religión bambara o mandinga, junto con las máscaras. De hecho, en muchas localidades habitadas por los malinké o bambara, cada sociedad de iniciados, cada familia, cada hombre influyente poseía y todavía posee su propio boli. Es la manifestación de la fuerza vital, la energía de un espíritu deificado.

Todos esos elementos dispares que lo componen, dicen algunos intérpretes, simbolizan las diversas partes del universo, de modo que el conjunto puede leerse como un modelo de esa cosmología, una especie de atlas metafísico. También se ha observado que los recubrimientos sacrificiales del boli son muy similares al contenido no digerido de estómagos humanos, mientras que los interiores del ídolo están hechos de materiales asociados con el exterior del cuerpo. Por esta razón, a veces se les interpreta como representaciones de animales y personas vueltas del revés: las tripas por fuera y el exterior oculto. Un pequeño cosmos, pero también un cuerpo invertido, como un guante. (“En relación con la vida, el arte no es otra cosa que un guante al revés”, escribió Morton Feldman).

Miren bien ese animal primero e impreciso, convertido en mascota de sangre. Una criatura que parece moldeada por un niño. Un dios del vacío, que pide ser saciado. Eso les roba Leiris a los bambara.