Entre cubanos, ya se sabe, el cerdo es sinónimo del banquete, emblema de las relaciones entre comida y familia. Mucha gente lo considera el epítome de la “comida cubana”, y no les falta razón. Como sucede con todas las cosas que están en el meollo de una cultura, tenemos numerosas maneras de nombrarlo: puerco, macho, lechón, chancho, marrano, verraco… son algunas de las palabras que dedicamos al animal, siempre asociado a la Fiesta.
Pero la otra cara de nuestra exaltación culinaria, doméstica y festiva del cerdo es una larga crónica del hambre que se prolonga durante décadas. Muchos relatos truculentos del llamado Periodo Especial (a partir de 1989) tienen como protagonista un cerdo criado en la bañera de un departamento, en medio de La Habana. Versiones extremas hablan de cerdos operados de las cuerdas vocales para que no gritasen durante su cautiverio. Y otras leyendas urbanas, menos confiables, añaden escenas gore: cerdos criados en medio del severo racionamiento de energía eléctrica, que solo podían ser sacrificados por trozos y eran mantenidos vivos tras sufrir mutilaciones parciales para que la carne no se descompusiera sin posibilidad de congelarla durante aquellos apagones interminables.
En medio de “la fluidez de la masa humana”, se puede sentir la inminencia de lo misterioso.
Varios escritores cubanos se han ocupado del asunto. Un cuento navideño de José Manuel Prieto, “Muere Yorkshire”, eleva el sacrificio del cerdo a un dilema conradiano, con un personaje que recuerda a Lord Jim, atormentado por un error irreparable de su pasado. Que no es otro que acompañar a su padre en el artero asesinato de un cerdo considerado, casi, como un miembro más de la familia. Ronaldo Menéndez tiene otro relato, “Cerdos y hombres”, donde habla de esta rara convivencia. Y vuelve sobre el tema en una noveleta, Las bestias, en la que se mezclan un complot, un asesinato y la historia de la crianza de un cerdo (“máquina de devorar todo lo que no sea su propio cuerpo”) en la bañera de una casa destartalada. También Francisco García publicó hace unos años un estremecedor relato titulado “El año del cerdo”, en el que fabula con las afinidades entre el sacrificio de un “macho” y el de un humano sustituto “luego del fracaso de las exportaciones y ante el colapso de la ganadería”.
Pero me interesa hablar aquí de otro cuento, anterior, uno de los mejores escritos por un cubano, que trata sobre la extraña metamorfosis de un niño en cerdo. Se llama “El caramelo” y lo escribió Virgilio Piñera, en 1962. Aparece en casi todas las antologías importantes del género en Cuba y hay noticia de que su autor estaba orgulloso de él. Tiene lugar en una guagua, ese ómnibus rugiente donde Lezama Lima también situará una escena (capítulo XIII) de su célebre novela Paradiso.
En la guagua de Piñera, sin embargo, suceden cosas que nada tienen que ver con el barroco desbordante de Lezama: el tono de este cuento empieza rozando el costumbrismo y termina en lo fantástico-policial. Como en varios relatos de Cortázar, a quien Piñera leyó con provecho, el proceso es gradual: lo cotidiano primero deja ver flecos de extrañeza, indicios de “algo raro”, y por ahí el lector se adentra paso a paso en la inquietud, hasta que finalmente se revela el hecho inconcebible.
Resumo la trama. Tras desayunar en el Ten Cents, una célebre cafetería habanera de esos años, el protagonista del relato se sube a una guagua llena (“animal misterioso”, la llama) donde, por lo que considera un golpe de suerte, acaba sentado. En su asiento (uno lateral, de tres personas) van, de un lado, una hermosa muchacha, y del otro, una desagradable anciana con su no menos desagradable hijo sobre las piernas. En medio de “la fluidez de la masa humana”, se puede sentir la inminencia de lo misterioso, algo “medio raro”. Poco a poco, la vieja y su presunto nieto (“simbiosis de infancia y senectud”) se van haciendo molestos para el protagonista del cuento. Hay algo bestial y repugnante en “este pequeño monstruo (…) dotado por la naturaleza con una pilosidad superabundante para sus cortos años (no le doy más de cinco): brazos y piernas muestran negros pelos, gruesos como cerdas de jabalí; los de la cabeza le brotan desde las mismas cejas y terminan hacia la nuca en un mare mágnum de cabellos encrespados que el aire que entra por la ventanilla levanta impetuosamente”.
Está muerta. ¿Ha sido envenenada o simplemente ha fallecido por otra causa?
De pronto, el niño despierta y pide un caramelo. La abuela saca la golosina, color verde oscuro, de un pastillero, pero, casi a punto de ponerla en la boca del niño, cambia de idea y le sugiere dársela “a esa linda muchacha” del otro lado del asiento. El niño coge el caramelo con la punta de los dedos (“sin una protesta, sin un mohín de disgusto, con la misma frialdad con que el asesino elige a su víctima”) y lo se lo pasa a la muchacha, que lo toma maquinalmente. “Cómetelo”, le pide, y la abuela también insiste: “Por favor, cómase el caramelo, de lo contrario mi nieto no querrá comerse el suyo”. Ha sacado del pastillero otros dos caramelos, no verdes, como el de la muchacha, sino blancos.
Todos se comen sus caramelos; la vieja y el niño se ponen a dormitar, desconectados de lo circundante, y la guagua sigue su viaje. De pronto, ante la mirada atónita del narrador-protagonista, la joven se desploma: está muerta. ¿Ha sido envenenada o simplemente ha fallecido por otra causa? El protagonista se precipita a socorrerla. La guagua se detiene. Empieza una lluvia torrencial. Un policía que viajaba en el ómnibus se abre paso hasta el cadáver esgrimiendo un absurdo revólver. Como en un teatro, se empiezan a sumar extrañezas, preguntas. ¿Quién ha sido el asesino? ¿Hay un asesino? ¿Quiénes son los testigos? El policía, desconcertado, va en busca de su superior: un capitán. La guagua entonces se convierte en improvisada funeraria donde tiene lugar el velatorio entre desconocidos. La vieja-y-el-niño o el niño-y-la-vieja, sobre quienes recaen de inmediato las sospechas del narrador, siguen dormidos, ajenos a todo. El cadáver extiende poco a poco una atmósfera de odio entre los pasajeros, condenados al encierro. Alguien propone arrojarlo por la ventanilla. Otros tejen hipótesis y sospechas en una confusa maraña de grosería e insensibilidad colectiva. El narrador, por su parte, está cada vez más convencido de haber asistido a un envenenamiento.
Llegan los policías (cabo y capitán). El narrador le confiesa sus sospechas. El capitán despierta a la vieja para interrogarla: ella lo niega todo. Él le menciona a su nieto, aún medio dormido. ¿Qué nieto? replica la imputada. Y entonces, ante la mirada de asombro de los presentes, el supuesto nieto resulta ser un cerdo, “un puerquito monísimo que acabo de comprar”.
El ómnibus tal vez pueda ser equiparado a la Revolución como vehículo de un viaje accidentado y dramático hacia ninguna parte.
Cunde la confusión entre el narrador y los pasajeros. Se contrastan versiones. La clave de lo sucedido de pronto pasa a ser el pastillero. Se hace un registro y la prueba definitiva resulta estar… en el bolsillo del narrador, que, tartamudeando, intenta convencer al policía (“¡Te pusiste fatal! Ya ves, al mejor escribiente se le va un borrón…”) de una inocencia indemostrable. Se ha consumado el crimen perfecto.
Piñera se divierte, por supuesto, cruzando referencias y satirizando la irresponsable complicidad de los pasajeros con la estupidez policial, para lo cual usa numerosos giros del argot popular de la época. La escena de la vieja batallando con el niño-cerdo recuerda de inmediato el absurdo de Alicia en el país de las maravillas, cuando la protagonista forcejea con el niño mascota que le arroja la Duquesa: un niño malcriado que, como el de la vieja, acaba convertido en simpático cerdito. Pero en el relato de Piñera sobre esa metamorfosis en una guagua encubre también una suerte de apólogo social. Así lo ha notado el poeta cubano Pedro Marqués de Armas: “bien visto, nada distingue la abyecta pilosidad del niño-puerco de la ratonera en que se mete el sabiondo tencenero, como tampoco, de la masa cuando expresa su asco ancestral”.
En efecto, es del pueblo de lo que quiere hablarnos Piñera, de un avatar de esa “nación tan simpáticamente modesta” a la que se refirió alguna vez su amigo Gombrowicz. La gente, primero curiosa y luego indiferente, comenta que llegarán tarde, o tratan de “no meterse en líos”. Algunos están rabiosos por el tiempo perdido. Van tomando distancia del cadáver, o dejando claro que “esta tipa [¡la muerta!] no es de mi gente”, tejiendo una red de murmuraciones donde la evidencia tiene cada vez menos peso. En esa guagua todo es doxa, puro chisme. La metamorfosis del niño es el correlato de la transformación gradual del medio: hay una “bestialización” del público mucho más sutil pero no menos terrible que la metamorfosis “criminal” con que termina el cuento.
Mientras viajan en el ómnibus, que tal vez pueda ser equiparado a la Revolución como vehículo de un viaje accidentado y dramático hacia ninguna parte, toda esta gente se ha empezado a deshumanizar. Y eso se nota también en la vernaculización progresiva del lenguaje. Uno de los grandes méritos literarios de Piñera, tanto en su narrativa como en su teatro, fue indagar en ese absurdo carnavalesco de lo cubano, en ese “choteo” que expresa una lenta degradación de lo cívico, la reducción gradual de la sociedad a la categoría de “pueblo”, de “masa”. Esas pequeñas gradaciones o distancias convertidas en preludio de una metamorfosis irreversible.
Ya sé que todas las ficciones tienen su propia lógica, pero no puedo evitar pensar en “El caramelo” como si se tratase de una visión más o menos premonitoria de nuestra degradación como país: justicia torcida, verdad ignorada, pasajeros engañados, o cómplices o cada vez más indiferentes.