Virgilio Piñera antes, durante y después del miedo

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Yo, nacido y criado en La Habana, nunca había puesto un pie en Mantilla.

Visité por primera vez al periodista y pintor Yonni Ibáñez en 1990, o quizás en 1991. Me recibió un jueves al filo de la medianoche, en una especie de galería-zaguán que se alargaba a un costado de la vivienda donde había muerto su abuelo, Juan Gualberto Gómez.

La casona, una de esas construcciones residenciales de significativo empaque, tenía una placa patrimonial, de bronce, en la entrada.

Se alzaba en ese barrio, Mantilla, y hacía esquina, bordeada por muros altos y sólidos. Lucía un jardín en el que maduraban las guayabas y los caimitos. Un jardín a dos aguas, dividido por un sendero de piedra.

En esa oportunidad yo iba en compañía de mi amigo Fernando Tabío, que me presentó a Yonny como escritor. Recuerdo su asombro al comentarle que acababa de escribir un conjunto de ensayos sobre los cuentos de Virgilio Piñera.

Meses más tarde, frente a algunos amigos entre quienes se hallaba Juan Piñera, el músico sobrino del escritor, leí parte de mis reflexiones. En 1993 aparecerían agrupadas bajo el título de La poética del límite.

Yo no sabía que esa zona de la casa donde Yonny solía recibir a sus amigos, había sido bautizada, precisamente por Virgilio Piñera, como “La Ciudad Celeste”.

Su figura era una sombra incómoda para la cultura oficial.

Bien avanzada la noche, era común que allí fueran reuniéndose jóvenes poetas, actores, estudiantes de literatura y artistas en general, entre quienes, años atrás, el autor de Cuentos fríos se sentía muy cómodo, en especial en una época donde su figura era una sombra incómoda para la cultura oficial.

Sin embargo, mi visita a “La Ciudad Celeste” ocurrió cuando, poblada ya por fantasmas y recuerdos, su declinación era un hecho. Aun así, aquel espacio funcionaba como biblioteca improvisada, sitio de anuncios (había un tablón con noticias culturales), sala de conferencias y salón de té.

El centro de todo aquello solía ser, cuando asistía, el hombre de La isla en peso, que se hacía de rogar antes de leer algún texto inédito. Pero como los conocidos arrastraban consigo a otros conocidos y hasta a curiosos con buenas intenciones, y los tiempos eran, además, de vigilancia cultural, no era exagerado sospechar.

Y era el propio Virgilio el primero en hacerlo. Prometía leer un texto nuevo (por ejemplo, alguno que más tarde aparecería en Una broma colosal, muerto ya el escritor), y, de repente, cambiaba de idea. Ensombrecido por justificadas suspicacias, se guardaba los papeles.

En ese instante, con voz teatral, falsamente incómoda, y algún retintín, le pedía a Yonny que le alcanzara su ejemplar de la edición de Las furias, su “inofensivo” poemario de 1941.

Un perseguido en quien sus perseguidores veían un peligro.

He aquí una pequeña maniobra de un perseguido en quien sus perseguidores veían un peligro. Los perseguidores fueron muy aplicados: acosaron también a quienes se acercaban, o querían acercarse, al poeta, y los disuadieron de visitarlo (así me ocurrió cuando empezaba mi segundo año, curso 1978-1979, en la Facultad de Filología de la Universidad de La Habana).

En los 1970s, los perseguidores irrumpieron en la vida privada de Yonny Ibañez y le prohibieron expresamente que siguiera recibiendo en “La Ciudad Celeste” a aquel grupo de “infidentes” capitaneados, al parecer, por el escritor más grande de la isla.[1]

Durante los diez últimos años de su vida, en concreto desde la aparición de su pieza teatral Dos viejos pánicos, en 1968, hasta su muerte en 1979, Virgilio Piñera nunca dejó de ser un escritor custodiado por los jefecitos de la política cultural de aquellos años.

Los diminutos sargentos adoradores de la pureza de la literatura revolucionaria, cegados por la luminosidad de quien, muy temprano, había confesado su miedo, se convertían en sus centinelas.


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Hace 60 años Piñera dio a conocer una novela cuyo título me hace recordar esa y otras actitudes: las de quien ve fantasmas por todas partes y, un buen día, logra acreditar, con angustia, que sí son reales y sólidos. ¿Una paranoia realista, que encuentra las pruebas que la justifican?

En efecto. Pequeñas maniobras apareció en La Habana en 1963, poco después de las reuniones de Fidel Castro (junio de 1961) con los intelectuales y artistas, en la Biblioteca Nacional. En una de ellas Piñera dijo que tenía miedo. Y no miedo, sino mucho miedo.     

Cuando lees o escuchas la palabra cháchara, tan cubana, te remites enseguida a ese parloteo infinito que circunvala aconteceres diversos, y pone o quita verosimilitud de cualquier hecho, en predicaciones altamente inestables.

Pongamos que esa cháchara es mayormente urbana y que modela lo real sobre la base de la contrastación de varios puntos de vista. Como en la enseriada intrahistoria de Miguel de Unamuno, la cháchara daría forma y volumen a lo cotidiano y haría de él una suerte de celebración.

¿Una paranoia realista, que encuentra las pruebas que la justifican?

En 1952 había publicado Piñera, en Buenos Aires, su narración más significativa, La carne de René, que es una novela bastante temprana sobre el tema del cuerpo como reservorio del sufrimiento y la exultación, un gran tópico del arte de vanguardia y de las reflexiones más reveladoras en torno a la trascendencia de lo humano, sus límites, sus fronteras.

Con La carne de René, Piñera propuso un módulo ficcional, enlazado con la realidad de la historia del cuerpo en el mundo de Occidente, acerca de la carne como cultura. La carnalidad en tanto grupo inestable de convenciones, idea que hace de ese libro uno de los más valiosos entre aquellos que han sido escritos en español sobre el asunto.

De la cháchara al cuerpo va una distancia relativa, pues allí conviven el miedo físico, el gozo de darse y la invención de realidades. Pequeñas maniobras es, digámoslo así, la aventura del cuerpo cuando se transustancia dentro de una realidad inmediata y moderna, las contingencias del sujeto luego de apercibirse y, tal vez, luego de regresar de sus lances culturales con el soma, la agresión y el deseo.

El René de la novela de 1952 es un individuo arrojado en medio de cierta tipología del cuerpo invadido por la experiencia total de las alegorías del dolor, mientras que el Sebastián del libro de 1963 es un esquivo ejemplar de las actitudes no comprometidas: se retrae, oculta su personalidad en la ausencia de personalidad, evita la experiencia directa.

Virgilio Piñera tenía miedo. Pero tuvo la valentía de decirlo, sin avergonzarse, y de paso desnudar (por carambola, ¿se dice así?) a quienes ocasionaban ese miedo en él.

La crítica en torno al Piñera novelista ha reparado en esta continuidad básica de un personaje en el siguiente: René-Sebastián. Lo cierto es que el hecho de escapar del laberinto del cuerpo (dolor-placer-dolor-placer-dolor) podría dar origen a un desenvolvimiento que evade lo laberíntico y que ve componendas en todo sitio y toda aproximación social.

He aquí a un sujeto que, sin haber sido tocado por la experiencia radical del cuerpo, la teme porque es capaz de imaginarla.

Sebastián es René aprendiendo una lección y empleándose a fondo en el mundo de la cháchara y los más sutiles peligros del contacto: desde el visual hasta el físico.

La ciudad obsesiona a Sebastián. “No me gusta comprometerme”, señala terminante. Para cumplir al pie de la letra esta afirmación y transformarla en divisa, el personaje va ejerciendo los más diversos oficios, desde maestro de escuela y criado, hasta tenedor de libros.

En algún momento de la novela, nos confía: “No me gusta que me hagan confidencias”. Es decir, no quiere ser testigo de nada ni nadie. Le horrorizan las posibles complicaciones salidas del conocimiento de los otros.

También nos dice que no logra enamorarse, pues siempre se halla en el trance de calcular los inconvenientes y las dificultades de un vínculo amoroso, o de un simple enlace con otra persona.

La enorme, dilatada y tragicómica circunvalación a que Sebastián somete lo real (la vivencia inmediata posee un carácter esencialmente doméstico), podría ser un equivalente de ese algoritmo de la simulación presentado por Piñera en Pequeñas maniobras.

Entre líneas, y por el tono mismo de sus declaraciones y actos, podemos darnos cuenta del terror que las mujeres le inspiran a este cuidadoso desertor. El conjunto de sus terrores se pone de manifiesto cuando, haciendo un último intento de entrar en el ruedo de la existencia común, empieza una relación sentimental (nunca erótica) con Teresa, y permite que la palabra matrimonio surja un día en sus conversaciones.

Desertar. He ahí la cuestión.

Las cambiantes perspectivas del narrador piñeriano enriquecen a Sebastián, y, en la ficción, lo transforman en un blanco codiciable para cualquiera que vea en él un emblema de la escapatoria social en su estado más íntimo.

Él nos habla, con su voz, de sus maniobras y esfuerzos, pero también el narrador nos lo ofrece bajo la luz de una omnisciencia que dignifica su contemporáneo antiheroísmo. Está asaeteado a la manera de un santo —San Sebastián, ni más ni menos— reescrito por una mirada que, a la larga, no hace más que proclamar su libertad total.

Escapar. Escapar. Escapar.

La idea del matrimonio con Teresa se convierte en pesadilla, y Sebastián le comunica a la joven que no habrá casamiento. En medio de una náusea global, que se alivia tras esa decisión de última hora, el personaje nos confirma aristocráticamente su pacto de no aceptación de lazos sentimentales con esas criaturas que él examina con retraída curiosidad y pasmada preocupación: las mujeres.

Y estamos a punto de morder el anzuelo que Virgilio Piñera ha puesto ante nuestros ojos: la ambigua sexualidad de este Sebastián, que no quiere experimentar el más mínimo roce humano.

Entre paréntesis: ahora me acuerdo de una frase maravillosa. La pronuncia Andrés, el escritor gay de Santa y Andrés, la película de Carlos Lechuga, cuando Santa le pregunta si ha estado con alguna mujer.

Andrés dice que NO, con asombro, y añade: “Para mí un bollo es una puñalá en el grajo”. Así. No más que eso. Un bollo es sólo un tajo en un sitio donde hay pelo. Existen metáforas que se aproximan a la perfección, y esta lo hace.

Existen metáforas que se aproximan a la perfección, y esta lo hace.

En lo tocante al santo reescrito en condiciones de reformulación de su referente, se trata —es obvio— de una parodia con toques de discreta amargura.

Sebastián evita las flechas (uno ve de inmediato las pinturas de Andrea Mantegna y José de Ribera, a quienes siguió un riquísimo conjunto de avatares que desembocan, por más de un motivo, en el cuerpo gay). Pero las flechas se clavan en él, inevitablemente.

Sebastián vive y pervive en el estado de cháchara exterior (e interior) que le proporciona, por ejemplo, su cotidiana relación con los miembros de la casa de huéspedes de Matilde, donde todo el existir es casi surrealista y de una comicidad extraña.

Y así la cháchara suplanta lo real, recubre la certidumbre de la exterioridad con una especie de cáscara protectora en la que cualquier experiencia, por muy violenta que sea, será siempre una experiencia no resuelta de palabras y cotilleos, murmuración y hablar incesante. Palabras. Sólo palabras.

El santo renovado es aquí, pues, una criatura literaria de la imaginación de los otros y de sí mismo. Se niega, con pegajosa mezquindad, a los placeres, a los diálogos sombreados por la confesión.

El miedo que lo visita todos los días lo transforma en un cobarde somático, en un hombre tan sólo para la flexión logocéntrica. Es, en fin, el individuo autodesterrado (en su constructo personal) del mundo de afuera.

Hasta que un día los Caballeros Oscuros llegan al umbral de tu casa y oyes toc-toc, y no es un tun-tun, ni son ellos la rosa ni el clavel, y abres (no la muralla, sino tu humilde puerta) y escuchas sus amenazas y te prohíben ciertas cosas.

Te prohíben ser.

Y empiezas a morir. O a vivir.




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[1] Tal vez se trate de una boutade, pero es mi opinión.




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1 Comentario
  1. Maravilloso texto que nos revela la naturaleza de la narrativa de Piñera, ese gran olvidado y después redimido? El miedo es peor que el dolor. Me encantan sus cuentos surrealistas. Los Caballeros Oscuros, esos que no son caballeros ni tienen estandartes, solo un ínfimo cerebro.

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