25 de noviembre, Día F

La profesora entró al aula y dijo como si fuera lo más natural del mundo:

—Se nos ha ido el hombre más grande de la humanidad.

Se nos ha ido, dijo.

Es decir: a nosotros, a todos en el aula y en la universidad. Y en la ciudad de Saint Louis y en el estado de Missouri. Y en los Estados Unidos. Y en el resto de los estaditos de mierda del hemisferio americano. Y en la civilización occidental y más allá.

El hombre, dijo. No el “ogro” ni el “militar” ni el “megalomaníaco”. Mucho menos el “tirano” o el “asesino en serie estatal”.

Más grande de la humanidad, dijo. Se nos había ido, pues, un profeta. Un mesías, un cristo, un buda. En cualquier caso, un redentor.

La Revolución se quedaba así huérfana, desde esa clase de altos estudios latinoamericanistas hasta que llegase el fin de la eternidad. Si es que llegaba.

Pensé que yo no había oído bien: debe ser la edad, el exilio en extinción, la ira, la depresión galopante. O el churre de otoño dentro de mis orejas.

Cualquier cosa podía ser, menos que la profesora hubiera entrado en el aula y dicho como si tal cosa:

—Se nos ha ido el hombre más grande de la humanidad.

Pensé que yo había muerto. Pensé que era yo el muerto que todavía no se daba cuenta de estarlo, en lugar de Fidel. Pensé que en mi muerte yo soñaba que se había muerto Fidel y que por eso me volvía loco en medio de un aula de graduados de una universidad foránea.

Pensé en Cuba, en que nunca más volvería a ver a Cuba estando yo vivo.

Recuerdo que era un lunes. El lunes después del viernes 25. Noviembre también se moría. Como aquel añito de elecciones, 2016.

Y entonces la profesora comenzó a llorar, con una expresión inescrutable de gran autoridad teórica, gracias en parte a su talento y en parte a su salario de magnitud sideral. De cinco ceros.



“No es cosa de juego. Este libro noqueará a unas cuantas gentes. Léelo y pásalo, por favor.
¡Gracias!”.

Donald J. Trump, @realDonaldTrump.


El capitalismo es ansí.

Dulce noviembre. Un mes de vida para cada amor de la vida. Como en la película Dulce noviembre.

Donald J. Trump twitteando “Fidel Castro is dead!” y esta profesora llorando lágrimas chilevolucionarias en un aula anti-norteamericana.

Propaganda por cuenta propia, en su perfecto español del Cono Sur. Coño Sur.

Te recuerdo, Amanda.

Yo me quedé frío, pasmado. Pensé que me iba a desmayar sobre mi pupitre de madera yanqui, acaso carpinteado con mano de obra esclava.

La frente mojada, una mueca ancha, mientras Amanda seguía habla que te habla de él.

De él, de él, de él.

De Fidel.

Gracias a la Primera Enmienda, no había mucho que hacer al respecto. Dejarla que terminase en paz. Verla secarse las mejillas con un pañuelito de holán fino.

PhD, HdP.

Pensé en Harold Cepero y Oswaldo Payá, asesinados a sangre fría por órdenes de Fidel Castro el domingo 22 de julio de 2012. En un sitio de Cuba todavía por determinar.

Pobres Harold y Oswaldo. Lucharon para que la izquierda continental ganara sus estelares salarios de cinco cifras a costa de defender a su ejecutor.

Pensé en Laura Pollán, asesinada clínicamente meses antes de asesinar a Harold y Oswaldo, el viernes 14 de octubre de 2011, a manos del mismo hombre más grande de la historia de la humanidad.

Pobre Laura, Damísima de Blanco, maestrica de barrio con un corazón tan grande que dentro le cabía Cuba completa como quinientas veces.

Pensé en Orlando Zapata Tamayo, asesinado el martes 23 de febrero de 2010 durante una huelga de hambre en una cárcel cubana, meses antes de asesinar a Laura Pollán, unos meses antes de asesinar a Harold y Oswaldo.

Los mataron no porque el régimen sea malo. Los mataron porque el régimen solo se hace respetar matando. En ese sentido, los mataron por nuestra culpa, para garantizar nuestra gobernabilidad a ultranza, a perpetuidad. Para domesticarnos.

Harold, Oswaldo, Laura, Orlando: perdonen no a los Castros, sino al pueblo cubano.

Los Castros no tuvieron la culpa de ser los Castros. Es más, ahora en la academia dicen que fueron buenos presidentes, porque repartieron cosas baratas entre los cubanos que quedaron. Es decir, los que no se quedaron afuera de Cuba.

Mientras la profesora hablaba y hablaba en su mapudungun de Amanda marxista, protegidos sus derechos de expresión por la Constitución imperial, confieso que sentí una perversa simpatía por el general Augusto José Ramón Pinochet Ugarte.

Solidaridad con los asesinos, sí.



“No es cosa de juego. Este libro noqueará a unas cuantas gentes. Léelo y pásalo, por favor.
¡Gracias!”.

Donald J. Trump, @realDonaldTrump.


Solidaridad con los asesinos y bien.

Mata, que el Señor proveerá.

A esto nos han empujado al pueblo cubano: a sentir simpatía como compensación, a aplaudir los crímenes cometidos en contra de los criminales de Castro. A amar a los verdugos, siempre que sean verdugos de los verdugos de vocación verde oliva.

En esto me ha convertido la dictatura cubana. Doy pena ajena. Damos piedad propia.

Pinochet, por cierto, había nacido el mismo día en que Fidel se murió. Otro 25 de noviembre, pero de un siglo y un año atrás, en 1915.

Necronoviembre de 2016, y yo deglutiendo mis ganas de portar un AR-15 en el aula, sea o no sea un fusil de asalto. Tampoco soy un experto, apenas un ejecutor amateur.

The American People versus Orlando Luis Pardo Lazo.

Orlando Luis Pardo Lazo versus la cubanoamericanita Emma González.

Y mil pleitos putativos por el estilo. Por el hastío.

Salí de clases y cogí mi guagua número 1, en afrenta y oprobio sumido. Cabizbajo, de vuelta a mi estudio de alquiler. A mi casa extranjera que nunca se convertirá en nada parecido a un hogar.

Viajé, como de costumbre, entre un ejército de perdedores. Pobres muy pobres, la mayoría. Paupérrimos. Como Orlando Zapata Tamayo. Como Laura Pollán. Como Harold Cepero y Oswaldo Payá. Poderosos, como todos ellos.

Como tú y como yo. Como nosotros, que nos detestamos tanto. Y debemos separarnos, no me preguntes más.

Literalmente, porque los cubanos siempre estamos a punto de arrancarnos la testa.

Les miré las caras. Vi sus viditas vaciadas y palpé su mutismo de clase. Los entendí, uno a una. Y les ofrecí, una a uno, la mejor tajada de mi indolencia.

No me solidaricé con nadie. Que se jodan. Que se vayan a Cuba. O al carajo. Que dejen de ser tan comunitariamente norteamericanos.

No los queremos, no los necesitamos. La guerra es la guerra, compañeros.

Además, dentro de aquel bus funerario con destino a la debacle, todos me parecían también como medio compungidos por la muerte reciente de Fidel Castro, un viernes 25 de cumpleaños transdictatorial.

Todos los pobres del mundo participaban del luto global. Participábamos de ese culto siniestro a los hombres más humanos de la humanidad.



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¡Gracias!”.

Donald J. Trump, @realDonaldTrump.


Todos mis pasajeros del subsuelo social, de haber tenido el dinero para pagar sus clases en el PhD de mi universidad privada, hubieran llorado junto a la profesora chilena que profesó sin pudor su pena panamericana.

Fue un momento de epifanía: se me reveló que ellos tampoco tenían la culpa de nada. La muerte es inocencia por los cuatro costados, que son tres: La Habana y la nada.

En tanto raza arrasada, ellos estaban en todo su derecho de lamentar, acaso como una venganza segregada, la muerte tan tardía, ya casi innecesaria, del capataz negrero Fidel Castro.

Nuestro exilio in extremis es esto: una guagua repleta de perdedores que imploran en silencio por la resurrección al tercer día de su comandante en jefe.

La cabra proletaria siempre tira hacia el monte del materialismo histórico. Hay que escapar a toda costa del capital. Cualquier sociedad que prospere va de cabeza o de culo hacia el comunismo. Decir lo contrario es un pendejismo ya a punto de la pandemia.

La biografía de los cubanos es esto, pensé, una vida donde no somos más que espectadores en clave de Castro: el telón se levanta, cae el telón, y seguimos sentados en la misma grosera guagua que, sabemos pero lo disimulamos, nunca nos devolverá a nuestra parada.

La caseta plástica de nuestro destino está vacía. Es un cenotafio civil. Allí no nos espera nadie. Esa parada no existe, a los efectos de los mapas de un mundo que va colmándose castristamente de caca.

La vida para los cubanos corre ancha y ajena al otro lado de la ventanilla. Únicamente los cubanos podemos atisbar el hedor. En una ruta 1, así en La Habana como en Central West End.

Ojalá que el chofer se anime un poco y saque un arma larga y nos mate. O que tire este armatroste de lata contra un poster o bajo una rastra manejada por un votante MAGA de Trump.

They shoot Cubans, don´t they?

Ni por un instante dejaremos de hacer literatura con la materia prima menos pensada. El 25 de noviembre bien podría ser el nuevo Espejo de paciencia del siglo XXI cubano.

Respira, Orlando Luis Pardo Lazo.

Keep walking, como dicen los americanos tras cada accidente y cada masacre. There is nothing to see here. (Traducción automática: Que aquí no ha pasado nada).



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¡Gracias!”.

Donald J. Trump, @realDonaldTrump.





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