¿Cómo luciría el polvo atómico sobre la piel de Lucía/Emmanuelle, si en La Habana hubiera caído un Little Boy pintado (bonita dedicatoria simbólica) de rojo, blanco y azul? Especulaciones aparte, la destrucción nuclear posee el toque de los espectáculos medievales: danza de momias y huesos, nieve gris por encima del Parque Central, silencio absoluto excepto durante el crepitar de los incendios. Un políptico generosamente estetizado.
De algún modo Lucía/Emmanuelle, ciega absoluta, inducía a la visión de ciertas escenas de pesadilla. Provocaba la visión justo de lo que no podía ver. Por ejemplo, durante el verano, de visita en la playa de Guanabo, él me contó que a ella le gustaba enterrarse debajo de esa finísima y cálida arena que solo era posible hallar en zonas bien próximas a la avenida. Por razones que ignoro, allí la arena es como un polvo repugnante que se mezcla con cal y otras sustancias (acaso más orgánicas) de la tierra. Y, al cabo, el cuerpo de ella tendía a parecerse bastante al de una Emmanuelle Riva grisácea, incluida, gracias a las ensoñaciones de Alain Resnais, en el catálogo de las víctimas del bombardeo, detenidas en el tiempo como fotografías donde las cosas adquieren, en la mente, una movilidad imperceptible mientras el polvo atómico se precipita ralentizado.
Pero la arena de ese borde donde crecían yerbajos pálidos y espinosos seguía siendo, a mi modo de ver, una arena sucia.
La Habana se afantasma en su inclinación al gótico y tiene paisajes que suelen moverse. Largas fachadas, de momento despojadas de la presencia humana, cambian sus perspectivas y se apesadumbran o adquieren un fulgor desértico. Las calles que convergen en la Calzada de Luyanó, mientras más se acercan a la Calzada (más bien enorme, como precisó Eliseo Diego) de Jesús del Monte (o sea: Diez de Octubre), más espectrales son. El padecimiento hierve en ellas, proliferan los derrumbes, los ancianos enfermos, los niños que están a menudo en peligro de ser testigos de la tristeza de los muertos, los jóvenes que se prostituyen, los delincuentes que asaltan. Pero el susurro de los muertos se impone. El hablar de lo que persiste en la muerte.
Me cuenta mi amigo que, al preguntarle a Lucía/Emmanuelle si le gustaba vivir en la ciudadela, ella se quitó las gafas impenetrables (unos espejuelos casi en el estilo de los slanted eyes de ahora mismo) y le dijo algo sobre los estados definitivos. “Necesito palpar tu rostro de nuevo”, añadió como borrando un mal pensamiento. Palpar de aquel modo era un acto que ella ejecutaba varias veces al día, como un escáner en 3D operando en reversa. Y mientras lo hacía le soltó una frase un tanto airada: “Espero que por esta cabecita no esté pasando la idea de sacarme de aquí”. Mi amigo tendía a usar una barba ligera. Odiaba peinarse y el cabello, aunque limpio, se le encrespaba. “Casi puedes verme”, susurró al advertir la mirada vacía y, sin embargo, lúcida. “Ya puedo ver tu boca… y lo demás”, atestiguó ella y tocó su pene por encima de la tela del calzoncillo.
Conozco estas cosas porque él, en su desbordado embeleso, ni siquiera pensaba en elegir los detalles. Simplemente me los ofrecía todos y su excitación trepaba como un hongo atómico, o como ese espécimen que Linneo llamó phallus impudicus y que se reproducía, abundante y desvergonzado, en el patio secreto de mi amigo, o en el invernadero de Aura, la heroína bruja de Carlos Fuentes.
Pero esto no es más que una metáfora. El mito narrativo mediante el cual procuro entender los sucesos.
El puesto de los artesanos estaba sometido, según mi amigo, a los designios de un hombre que vivía en la Habana Vieja y que hacía el viaje a pie desde su casa en días alternos, tomando siempre, al atardecer, por la Avenida del Puerto. Este hombre hablaba en voz baja, con la mirada clavada en el piso. Al parecer odiaba los intercambios sociales. Daba sobrias instrucciones a sus acólitos, y aunque se sabía presentido por los demás, jamás condescendía a un minuto de diálogo con ellos. Fue allí donde confirmé que la familiaridad de mi amigo con la literatura de Ernesto Sabato (incrementada por la lectura de dos volúmenes de ensayos) era más fuerte que lo que yo suponía. Lucía/Emmanuelle coincidía (y compartía impresiones) con otros dos ciegos, una mulata de unos cincuentitantos años y un hombre que no pasaría de los veinte. Ambos se hacían acompañar de personas como mi amigo. “Cuando los vi allí y crucé dos o tres frases con ellos y con los otros, me di cuenta de que lo excepcional no estaba en haberme encontrado con mi Emmanuelle, sino en el hecho de descubrirla dentro de una tribu silenciosa donde seguramente habría secretos y prácticas extrañas”, me dijo. “Conociste entonces a tus iguales”, sostuve. “Anjá, mis iguales… una muchacha que era como la novia del ciego más joven, y un tipo parecido a Mick Jagger y que decía ser ex abogado y acompañaba a la ciega de cincuentitantos”, expuso. “¿Mick Jagger?”, solté incrédulo. “Sí, idéntico a Mick Jagger cuando hizo aquella película llamada Performance”, explicó.
Con unos ciegos indirectamente sindicalizados, La Habana gótica va a parar siempre, de cierto modo, al latin horror. Y si a ese paisaje de brumas le añades la nitidez de un solar que era como un mundo cerrado y cabal, entonces obtienes algo tan singular que bordearía la ficción. Por eso la ficción es lo único que dice (o puede decir) la verdad, y por eso, además, solo las mentes especulativas son capaces de encontrarle sentido al mundo.
Me cuenta mi amigo que, en un natural gesto de audacia social, y situándose bien lejos de esas doctrinas donde reina la prudencia, Lucía/Emmanuelle le dijo una tarde que visitarían a Mick Jagger en aquel solar, a tres cuadras de la Calzada de Luyanó. Y allá se fueron un día, cuando el sol se ocultaba. Y pudo él apreciar la altanería sensual de un cosmos que se desprende y separa de otro. Mick Jagger iba de un lado a otro del cuarto (amplísimo, lleno de tabiques de yeso laminado) donde vivía con su ciega (escuchen cómo suena eso: su ciega). Bebieron café y unos tragos generosos. Y comieron frituras de maíz. Y salieron a caminar por el solar y visitaron un cuarto fosco (apenas un techo rústico y cuatro paredes de ladrillos) donde reinaba una ceiba espectacular. Clavadas al tronco había varias cabezas de animales. En la penumbra, sobre unos bancos de madera, unos hombres jóvenes y fornidos sostenían el cuerpo muerto de una anciana vestida de blanco.
Bailar un muerto. Esa era la cuestión. Bailar con la muerte.
Estaban allí los cuatro (Lucía/Emmanuelle, mi amigo, Mick Jagger y la mulata de cincuentitantos) y la anciana había sido puesta de pie, sostenida y zarandeada con violencia ritual por aquellos hombres que cantaban bajito. Después los hombres tomaban a las ciegas (aquí las palabras de mi amigo expresan más estupor que incomodidad) y las invitaban a palpar el tronco de la ceiba. Pero tras conducirlas hacia allí y guiar sus manos hasta ponerlas en la corteza del árbol, los hombres acariciaban los muslos de las mujeres y las precisaban, no sin gentileza, a inclinarse contra la ceiba. No había la menor vacilación en aquellos gestos, y, aun así, estas cosas ocurrían en medio de una ternura respetuosa, a pesar de que era obvio que los hombres iban, poco a poco, erotizando a las ciegas.
“¿Y eso acabó bien o mal?”, pregunté. “Para qué contarte”, suspiró él. Y no quise insistir, independientemente de que sabía de su afición a esos detalles que la gente llama escabrosos.
Su vida con Lucía/Emmanuelle siguió llenándose de extrañezas, y, antes de que le pasara por la mente la idea de marcharse de Cuba, pude recorrer (con él y a solas) la zona de Luyanó que casi toca el límite del mar, andando y desandando calles perfectamente opacas donde el aire olía a pretérito vivo. Después la necesidad hizo que me mudara a una accesoria cerca de allí (en los bajos de otra ciudadela y compartiendo una pared con una carnicería). Entonces yo vivía en la punta del callejón del Marqués de la Torre, en las inmediaciones de un terreno donde, en el siglo XIX, se cultivaban alubias. El callejón empezaba justo en la Calzada de Luyanó y terminaba en la iglesia parroquial de Jesús del Monte.
Muchas veces, siempre al anochecer, caminé por allí y subí la irregular y maltrecha escalera de piedra que desembocaba en el umbral de la iglesia, aderezado por un busto de José Martí. Aquella zona seguía siendo una parte cardinal de La Habana gótica, porque el morbo de una sensualidad anclada en la pobreza se eternizaba junto a las voces de los muertos.
Lo último que supe de mi amigo fue que ganó una mención en un concurso de cuentos auspiciado por una revista. Años más tarde, explorando varias antologías, di con el cuento y lo leí. Tal como sospechaba, aquellos días antiguos se habían metamorfoseado, para ambos, en literatura, en lenguaje, en ficciones, aunque se trate de ficciones verídicas. En definitiva Lucía/Emmanuelle ha de seguir dando vueltas por ahí, como yo mismo, o como él, tan lejos y tan cerca.