Llevaba prisa. Se llamaba Malva y llevaba prisa. Tenía la piel más asalmonada que El Grimy había visto en su vida. Él la abordó sin el convencimiento de que lograría detenerla, y ella se detuvo. Prácticamente corría hacia la estación de autobuses; debía tomar uno, rumbo al norte, para bajarse en Salmon Creek, donde vivía. Era hija de pescadores —le contó—, aunque hacía apenas un par de años que habitaba en la zona, pues había pasado su infancia con sus abuelos en el campo, en un sitio llamado Mendota, donde antes había existido un asentamiento Hooverville.
Tenía un nombre nórdico, probablemente sueco o finlandés, según comentó más tarde la madre de Douglas, que era hija de noruegos y sabía de lo que hablaba, cuando leyó su caso en los periódicos. No era gruesa; tampoco delgada. Tenía un cabello rojizo y rizado, y se comportaba de manera bastante natural. El Grimy, en cambio, había asumido esa posición de quienes pretenden resaltar lo que no se es, como si se hubiera tragado el palo de una escoba y caminara cuidando los pasos para no estamparlos contra una mierda de perro sobre la acera. Le dijo que trabajaba en función de la película que se estaba filmando en el pueblo, no que era un ayudante improvisado, contratado a última hora para ampliar el equipo de utilería, ni que cuando era necesario fungía como extra. Tenía que mentir. Le contó que se desempeñaba como agente de artistas, en San Francisco, en Los Ángeles, y que estaba allí para darle seguimiento a la labor de quienes actuaban a las órdenes de Hitchcock, y sobre todo, por qué no, para reclutar a nuevas figuras.
Ella le miraba las puntas de los hombros como queriendo calibrar la anchura de su espalda. Y eso que El Grimy llevaba una camisa a cuadros que lo volvía más delgado. Él cayó en la cuenta de que parecía ser su día de la suerte. “Te llevo, si quieres… No me cuesta nada dejarte en la puerta de tu casa o un poco más lejos… para que tus padres no se molesten contigo”. Una buena parte del trayecto la hicieron sin dirigirse la palabra, escuchando la programación vespertina de la 960 KABL. El Grimy había optado por una emisora más tradicional, para nada surfera; no podía permitirse que aquella jovencita lo vinculara con sus amigos, tan poco dados al orden y al progreso. Escuchaban a Lena Horne, a Brenda Lee, a la banda de Freddy Martin o a la de Johnny Mercer, todo en un mismo paquete, casi sin interrupciones, que le daba a la escena aires de encantamiento.
Mientras él conducía y la observaba con una sonrisa benevolente, Malva se miraba las manos, ajustaba constantemente los tirantes de su vestido. Aquellas canciones que nunca escuchaba en su casa ni en las de sus vecinos, pescadores también, la llevaban a un escenario que ni siquiera imaginaba cómo funcionaría tras bambalinas. Era una sensación rara pero deleitable, como el gusto de los dulces de guirlache que probaba en Navidad, siendo niña, al cuidado de sus abuelos. O como aquella lejana extrañeza al haber constatado que en algunas zonas de su cuerpo empezaban a brotar unos vellos rojizos y dúctiles que por un tiempo vio con inquietud. Pero, ¿cómo sabía Douglas todo esto?, me he preguntado cada vez que he vuelto a leer su carta.
‘Hotel Singapur’ resalta lo que ‘La falacia’ y ‘El último día del estornino’ parecían dejar bastante claro: de los escritores cubanos nacidos después de 1959, Gerardo Fernández Fe es ya uno de los imprescindibles. Abilio Estévez.
Malva sentía que se aproximaba a un estado extraño al que no podía seguir haciéndole resistencia, que parecía ser la vía ideal para salir del caserío de cuatro techos que conformaban su mundo. Dañino no sería, pensó, el camino que se estaba abriendo ante sus ojos. Andrew, como le dijo El Grimy que se llamaba, era un desconocido que ciertamente no le inspiraba temor. De hecho, le agradaba su prestancia y ese aire de seguridad que desprendían su actitud y su mirada. Entonces sacó la cabeza fuera de la ventanilla, dejó que el viento salitroso la acariciara. Era el mismo salitre de siempre, aunque esta vez entraba de otra manera por sus fosas nasales, llenando sus pulmones no solo de aire. Del lado opuesto de la carretera, junto a las colinas rocallosas, estaba un pedazo de océano y un tramo de playa de arenas oscuras.
Si El Grimy hubiera detenido el auto en el borde de la ruta, al inclinarse habrían visto cómo se mecían las marismas, con su olor peculiar a podredumbre y sus pajarracos incrustando los picos en todos los niveles del fango. Pero no se detuvo hasta que quedaban unos metros para el caserío donde ella vivía con sus padres y sus hermanos varones. Ya se habían puesto de acuerdo. A la mañana siguiente, el tal Andrew la recogería un poco más allá, donde no alcanzaba la vista de los ociosos, y la llevaría de regreso a Bodega Bay para que viera cómo se fabricaba una película, qué aparatos se utilizaban, qué gritos se daban y sobre todo cómo eran las actrices, especialmente Tippi Hedren, tan rubia, con su cuello estilizado y su frente muy alta.
Esa noche Malva guardó su secreto como antes había guardado otros. Colgó al fresco el mismo vestido florido y rogó para que el tiempo pasara lo más rápido posible. Afuera, el mar estaba extrañamente calmo, demasiado incluso para los pescadores que debían salir a faenar. Era como si el Santa Ana se hubiera desviado de las alturas del San Gorgonio y, en vez de escupir sus tormentas de viento y arena sobre Los Ángeles, se hubiera abierto camino hacia el noroeste, donde estos fenómenos medio sobrenaturales no solían ocurrir. Decían los ancestros que en días del Santa Ana los aborígenes oriundos de esos parajes salían de sus reductos y se echaban de cabeza en el mar. Malva escuchaba a los perros del barrio agitarse más de lo habitual y a las pocas gallinas inquietas en sus palos de dormir. Algo ardía a lo lejos. Aun así, pudo dormirse.
A la mañana siguiente, se alistó y salió. Siempre habría una excusa razonable ante su madre. Así mismo había sido con Randy y con Allan, aunque con ninguno de los dos había pasado de un roce y un beso al vuelo. Salió a la carretera y vio el Studebaker de Andrew que avanzaba lentamente. Apuró la marcha en sentido contrario, accionó la manilla, abrió la puerta y se dejó caer en el asiento. Andrew llevaba una camisa color meconio con óvalos minúsculos, muy blancos. Ella seguía sorprendida por lo educado y cortés que se le veía. Ahí mismo el joven giró y aceleró rumbo sur. Malva observaba cosas en la carretera en las que normalmente no reparaba cuando viajaba en autobús, como las buganvillas que se imponían entre las grietas de los acantilados calcáreos. En eso el auto entró por un terraplén que se salía de los mapas.
Cuando El Grimy cambió de ruta, Malva fijaba la vista en un buque mercante a lo lejos. Seguramente se trataba de uno de esos barcos que atravesaban el Pacífico cargados de té y de teca de Tailandia, con una tripulación que lidiaba con la vorágine de los minutos previos a la entrada en la Bahía de San Francisco. Ahí cayó en la cuenta de que todo se estaba torciendo, y que las ideas dejaban de ser orgánicas, hilvanadas, con tesis y suposiciones, dudas fundadas y conclusiones. Era como si los pensamientos llegaran de manera fragmentaria, vertical.
El auto continuó sobre la misma ruta de gravilla.
Malva no hizo ninguna pregunta. Tampoco miró a su amigo.
¿Había sido así con Randy y con Allan? Ya no lo recordaba.
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Andrew sacó el pie del acelerador y dejó que el auto siguiera avanzando bajo el efecto mismo del descenso.
No estaban muy lejos de la costa ni de la carretera —ella lo sabía, pero ¿de qué valía ese pensamiento?
La música de la radio seguía siendo la misma de la tarde anterior.
Miró afuera: el sendero se abría para luego terminar en forma de cucharón. Como el cucharón con el que le había servido la sopa a su abuelo durante años en Mendota.
¿Por qué aparecían esos recuerdos ahora?
¿Por qué esa manera tan seca, tan vertical de pensar en sus cosas?
Vio que no estaban muy lejos de una caída de agua dulce proveniente de zonas más altas. Ninguno de los dos se bajó del auto cuando Andrew frenó.
Él no la miró. Solo la besó en los labios. Esta vez con la lengua.
Así no había sido con Randy y con Allan.
Le gustaba el olor de la boca de Andrew, la extraña textura de su lengua.
Nunca había palpado una lengua viva.
Antes sí, aunque muertas, cuando en Mendota mataban un cerdo o una vaca, y ella se acercaba y tocaba sus lenguas con los dedos.
Nunca una lengua viva; lengua con lengua.
Una lengua caliente.
Que se movía.
Andrew le puso la mano izquierda sobre sus senos.
Tenía unos pechos suculentos —ella lo sabía. Randy y Allan se lo habían dicho, y Malva se había ofendido—. Pero sabía que eran así desde hacía un rato.
Andrew tiró de su escote, metió su mano. Ella trató de retirársela.
Él era más fuerte. Tenía manos de pescador, como las de su padre.
Lo que sintió en los pezones fue diferente. Esta vez era diferente.
La lengua de Andrew seguía dentro de su boca; la mano izquierda atrapando sus dos pechos suculentos, como los habían nombrado Randy y Allan.
Entonces Andrew sacó la mano del escote y la metió en su entrepierna.
¡Eso no! ¡Eso no!
Pero tampoco gritó, tampoco intentó escapar del Studebaker de aquel agente de actores que se había salido de su hoja de ruta.
Tampoco corrió en sentido inverso sobre el sendero de grava.
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Sintió un pellizco, un halón.
Torpe, este tal Andrew le había halado dos o tres de sus vellos rojísimos, y eso le había dolido. Intentó retirarle la mano.
Lo miró a los ojos por primera vez: los tenía enrojecidos, inyectados, como los de los conejos enanos, de orejas color carbón, que sus hermanos traían a casa para que su madre los destripara y los preparara en salsa, sobre un fuego de leña.
Malva intentaba que esa mano no siguiera avanzando. Sabía bien a dónde quería llegar.
No quería mirarle más a los ojos.
Fue ahí que estuvo a punto de echarse a llorar. Aunque fue un momento muy breve. Ella misma se sorprendió al constatar que se había calmado.
Sí, se había calmado.
Y ya tenía dos dedos de Andrew en su interior. Y supo que estaba húmeda. Era una humedad rara. Rara.
¡Todo había sido tan raro en las últimas horas!
Intentó una vez más quitarse la mano izquierda de Andrew de su entrepierna, esta vez con un poco más de fuerza; y ahí vino lo peor. El joven abrió su portezuela, la agarró por el cabello y la arrastró por sobre el asiento delantero. Por el camino, ella intentó asirse del timón, pero el tal Andrew le zafó el brazo de un golpe.
Malva perdió un poco la noción de las cosas.
Sentía que era arrastrada un par de metros más allá del auto, donde desaparecía la gravilla y empezaba el follaje.
Tenía el vestido levantado y el escote roto.
Andrew haló de sus calzones, le abrió las piernas, le puso la mano izquierda en el cuello.
Ahí tampoco Malva lloró o gritó.
Olía a tomillo.
Seguía húmeda, pero prefirió dejarse llevar por la escasez de sus pensamientos, por su verticalidad.
Giró el cuello, reposó la cabeza, miró a su alrededor.
Sintió un sabor amargo en la boca, resultado del regreso de la bilis. Era un sabor áspero, como de arena, como de agua de borrajas.
Ella olía a tomillo, el tal Andrew a establo, a marmita usada mil veces.
Vio que el hombre que tenía encima supuraba por la nariz. Seguramente sería alérgico al polen.
También tenía los ojos rojísimos. Desconocía que se debía al agua de mar, al sol y a las tantas horas encima de una tabla con la que se hacen piruetas sobre las olas.
Giró el cuello hacia el lado contrario, se fijó en detalles que en otra situación hubieran pasado inadvertidos, detalles que antes, en el mismo sitio, con Randy y Allan, no habría reconocido.
Plantas rastreras a la sombra de una secuencia de pinos piñoneros.
Mucha mostaza silvestre, amarillísima.
Brotes de nogales.
Violetas de agua.
Algo de verbena.
Lupinos y campánulas.
Y hasta también había un poco de trigo sarraceno.
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Más arriba, unos abetos de Douglas, vaya coincidencia, y un par de pinos ponderosa.
Para cerrar, mucha bumelia en una formación tan espesa que conformaba un muro vegetal difícil de traspasar con la mirada.
Por eso no sabía qué había más allá.
Faltaban los fresnos, el lentisco y la retama, pero para ello habría hecho falta incorporarse, sacudirse el vestido, decirle al otro “ya déjame, ven, dame la mano, vamos a pasear” y dedicarse a estudiar, una por una, la vegetación de ese lugar salido de la carretera.
¿Y cómo sabía Douglas todo esto?
Malva conocía de memoria los nombres y las peculiaridades de aquellas plantas. Durante años las había observado y recitado de manera repetitiva, cuando en Mendota su abuelo la sentaba en sus rodillas, abría sobre la mesa de la cocina un manual de botánica que él mismo hojeaba con su mano derecha, mientras con la otra, tras haber introducido su antebrazo por debajo de la blusa o el jersey de la niña, le acariciaba esos dos puntitos que empezaban a despuntar y que tantas otras sensaciones, igual de extrañas, terminaban provocándole.
Las sesiones de memorización de la flora de la Costa Oeste habían empezado con la misma naturalidad con la que el hombre cortaba algo de leña para los días más frescos o se sentaba a esperar la sopa de alcachofas con la que luchaba contra su hígado demasiado graso. Malva tenía unos siete años: los botones de su pecho les recordaban a los bulbos de la flor del encino negro. Así fue hasta que cumplió los trece, cuando sus senos, como peras, pugnaban por alcanzar la redondez y sobre todo la tenacidad que llegaron a tener.
Al evocar sin acritud a su abuelo materno, regresaba también el sabor de aquellos dulces de guirlache que sobraban de las festividades navideñas, que el hombre guardaba en una cajita de latón en un recodo de la cocina y que sacaba a cuentagotas, durante sus sesiones de aprendizaje de los diversos tipos de plantas de la región. La misma mano cansina con la que pasaba las hojas del manual se desviaba, ágil, autónoma, y se metía en el interior de la cajita de los guirlaches. Era un modo de premiar a la nieta aventajada, al tiempo que su mujer daba la espalda para acarrear las cazuelas. La otra mano se deslizó durante varios años sobre el torso de la niña, provocando erizamientos y desconcierto a la vez.
Solo cuando el abuelo murió y Malva acompañó a su abuela a darle sepultura concluyeron las lecciones de memorización y de botánica. Para esa fecha, la adolescente ya dominaba, incluso a ciegas, con una venda cubriéndole los ojos, si hubiera sido necesario, las texturas, propiedades y peculiaridades de toda la vegetación de la Costa Oeste.
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En ese instante todo se complicó. Con las muñecas atrapadas bajo la mano izquierda de Andrew y su otra mano rebuscándole los pechos una y otra vez, Malva sintió que algo le gustaba. Hacía un rato que el joven había retirado una de sus manos de su cuello; ya no le hacía tanto daño. Seguía moviéndose encima de su cuerpo, sudoroso, ahora de una manera más acompasada. Su nariz había dejado de supurar, sus ojos seguían irritados y no desprendían ira. Ella sentía que algo estaba funcionando. ¿Sería posible? Durante años había escuchado historias de hombres que raptan, hombres que fuerzan, que desgajan vestidos… y siempre las imaginaba peores a lo que estaba experimentando.
Ahí, cuando sintió un estertor en su interior que jamás había notado, cuando le flaquearon las piernas y se le contrajeron hasta los dedos de los pies, olvidada ya del dolor inicial y sacando —no supo de dónde— una fuerza nunca vista, aprovechó las convulsiones del tal Andrew, se zafó los brazos de su presión y lo empujó por el pecho, haciéndolo caer unos pies a la derecha.
Malva se levantó en medio segundo, aunque tampoco gritó ni echó a correr. Él también había creído que ella disfrutaba. Por el modo en que se movía levemente bajo su cuerpo, parecía como que gozara. Hubo un momento en que los gemidos parecían haber adquirido un tono dulzón, en que su cuerpo rollizo y rojizo perdía la tensión inicial, volviéndose dúctil.
Sí, pero no —se dijeron ambos para sí mismos.
No podía ser.
No puede ser —masculló uno de los dos. O tal vez los dos.
En lugar de huir, Malva dio dos pasos impetuosos hacia delante.
“¿Ya? ¿por fin eres feliz? —atizó al intentar cubrirse con lo que quedaba de tela—. Verás lo que te pasará con mi padre, con mis hermanos y con la policía”.
Andrew se asustó, no le quedó más remedio que abalanzarse sobre ella, todavía con las piernas acusando cansancio, a pesar de lo curtidos que estaban sus músculos por el surf. Alcanzó a derribarla, la tomó por el pelo y le reventó el cráneo contra el suelo de tierra, de donde emergía la parte aguda de una roca.
Hubo un silencio. El Grimy permaneció a horcajadas sobre el cuerpo de ella. Notó que, de chupárselo durante tanto tiempo, la jovencita tenía una callosidad blanquecina sobre la articulación del dedo gordo de su mano izquierda. Pasó la yema de uno de sus dedos sobre esa zona y luego dejó caer ese brazo. Al fondo, en la radio, se escuchaba “Orchids in the Moonlight” de Xavier Cugat y su orquesta. Seguía conectado a la emisora equivocada. Miró por última vez el cadáver de Malva. Su cabeza parecía la de un pájaro empotrado a un parabrisas. Corrió al auto, cuyo motor nunca había apagado, movió el dial de la radio y pegó un acelerón que dejó una traza sobre la gravilla. Ahora escuchaba a los Beach Boys. Todo volvía a su estado natural.
“Esa fue la última vez que tu padre vio el océano desde Bodega Bay”, proseguía Douglas. “Al parecer pasó por su apartamento para recoger una muda de ropa y un par de cosas más y no paró hasta que el auto se quedó sin gasolina. Nunca supe qué fue de Cukor, con su cola desganada. Estaba claro que El Grimy quería olvidarlo todo”.
Según el viejo, hubo quien dijo que, en su huida rumbo a Puerto Rico, donde hay una buena zona para atrapar olas, El Grimy hizo un alto en Miami, que había visitado varias veces. Y ahí cambiaron muchas cosas.
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“Miami es una ciudad donde cambian muchas cosas, tal vez no lo sepas”, puntualizó.
De lo que sí tenía constancia Douglas era que, tras encontrar el cadáver de Malva Bauer y dar inicio las averiguaciones, se creó cierto mito sobre la vida de El Grimy en las costas de San Francisco y sus alrededores. Unos, que lo vieron en un Giant Orange, unos cafetines en forma de naranja que en una época pululaban en los bordes de la carretera, tomándose una cerveza o una limonada. Otros, a los que alguien les dijo que se dedicaba a traficar baúles y más muebles de palisandro desde Tijuana. Casi todo el mundo decía que se había hecho millonario moviendo drogas duras en el interior de tablas de surf.
“¿Me creerás si te digo que el rubio Zhuravlev no estaba solo aquella tarde en Salmon Creek?”, leía en la carta. “¿Y si te aseguro que siempre estuve al tanto de todo? ¿Si te confieso que vi a El Grimy abordar a aquella jovencita en Bodega Bay y que los seguí en la camioneta de mi padre, y que a la mañana siguiente me aposté en una esquina de ese caserío de pescadores salidos de los peores Hoovervilles, y que perseguí al Studebaker, internándome en ese trillo, con sus brotes de nogales, su mucha mostaza silvestre, amarillísima y su tanto yerbajo sin nombre?”
Douglas daba por hecho que Hilda no le creería. Sabía incluso que podría imaginarse al bueno de su padre dejando a Malva, viva y abandonada, sola y violada en aquel claro de grava en forma de cucharón, y que luego apareció otra persona para terminar con su vida. “Ni siquiera sé a ciencia cierta si todo lo que te acabo de contar es fruto de la acumulación de los relatos de los otros, de las tantas historias que han llegado a mí en estos años, de mi imaginación o de la misma realidad”, aclaraba.
Años después, proseguía, cuando Howard Picones mató a su familia y se quitó la vida, no solo la policía corrió la voz de que por fin se había descubierto la verdad sobre el caso de Salmon Creek, sino que todos en el norte de San Francisco, Sebastopol, Bodega y otras comunidades cerraron esa carpeta mental, denostaron de quien había sido un canalla y un malnacido, evocaron con lástima la brevísima existencia de la muchacha y se olvidaron para siempre de los dos. “Como siempre ha sido, hasta este momento en que tú lees mi carta y yo empiezo a desaparecer”.
Douglas sabía que todos se estaban equivocando: tanto al creer que Howard Picones había violado y asesinado a Malva Bauer, como al ver en El Grimy al mayor de los criminales. Pero cerraba su testimonio con la idea de que, cuando uno llega a viejo, casi todo le da igual. “Tomaré un avión y huiré de esta isla que, la verdad, no me ha gustado para nada, y que para colmo no tiene ni olas. ¿Puedes creer que hay turistas que salen vomitando de este país? ¿Tienes idea de la cantidad de gente que lo visita una sola vez y que jura que jamás volverá a poner los pies aquí?” Luego de haber recorrido buena parte de la ciudad y hasta sus sitios supuestamente más glamurosos, el viejo no dejaba de preguntarse cómo se le había ocurrido a su amigo venir a esconderse en este lugar.
En las últimas líneas, Douglas le anunciaba a Hilda que recogería sus cosas, entre ellas la máquina de escribir portátil con la que le estaba escribiendo, que tomaría su avión, pasaría unas horas en un aeropuerto de México y luego seguiría rumbo a otra ciudad cuyo nombre no le iba a revelar. Hilda ya no tendría más noticias suyas. Por eso le rogaba que no intentara localizarlo, ni siquiera en los diarios. “De mí no habrá ni obituario en un periódico municipal”, sentenciaba, “llevo toda la vida aspirando a ser invisible”. Y le deseaba que ojalá todo lo que le había contado le sirviera para algo.
“Tuve un padre estricto, detrás del cual siempre imaginé que se escondía otro hombre. Lo imaginé y ahí se quedó todo, en una suposición, pues ninguna otra cosa se puede saber a estas alturas. No sé de qué manera te ayudará saber todo lo que te he narrado; lo importante es que ya está en tus manos. Uno debe acabar de aprender a convivir con sus miserias, con sus horrores, a embarrarse con su propia mierda y también con la mierda de sus padres. Y aquí termino, con esta grosería imperdonable. Adiós”.
‘Hotel Singapur’ resalta lo que ‘La falacia’ y ‘El último día del estornino’ parecían dejar bastante claro: de los escritores cubanos nacidos después de 1959, Gerardo Fernández Fe es ya uno de los imprescindibles. Abilio Estévez.
Hilda dobló las cinco hojas, intentó regresarlas a su lugar dentro del sobre, pero los temblores se lo impedían. La perspectiva de que Douglas fuera un soberano mentiroso se sobrepuso a la posibilidad de que en sus manos estuviera la verdad que llevaba años cortejando y evitando a la vez.
Llamativamente, en lo siguiente que pensó fue en lo que parecía ser un cierto halo de superioridad de los principios de Douglas con respecto a los suyos. Al menos se había tomado el trabajo de viajar a otro país y de contar su versión de las cosas. Con el sobre más grande apretujado contra el esternón, miró al cielo raso en busca de consuelo, como si algún dios discreto se hubiera parapetado del otro lado de las molduras de estuco y desde ahí la observara, igualmente atónito. Sin saber cómo, vino a su mente la melodía y parte de la letra de una canción, “Piensa que no has cambiado”, que alguna vez le escuchó en vivo a Los Reyes 73, y cuyo estribillo Octavio, su novio, su marido, se había ocupado de cantarle al oído en son de broma. ¡Había pasado tanto tiempo! No podía llorar, ¡no podía! Ni siquiera podía permitirse, ahora que nadie la observaba, reconocer que aquella carta había revuelto un sedimento fermentado. “Si tú hablas de mí, hablas de tu pasado”, decía aquella canción que ya nadie tarareaba, una canción igualmente muerta, como su padre, como tantas cosas.
Se levantó, entró al cuarto —no quería mirar al espejo, no quería mirarse en el espejo—, abrió la hoja más grande del escaparate, tiró de una de sus gavetas centrales, sacó una bata de casa, no la misma con la que había trajinado la noche anterior, sino otra, lavada, cerró el mueble con firmeza, volvió a torcer sus rasgos —no quería saber nada de su imagen en el espejo—, corrió al baño y se metió bajo la ducha. Por suerte a esa hora había agua corriente en el barrio; agua para todos, al menos por un par de horas. Podía haber ido hasta el patio a cerrar la llave maestra que alimentaba todas las tomas de agua de la casa; luego haber accionado la palanqueta para dejar circular el agua que previamente había almacenado en los tanques plásticos que estaban encima del techo. De seguro esta otra agua estaría tibia de tanto sol recibido. (¿Se puede vivir con dos, con varias versiones de la historia, como mismo lo hacemos con dos tipos diferentes de aguas en una misma casa?). Hilda sentía que necesitaba un chorro de agua fría sobre el centro del cráneo, un chorro que le partiera en dos su cabellera, golpeando el cuero cabelludo, el bulbo piloso, las toneladas de escamas, las miles de células de queratina, las vivas y las muertas, hasta dar, de ser posible, con el ADN de aquellos Zhuravlev cazadores de nutrias que le habían dejado en herencia un color de piel demasiado claro y la mala electricidad de los seres ingobernables.
‘Hotel Singapur’ resalta lo que ‘La falacia’ y ‘El último día del estornino’ parecían dejar bastante claro: de los escritores cubanos nacidos después de 1959, Gerardo Fernández Fe es ya uno de los imprescindibles. Abilio Estévez.
© Imagen de portada: Alejandro Taquechel.