La experiencia formativa

Luego de nuestra experiencia formativa, y luego de la desaparición de Jorge, con Raquel decidimos casarnos. Su mamá estaba contenta, incluso lloró, nos dijo que íbamos a ser felices, la mejor decisión, sin duda; el padre, en cambio, nos felicitó de manera más reservada y a los pocos minutos se encerró en su pieza.

El viejo era así. Parco y silencioso.

Se encerraba con sus libros, sus planos, los cuadernos formativos. Casi nunca hablaba con su esposa, menos con Raquel. Porque a ver, es verdad: en ese entonces los papás de Raquel no se decían mucho, pero yo tampoco entendía que había algo debajo de ese silencio. Yo tenía dieciocho años, había regresado de mi experiencia formativa, y me costó darme cuenta, durante mis primeros días como esposo de Raquel, de que el silencio entre sus padres era el mismo silencio que envolvía a toda la comunidad.

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Pero esto no era Colonia Dignidad. Era simplemente una comunidad hippie. Y hippie a la chilena, que no es lo mismo que los hippies gringos o europeos. Para los milicos estábamos dentro de la misma categoría que esos grupos de alemanes perdidos en el sur, y por eso, cuando nos descubrieron en los ochenta, cuando la comunidad llevaba casi diez años funcionando, pactaron. ¿Por qué no nos metieron a todos presos?, ¿por qué no nos mandaron al Estadio Nacional o a la Isla Dawson? No sé. A veces también me lo pregunto. Regreso a algunas fotos, esas en que los padres fundadores aparecen con el pelo largo, ropa sucia, con chalas y morrales, aunque luego se hayan puesto más serios, y me lo pregunto.

Y en verdad no sé.

Yo era chico pero no tanto. Y mi madre era una de las fundadoras, aunque tampoco recuerdo demasiado de ella, ahora que intento reconstruir esta historia. De mi padre sé menos, porque fue uno de los primeros desertores.

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La experiencia formativa, sí, ahora voy a eso.

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A los diecisiete años, luego de una ceremonia, a todos los hijos de los fundadores de la comunidad nos tocaba un año libre. Íbamos a las sesiones preparativas. Pasábamos más tiempo de lo normal con nuestras familias. Nos liberaban de los trabajos vespertinos. Y teníamos dos horas para llenar nuestros cuadernos formativos. ¿Qué anotábamos? Todo. Todo lo que pasaba por nuestras cabezas; todo acto o evento que consideráramos importante para nuestro desarrollo humano.

Hasta que llegaba el día.

Eso sí, no había claridad de cuándo sucedería porque era sorpresa. Tocaban la puerta, uno de los padres fundadores nos acompañaba hasta el portón de madera —generalmente el papá de Raquel, lo más cercano a un líder en la comunidad— y nos despedíamos y quedábamos ahí, afuera, en la intemperie. Caminábamos por la bajada de tierra. Era un camino pedregoso de casi dos horas y media hasta llegar a una caseta de madera donde alguien nos esperaba. Nunca supimos quién, aunque probablemente era un milico vestido de civil, el delegado por Pinocho para asegurarse que la comunidad siguiera aislada. Ese era el encargado de llevarnos a la ciudad en una camioneta que, luego entendí, era el mismo tipo de transporte que se usa para ir a buscar y dejar a los niños al colegio. Todo terminaba en una casona en el centro de la ciudad. Y ahí comenzaba la experiencia formativa. Un año para hacer lo que quisiéramos. Algo de dinero para los primeros meses. Y al final una decisión: o volvíamos o dejábamos la comunidad para siempre.

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Hubo varias señales. Como que un poco antes de mi experiencia formativa mi madre muriera. O que aparecieran los primeros conejos, aunque al principio no los tomamos en cuenta.

Cuando murió mi madre me mandaron a vivir con Raquel y sus papás. Yo tenía dieciséis, o sea un año antes de mi experiencia formativa. Lo que nunca entendí es por qué no me dejaron verla antes de morir; por qué no pude decirle chao viejito, te voy a extrañar, gracias por todo; por qué no me dejaron cerrarle los ojos con mis manos, mis propias manos. El padre de Raquel me negó todo eso, igual que, años después, no dejaría que Raquel viera el cuerpo de su madre. Decía que era parte de nuestra educación.

Que así seríamos mejores.

Seres integrales en lo físico y espiritual. Recuerdo que para la ceremonia —la ceremonia fúnebre que se celebraba cuando alguien moría en la comunidad— mi madre ya estaba enterrada y nos juntaron a todos para orar. Luego los padres fundadores rememoraron algo sobre el reciente difunto. Entonces nos tomamos de las manos y nos quedamos en silencio por unos minutos. No tuve ganas de llorar. Creo que por primera vez sentí rabia; rabia de no saber quién controlaba mi vida. El padre de Raquel finalizó la ceremonia. Esa mañana —era domingo, creo— Raquel se acercó, me tomó la mano y me dijo que íbamos a vivir juntos. Le sonreí aunque sin ganas. Le di un beso. Ya éramos pololos por esa época. En la comunidad los hijos de los padres fundadores se relacionaban desde chicos. Y eso a los padres fundadores les gustaba, claro; era la única manera de seguir poblándonos sin relacionarnos con el exterior.

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No me costó adaptarme a la familia de Raquel. En parte porque murió mi vieja y me convertí en un ser silencioso, muy distinto a lo que soy ahora. No tenía consciencia de mí, ni de lo que pasaba a mi alrededor. Iba al colegio de la comunidad por las mañanas; iba al campo a trabajar mi turno vespertino; iba a todas las actividades obligatorias para los hijos de los fundadores. Pero realmente no estaba ahí. Me adapté a la casa de Raquel porque era funcional y silencioso; y, finalmente, la gente funcional, la que hasta hoy no se arrepiente de nada, fue la que nunca abrió la boca. Yo también era funcional entonces; creía en la comunidad y seguía paso a paso lo que se me pidiera. Pero la muerte de mi madre partió mi vida en dos; un pasado feliz y obediente y un presente incierto, plano y rutinario como las actividades en la comunidad. Como los discursos que los padres fundadores nos obligaban a memorizar, sí, como el legado que supuestamente heredaríamos.

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Raquel lavaba los platos y yo los secaba. Era de noche, ya habíamos cenado. Teníamos un juego: contarnos la diferencia entre lo que recordábamos y lo que creíamos recordar de nuestras infancias. Raquel hablaba sobre una imagen que tenía de su padre, cuando este era vocalista de una banda de música. En verdad, me dijo mientras pasaba los cubiertos de madera por agua, en verdad lo que recuerdo es una canción. ¿Qué canción?, le pregunté. Quise saber si recordaba la canción o si era más bien el recuerdo de alguien que le habló sobre esa canción. No respondió. Todavía quedaban platos con restos de polenta y espinaca. Le hice la pregunta una vez más. ¿Qué canción, Raque? No me respondió. Mira, me dijo. Y apuntó la ventana. Miré. A través del ventanal noté dos puntos rojos y luego, en otra parte del patio, dos puntos más. Y otros dos. Y dos. Y así hasta que sentí algo de miedo. Raquel soltó el paño y el cuchillo que lavaba, y permaneció quieta unos segundos. De esa noche recuerdo que por la escalera se colaba el sonido de su padre trabajando; el sonido de la máquina de escribir, uno de los pocos artículos que a cada familia de la comunidad se le permitía tener. Raquel seguía paralizada. ¿Raquel?, le pregunté. No respondió. ¿Raquel?, repetí, esta vez con más fuerza. Raquel salió por la puerta de la cocina. La seguí. Intentamos buscar los puntos rojos, aunque no se veía nada. La oscuridad del patio —ahí estaba el columpio de madera que ya nadie ocupaba y el foso empedrado para el compost— no era más que un fondo negro y espeso. Como en cada casa de la comunidad, lo único que iluminaba era un farol de madera con vela. Entonces apareció el primero de los muchos conejos que veríamos durante esos años. Tiritaba y su pelaje estaba sucio. Nos miró y desapareció. Era grande.

Esa noche Raquel bajó al estudio de su padre y le contó. Temblaba. Yo me quedé arriba terminando de lavar los platos. Esa noche, antes de los conejos, la madre de Raquel dijo sentirse mal y se acostó temprano. El padre cenó con nosotros rápidamente, se disculpó y bajó a su estudio. Alguna vez pensé que trabajaba en sus memorias. O en un manifiesto. Ahora sé que todo eso es mentira. Esa noche escuché los gritos de Raquel. No hice nada, seguí con la loza. El padre la retó por interrumpirlo. Aunque los gritos aumentaban, yo hacía el esfuerzo por pensar en algo más. Aunque los gritos aumentaban, yo hacía el esfuerzo por pensar en algo más. Y pese a que una voz interior me llamaba a defender a Raquel, también debía seguir las reglas de la comunidad. No podía olvidar que era parte de un grupo humano. Y que debíamos respetar lo que nos mantenía unidos. Terminé de lavar los cubiertos, subí a la pieza, me acosté, cerré los ojos y fingí dormir.

A la mañana siguiente el patio estaba destrozado. No solo a nosotros nos afectó; el resto de la comunidad también sufrió daños. Los bordes de algunas casas estaban roídos, con claras marcas de dientes y rasguños. Al principio algunos dudaron de que efectivamente fueran conejos. Además estaba el ruido por las noches. Era difícil dormir con ese ruido. Aún lo recuerdo: pequeños gemidos, chillidos, los conejos moviéndose rápidamente por el borde de la casa como ratones. Y su caca: bolitas negras que se multiplicaron en el patio. Se convirtió en otra tarea de los hijos de la comunidad. Nos hicieron recogerlas y tirarlas en el foso empedrado.

En un momento se pensó que era otro animal; el chupacabras, dijo alguien, o unos pumas salvajes, o unos pudús con rabia, vaya uno a saber qué. Incluso, se pensó que la plaga era una maniobra para desestabilizar la comunidad. Que un grupo de frentistas y comunistas quería echarnos. O hasta los milicos que ya iban en retirada. Esto porque adentro pocos sabían lo que sucedía en el país; que era 1988, que la izquierda se estaba reformulando, que los milicos estaban por dejar el poder. Hasta que un día el padre de Raquel entró a la casa. En una mano llevaba el rifle y en la otra, agarrándolo desde las orejas, uno de los conejos. Temblaba. Lo puso sobre una tabla de cortar de madera. Parecía casi muerto. El padre de Raquel sacó el uslero de un cajón. Me miró y alzó la mano. Le dio un golpe rápido detrás de las orejas.

***

Mi experiencia formativa fue una terapia. Solo una vez salí de la comunidad me sentí libre. Sucedió el día en que, junto a Raquel y Jorge —el otro hijo de los fundadores al que le tocaba su experiencia formativa— nos subieron a la camioneta y nos condujeron hacia la ciudad. Recuerdo al milico que manejaba (y que no sabíamos que era milico, que llevaba el pelo canoso y hablaba con voz de pito). Jorge le hacía preguntas. El milico se reía y lo molestaba. Jorge insistía con las preguntas. El milico le decía que si seguía así lo devolvía donde los jipientos. Jorge le dijo que no podía hacer eso porque tenía que pasar un año en la ciudad. Le dijo: Podemos volver o quedarnos afuera. Y el milico rio. Afuera, dijo. ¿Estai seguro que querís estar afuera?

Yo iba atrás con Raquel, tomados de la mano. En mi bolsillo llevaba una pata de conejo para la buena suerte. Me la había fabricado yo mismo, la semana anterior, cuando los padres de Raquel estaban en el anfiteatro durante una de las tantas reuniones semanales. Raquel andaba cansada y se acostó temprano. Tal vez por los nervios. Presentíamos que esa semana nos iba a tocar. Habíamos escuchado mucho sobre la experiencia formativa, pero no era posible anticiparse. De todas maneras, algo me decía que esa semana estaríamos afuera. Sin poder dormir, aquella noche me decidí y bajé al living. Caminé en círculos por un rato. No lo pensé mucho: fui al estudio del papá de Raquel. Sabía dónde encontrarlo, en uno de los cajones, entremedio de los paños de lino, toallas y piedras pómez.

Lo tomé y salí al patio.

Se escuchaban los gruñidos. Vi un par de puntos rojos. Caminé en la oscuridad. Salté el cerco. Apenas sentí el primer ruido apunté. Fueron tres disparos; con el primero casi me caigo por el impulso; los otros dos los aguanté mejor. La mano me pesaba. Recién entonces lo inspeccioné con detalle; la culata era de madera, el barniz reflejaba la luz de la luna, y tenía un gatillo duro y frío como un bloque de hielo que quema al tocarlo. Además pesaba. Apoyé el rifle contra una de las cercas del patio. Hasta hoy recuerdo la imagen del cráneo explotando en varios pedazos; algunos de ellos tan pequeños que se perdieron en el pasto. Era de noche y disfruté mi pequeña catarsis. Mi vieja estaba muerta, yo solo en el mundo, pero algo había cambiado. Me dieron ganas de ir al anfiteatro y matar a todos los padres fundadores, escapar de la comunidad y también cruzar la cordillera. Dejar ese país que ni siquiera era mi país porque siempre viví encerrado en un territorio de caras familiares. Demasiado familiares.

Pensé en Raquel.

Reuní aquellos pedazos de cráneo que alcancé a distinguir en la oscuridad. Saqué el cuchillo, corté una de las patas traseras del conejo, la envolví en un paño y la guardé en mi bolsillo izquierdo. Luego tomé el cuerpo descabezado y caminé rumbo al foso empedrado para tirarlo con el resto de los conejos.


*De Las Experiencias (SED ediciones, 2020), libro de relatos que a su vez reúne otros dos libros de cuentos de Antonio Díaz OlivaLa experiencia formativa y La experiencia deformativa, ambos publicados en Chile por editorial Neón y el primero reconocido como mejor obra literaria por el Consejo Nacional del Libro de Chile.




A partir de Manhattan

A partir de Manhattan

Antonio Díaz Oliva

En 1978, mientras Enrique Lihn flaneaba por Manhattan, Manuel Puig también daba vueltas por la isla neoyorquina, quejándose de la insularidad que significaba ser autor latinoamericano en tierra anglo. Por esos mismos años Reinaldo Arenas llegaría a Nueva York y moriría ahí mismo, culpa del sida. Y fue en Manhattan donde Néstor Sánchez se convirtió en un vagabundo que escribía con la mano izquierda.