Un día del año 212, más de treinta millones de personas se acostaron con una identidad distinta de la que tenían al levantarse por la mañana temprano. El motivo no fue una invasión masiva de los ladrones de cuerpos, sino la asombrosa decisión de un emperador romano.
Las fuentes no nos dicen cómo fue recibido el cambio, si ganó la partida la desconfianza o el alborozo. Con seguridad, predominaría la sorpresa: no había precedentes históricos para algo así —y estoy segura de que no veré nada remotamente parecido en nuestro siglo XXI.
¿Cuál fue la causa de tanta conmoción repentina?
El emperador Caracalla había decretado que todos los habitantes libres del imperio, dondequiera que viviesen, desde Escocia hasta Siria, desde Capadocia a Mauritania, adquirían a partir de ese momento la ciudadanía romana.
Fue una decisión revolucionaria que borró de un plumazo la distinción entre autóctonos y extranjeros. Un largo proceso integrador culminó en el instante de la aprobación del decreto.
Fue una de las mayores concesiones de ciudadanía documentadas en la historia, si no la mayor: decenas de millones de provincianos se convirtieron legalmente en romanos de la noche a la mañana.
Ese repentino regalo todavía desconcierta a los historiadores, porque rompió con la política antiquísima —y tan contemporánea— de convertir en ciudadanos plenos solo a un pequeño porcentaje de los aspirantes, de forma gradual y restrictiva.
El político y cronista antiguo Dion Casio sospechaba que bajo la aparente generosidad de Caracalla se ocultaba la necesidad de recaudar dinero, puesto que los nuevos romanos contraían ipso facto la obligación de pagar el impuesto de sucesiones y el gravamen por la manumisión de esclavos.
Como afirma Mary Beard, si ese fue el motivo, resultó una manera harto engorrosa de abordar el asunto. No creo que ningún estado actual se plantee legalizar a treinta millones de individuos de golpe, por muy suculenta que resulte la perspectiva de cobrarles impuestos.
Sin duda, la decisión del emperador tuvo una importante carga simbólica. En tiempos de crisis, dar a más gente razones personales para identificarse con Roma podía ser una medida inteligente.
Como es lógico, la extensión de la ciudadanía devaluó su importancia. Al caer una barrera de privilegio, rápidamente se alzó otra en su lugar. A lo largo del siglo III, ganó importancia la distinción entre los honestiores —la élite enriquecida y los veteranos del Ejército— y los humiliores —los más humildes, concepto intemporal que no necesita traducción.
La legislación reconocía derechos desiguales a estos dos grupos: los honestiores quedaron exentos, por ley, de castigos degradantes o crueles como la crucifixión o la flagelación, mientras que los humiliores permanecían expuestos a las humillaciones antaño reservadas a los esclavos y los no ciudadanos. La frontera de la riqueza sustituyó a las fronteras geográficas.
Aunque no faltaron en la práctica grandes dosis de prejuicios, fricciones y rapacidad, la civilización romana poseyó desde sus orígenes una clara vocación integradora. Caracalla culminó una evolución que, según la leyenda, había iniciado Rómulo mil años antes, cuando ofreció acogida —sin hacer preguntas— a todos los forasteros que acudieron a la recién fundada Roma.
Lo que distinguió a la nueva ciudad fue su bienvenida a los más desesperados fugitivos y demandantes de asilo. Y, de hecho, los descendientes de Rómulo practicaron una política de fusión sin precedentes en la historia universal: consideraban irrelevante la pureza de la estirpe, no se preocupaban demasiado por el color de la piel, liberaban a los esclavos con procedimientos simples, y le reconocían al liberto un estatus casi de ciudadano —los hijos de los libertos lo eran de pleno derecho.
No sabemos hasta qué punto era multicultural la población romana, entre otras cosas, porque no se prestaba atención a ese asunto; probablemente fue el grupo étnicamente más diverso antes de la época moderna.
En Roma no faltaron, por supuesto, quienes clamaban que tantos esclavos acabarían minando las esencias patrióticas, y muchos acusaban a los extranjeros de hacer pocos esfuerzos por integrarse. Pero ni el más recalcitrante de aquellos cascarrabias con ganas de protestar habría entendido nuestros conceptos modernos de “inmigrantes ilegales” o “sin papeles”.
Es un hecho que la población se movía a lo largo y ancho de los territorios romanos como nunca antes: comerciantes, militares, administradores y burócratas, traficantes de esclavos, provinciales ricos con sueños de éxito en la capital.
Había ciudadanos de clase alta en Britania, procedentes del norte de África. Cada año, gobernadores y altos funcionarios eran enviados a destinos lejanos. Las legiones se formaban con soldados de todas las procedencias. Incluso los más desposeídos se sumaban al flujo de las migraciones. La moraleja de una fábula decía: “los pobres, al ser más ligeros de equipaje, con facilidad pasan de una ciudad a otra”.
Los emperadores estaban obsesionados con la iconografía global, de la que hacían propaganda. Se proclamaba que Roma no era solo la dominadora del mundo, sino también la patria común de toda la humanidad; la gran ciudad mundial, la cosmópolis realizada, capaz de ofrecer acogida en su interior a todas las gentes dispersas por geografías lejanas.
Este ideal encontró tal vez su expresión más característica en el pomposo y adulador Encomio del rétor Elio Arístides: “Ni el mar ni todas las distancias de la tierra impiden obtener la ciudadanía, y aquí no hay distinción entre Asia y Europa. Todo está abierto para todos. En Roma, nadie que sea digno de confianza es extranjero”.
Los filósofos de la época insistieron en que el imperio realizaba el sueño cosmopolita heredado del helenismo. Con su Constitutio antoniniana, del año 212, Caracalla dio culminación jurídica a estas ideas.
Por lo demás, no ha dejado un gran recuerdo como gobernante. Caprichoso y homicida, acabó asesinado a los veintinueve años por uno de sus guardaespaldas, mientras meaba en la cuneta de una calzada en Mesopotamia.
Aunque en su reinado no dio muchas muestras de idealismo, admiraba a Alejandro y quiso imitar su proyecto de un imperio basado en la ciudadanía del mundo. Él mismo, nacido en Lugdunum —actual Lyon—, era hijo del mestizaje: su padre, Septimio Severo, descendía de estirpe bereber y tenía la piel oscura; y su madre, Julia Domna, había nacido en Emesa —actual Homs, en Siria.
Y no fue la excepción. Cuando lo nombraron, hacía tiempo ya que los emperadores no eran nativos de Roma, ni siquiera italianos. Las élites del poder romano no tenían el cutis tan blanco como el mármol de sus estatuas.
Si no era la raza, el color de la piel o el lugar de nacimiento, ¿qué unía a los habitantes de Escocia, Galia, Hispania, Siria, Capadocia y Mauritania?
¿Cuáles eran los vínculos que a lo largo y ancho de tan enormes extensiones ayudaban a los romanos a entenderse, compartir aspiraciones y descubrirse miembros de una misma comunidad?
Una urdimbre de palabras, ideas, mitos y libros.
Sentirse romano consistía en habitar ciudades de anchas avenidas que se cruzaban en ángulo recto; en tener acceso a gimnasios, termas, foros, templos de mármol, bibliotecas, inscripciones en latín, acueductos, alcantarillado; en saber quiénes eran Aquiles, Héctor, Eneas, Dido; en contemplar sin extrañeza los rollos y los códices como parte del paisaje cotidiano; en pagar impuestos a los temidos recaudadores; en haber estallado en carcajadas por un chiste de Plauto en las gradas de un teatro; en conocer los episodios de la Roma primitiva contados por Tito Livio en Ab urbe condita; en haber escuchado a un filósofo estoico hablar de autodominio; en conocer —o incluso haber servido en— la imparable maquinaria bélica de las legiones.
Mosaicos, banquetes, estatuas, rituales, frontones, bajorrelieves, leyendas de triunfo y de dolor, fábulas, comedias y tragedias modelaban —con aire, piedra y papiro— aquella identidad romana ampliada hasta límites inimaginables, el primer relato común europeo.
Por las calzadas del imperio globalizado, ensayos y ficciones transitaron de un confín a otro de la geografía conocida. Encontraron cobijo en una constelación de bibliotecas públicas y privadas como no se había conocido antes. Fueron copiados y puestos a la venta en librerías de ciudades lejanas entre sí, como Brindisi, Cartago, Lyon o Reims. Sedujeron a gentes de diversos orígenes, a quienes las escuelas romanas enseñaron a leer tras generaciones de inmemorial analfabetismo.
Como los aristócratas de la capital, los provinciales más ricos compraron esclavos especializados en la copia de textos —el inventario de los bienes de un acaudalado ciudadano romano, propietario de una finca de Egipto, incluye, entre sus cincuenta y nueve esclavos, cinco notarios, dos amanuenes, un escriba y un restaurador de libros.
Eran muchos los copistas que, al servicio de particulares o de comerciantes, pasaban sus largas jornadas delante del pupitre, pertrechados de tinteros, reglas y plumas de caña dura, para satisfacer la demanda de letra escrita.
Nunca antes había existido una comunidad semejante de lectores extendida por varios continentes y unida por los mismos libros. Es cierto que no eran millones de personas; tampoco cientos de miles; tal vez, en los mejores tiempos, varias decenas de millar. Pero contempladas con la mirada de aquella época, hablamos de cifras prodigiosas.
Como dice Stephen Greenblatt, en el mundo antiguo hubo un tiempo —por lo demás larguísimo— en el que pudo parecer que uno de los principales problemas culturales era la inagotable producción de libros.
¿Dónde se podían poner? ¿Cómo había que organizarlos en las estanterías? ¿Cómo retener en la cabeza aquella profusión de conocimiento?
La pérdida de tanta riqueza habría resultado sencillamente inconcebible para cualquiera que viviese en aquellos ambientes. Luego, no repentinamente sino con la lógica gradual de una extinción en masa, toda aquella empresa llegó a su fin. Lo que parecía estable resultó frágil, y lo que se creía eterno acabó por demostrarse efímero.
El suelo tembló bajo los pies. Llegaron siglos de anarquía, de fraccionamiento, de invasiones bárbaras, de seísmos religiosos.
Probablemente, los copistas fueran los primeros en percibir la gravedad de la situación: cada vez recibían menos encargos. El trabajo de copia se interrumpió casi por completo.
Las bibliotecas entraron en decadencia, saqueadas durante guerras y altercados, o simplemente desatendidas. Durante sucesivas décadas terribles, sufrieron el pillaje de los bárbaros y la destrucción a manos de fanáticos cristianos.
A finales del siglo IV, el historiador Amiano Marcelino se quejaba de que los romanos estaban abandonando la lectura seria. Con un enfoque moralista característico de su clase social, se indignaba de que sus compatriotas chapoteasen en la trivialidad más absurda, mientras el imperio iba desmoronándose de modo inexorable, y la ligazón cultural se disolvía:
“Los pocos hogares que antes eran respetados por el cultivo serio de los estudios ahora se dejan llevar por los deleites de la pereza. Y así, en lugar de un filósofo se reclama a un cantante, y en lugar de a un orador a un experto en artes lúdicas. Y, mientras las bibliotecas permanecen siempre cerradas como sepulcros, se fabrican órganos hidráulicos, enormes liras que parecen carrozas y flautas para los histriones”.
Además, comentaba con pena, la gente se dedica a conducir sus carros a velocidad de vértigo —como conductores suicidas— por las calles atestadas de gente. La angustia previa al naufragio se palpaba en la atmósfera. En el siglo V, la comunidad de la cultura clásica sufrió terribles golpes.
Las invasiones bárbaras fueron destruyendo poco a poco el sistema escolar romano en las provincias de Occidente. Declinaron las ciudades. El público culto disminuyó hasta cifras ínfimas —incluso en los mejores momentos había sido una minoría entre la población, pero era una minoría tan considerable que en algunos lugares resultaba una verdadera multitud.
De nuevo, los lectores volvieron a ser tan escasos que, en sus pequeñas islas, perdieron el contacto unos con otros.
Tras una larga y lenta agonía, el Imperio romano de Occidente se vino abajo en el año 476, cuando Rómulo Augústulo —el último emperador— abdicó sin hacer demasiado ruido.
Las tribus germánicas que se sucedieron en el poder de las provincias no se sentían atraídas por la lectura. Seguramente, aquellos bárbaros que asaltaron los edificios públicos y requisaron las mansiones particulares no eran activamente hostiles a la ciencia ni al estudio, pero tampoco tenían el menor interés en conservar los libros que albergaban los tesoros intangibles del conocimiento y la creación.
Los romanos expropiados de sus mansiones, convertidos en esclavos o relegados a cualquier finca rústica perdida, tuvieron necesidades más apremiantes y duelos más hondos que la nostalgia de sus bibliotecas perdidas.
Angustiosas preocupaciones absorbieron a los lectores de otro tiempo: la inseguridad, las enfermedades, las malas cosechas, la violencia de los recaudadores de impuestos que exprimían el trabajo de los humildes hasta la última gota, las plagas, la subida de los precios de los alimentos, el miedo a quedar en el lado equivocado del umbral de subsistencia.
Empezó una época, un largo trayecto de cientos de años, en el que gran parte de las ideas que nos definen estuvieron al borde del abismo.
Entre las antorchas de los soldados y la lenta labor secreta de las polillas, el sueño de Alejandría volvió a correr peligro. Hasta la invención de la imprenta, milenios de saber quedaron en manos de muy pocas personas, embarcadas en una heroica y casi inverosímil tarea de salvamento.
Si no todo se hundió en la nada; si las ideas, los logros científicos, la imaginación, las leyes y las rebeldías de griegos y romanos sobrevivieron, lo debemos a la sencilla perfección que, tras siglos de búsqueda y experimentación, habían alcanzado los libros.
Gracias a ellos y a pesar de los viajes al fondo de la noche, la historia europea es, como escribió la filósofa María Zambrano, un camino siempre abierto a los renacimientos y las ilustraciones.
Con el lento desmoronarse del Imperio romano, empezaron los siglos que los libros vivieron peligrosamente. En el año 529, el emperador Justiniano prohibió a quienes permanecían “bajo la locura del paganismo” dedicarse a la enseñanza, “a fin de que ya no puedan corromper las almas de los discípulos”.
Su edicto obligó a cerrar la Academia de Atenas, cuyos orígenes se remontaban orgullosamente al milenio anterior, hasta el propio Platón. Las almas descarriadas necesitaban la protección de las autoridades frente a los peligros de la literatura pagana.
Desde principios del siglo IV, fervientes funcionarios irrumpían en los baños y en las casas particulares para requisar libros “heréticos y mágicos”, que se convertían en humo en las hogueras públicas. No es extraño que la copia de obras clásicas —y de cualquier texto— cayese en picado.
Imagino a uno de aquellos filósofos proscritos en sus melancólicos paseos por una fantasmal Atenas. Le sobran razones para el pesimismo. Los templos paganos permanecen cerrados, derrumbándose a causa del abandono, y las maravillosas estatuas de otros tiempos han sido desfiguradas o retiradas. Los teatros han enmudecido, las bibliotecas son reinos de polvo y gusanos tras sus cerrojos.
En la capital de las luces, los últimos discípulos de Sócrates y Platón tienen prohibido enseñar filosofía. No pueden ganarse la vida. Si se niegan a bautizarse, deberán marchar al exilio.
Los bárbaros que invaden y saquean el viejo imperio en hundimiento prenden fuego a las maravillas de la antigua cultura con ferocidad o, peor aún, con indiferencia. ¿Qué destino aguarda a las ideas que ya no se permite enseñar, a los libros condenados a arder?
Es el fin.
Entonces, como en un sueño, el filósofo es asaltado por una jauría de extrañas visiones. En una Europa dominada por caudillos guerreros analfabetos, cuando el ocaso parece inevitable, las fábulas, ideas y mitos de Roma encuentran un paradójico refugio en los monasterios.
Cada abadía, con su escuela, biblioteca y scriptorium, alberga un destello del Museo de Alejandría en tiempos menguantes. Allí, algunos monjes —y también monjas— se convierten en infatigables lectores, conservadores y artesanos librarios. Aprenden el laborioso arte de la fabricación de pergaminos.
Letra a letra, palabra por palabra, copian y preservan los mejores libros paganos. Incluso inventan el arte de la iluminación, que transforma las páginas de los códices medievales en pequeñas vidrieras donde brillan selvas de figuras, oro y colores.
Gracias a la paciencia minuciosa de esos copistas y miniaturistas —hombres y mujeres—, el saber resistirá el embate del caos en rincones aislados y bien defendidos. Pero todo esto es tan improbable —se dice, recayendo en el fatalismo— que solo puede ser un sueño.
De pronto, el filósofo es invadido por la bulliciosa estampa de las primeras universidades en las ciudades de Bolonia y Oxford —la Academia resucitada—, algunos siglos más tarde. Los profesores y estudiantes, sedientos de alegría y belleza, como si volvieran a casa, buscan otra vez las palabras de los viejos clásicos. Y nuevos libreros abren de par en par las puertas de sus talleres para suministrarles el alimento de las palabras.
Desde inverosímiles distancias, por las rutas musulmanas y los territorios fronterizos entre varias civilizaciones, polvorientos mercaderes traen de China y Samarcanda una maravillosa novedad hasta la península ibérica: el papel, así llamado porque recuerda al viejo papiro.
Si todo sucede en su justo momento, ese nuevo material, mucho más barato que el pergamino y más fácil de producir en grandes cantidades, llegará a las encrucijadas de Europa a tiempo para nutrir el despegue de las imprentas que revolucionarán la cultura occidental.
Pero todas estas fantasías —se dice, recurriendo a la fría lógica— solo pueden ser alucinaciones provocadas por una mala digestión; imágenes engendradas por un pedazo de queso enmohecido o un guiso de pescado rancio.
Se le aparecen entonces, empuñando plumas de ave, las figuras de unos tercos soñadores, los humanistas, empeñados en restaurar el esplendor de la Antigüedad.
Todos ellos se lanzan a leer, copiar, editar y comentar con pasión los textos paganos a su alcance —los restos del naufragio. Los más valientes se aventuran a caballo por rutas apartadas, valles nevados, bosques oscuros y senderos casi borrados en los repliegues de las montañas para buscar algunos libros únicos, que aún custodian los aislados monasterios medievales. Con esos manuscritos, náufragos de la vieja sabiduría, intentarán modernizar Europa.
Mientras tanto, un tallador de piedras preciosas llamado Gutenberg inventa un extraño copista de metal, que no descansa jamás. Los libros vuelven a expandirse. Los europeos recuperan el sueño alejandrino de las bibliotecas infinitas y el saber sin límites. El papel, la imprenta y la curiosidad liberada de miedos y pecados conducirán a los mismos umbrales de la modernidad.
Pero todas estas visiones —se dice el filósofo, hundiéndose otra vez en su pesimismo— son solo disparates.
Y, cuando su imaginación desbordante se adentra aún unos siglos más lejos, adivina a unos hombres tocados con extrañas pelucas que, en honor de la antigua paideía, se embarcan en la aventura de la Enciclopedia para extender el conocimiento y derrotar la terca obra de la destrucción.
Los revolucionarios intelectuales de ese lejano siglo XVIII levantarán, sobre los cimientos del esplendor antiguo, el edificio de su fe en la razón, la ciencia y el derecho.
Y, aunque la gente del futuro siglo XXI rendirá culto a las novedades y a las tecnologías —especialmente a unas raras tablillas luminosas que acarician con las yemas de los dedos—, seguirán dando forma a sus ideas fundamentales sobre el poder, la ciudadanía, la responsabilidad, la violencia, el imperio, el lujo y la belleza, en diálogo con los libros donde hablan los clásicos.
Y así es como todo lo que amamos se salvará, a través de un camino accidentado y aventurero, plagado de bifurcaciones y desvíos, que en muchos momentos amenazará con perderse en la nada.
Pero todo esto es inverosímil como un sueño, y nadie en su sano juicio creería una hipótesis tan descabellada, se dice. Solo un prodigio —o uno de esos milagros con los que se ilusionan los cristianos— podría salvar nuestra sabiduría y cobijarla en las bibliotecas imposibles del mañana.
La nueva guerra de la propaganda
Por Anne Applebaum
“Incluso en un Estado donde la vigilancia es casi total, la experiencia de la tiranía y la injusticia puede radicalizar a la gente. La ira contra el poder arbitrario siempre llevará a alguien a empezar a pensar en otro sistema, en una forma mejor de dirigir la sociedad”.