Ana de Armas.
Los cubanos nos la pasamos hablándole y hablándole. Pero ella nunca nos dirigió la palabra. Como si supiera de antemano lo que iba a pasar.
Hoy, paparazis aparte, ese desbalance comunicativo se cayó por un barranco. No hay puentes sanos. Se ha hecho inconcebible el diálogo entre Ana de Armas y los cubanos.
Su carrera como actriz internacional fue un alejarse, una tangente en fuga, un no mirar atrás. De tanto ser otras, terminó imitando a todas a la perfección, incluso a alguna que otra cubana (impersonar, se dice en inglés). Hasta darse cuenta de que ya no recordaba cómo era serlo: cubana. Ni en una escena a sueldo, ni en el vacío promiscuo de su biografía.
La cubanidad se le había convertido en una sobreactuación. Una máscara que disimula a una mueca, o viceversa. Y las carencias por exceso de representación dan náuseas. Y se hacen inconsolables. Y terminan, a destiempo, en tragedia.
Pudiendo comprarse un palacete en las antípodas del planeta, Ana de Armas no encontraba un cuartico al cual poder regresar. No había un atajo para ella, de las candilejas de los neones y flashes a aquella lamparita de noche, todavía prendida entre los apagones de la infancia.
La pasarela se le fue quedando a la intemperie, a la deriva de Óscares y CEOs, sin trazas de intimidad. Desnudarse sin amor nos envejece a 35 silencios por segundo. Nadie lo podría notar al otro lado de los guiones y sets, pero a Ana de Armas se le había hecho muy tarde.
Es aterrador tener que vivir explicándose frase a frase de puertas adentro, como si nuestra pareja sentimental fuese no sólo extranjera, sino extraterrestre. Por más que sea excitante, el éxtasis entre extraños nos deja exhaustos. Como ciervos descoyuntados en la cuneta de una carretera sin compasión interminable.
Ana de Armas tenía que recuperar su respiración. O rendirse. Amar en cubano, aunque a estas alturas de la historia se trate sólo de un anacronismo. Creerse contemporánea por dormirse abrazando a otro cubano.
Era volver al hogar o hundirse en el pantano sin peso de las portadas. La dictadura y el exilio podían esperar otros sesenta y cuatro años. Su alma ávida de libertad instantánea (la más frágil), no.
Un siglo antes de Ana de Armas nacer, otro habanero al que Cuba terminaría suicidando en combate, escribió este amargo aguinaldo de nuevo año:
Y los que se creen más felices ―porque la felicidad es siempre (la felicidad aparente) de los que se ocupan con exceso de sí propios, y desoyen los dolores y necesidades de sus hermanos en la tierra―, ¿qué ven en torno suyo; qué tienen en realidad, fuera de una cuenta de banco pigmea y asustadiza?
Una casa estéril tienen, en la espuma extranjera, con hijos que se avergüenzan o apartan de sus padres, con hijas que no hallan más amor y compañía que los que les vienen por casualidad de sus propias tierras, y con la única esperanza de una vejez sin prestigio, sin utilidad y sin honor.
El dolor de los viejos cadáveres no debería detener la colisión entre los cuerpos de los nuevos cubanos. Coincidir es un misterio que nos hace desconocidos ante nosotros mismos, o no es nada. El milagro de la esperanza no debería discriminar entre un pesebre paupérrimo y el spa de lujo. Habría que haberle hablado y hablado menos a Ana de Armas. O al menos prestar atención al porqué de su pánico de dirigirnos la palabra.
Pero la lengua de la Revolución Cubana esterilizó la mirada de quienes sobrevivimos a su sombra ciega. No es el amor quien ve.
Entendiendo la energía: combustibles y electricidad
Por Vaclav Smil
La historia moderna puede verse como una secuencia inusualmente rápida de transiciones hacia nuevas fuentes de energía, y el mundo moderno es el resultado acumulativo de sus conversiones.