En un poema largo, larguísimo, Reinaldo Arenas dejó escrito algo sobre las palmas que eran reventadas con buldóceres, a lo largo y estrecho de la geografía insular.
Siempre me intrigó ese verso: las palmas que revientan buldoceadas. Pero nunca lo entendí.
Por supuesto, todos los cubanos hemos oído hablar de los planes de desarrollo apícola, avícola, cafetalero, cañero, citrícola, eólico, forestal, ganadero, hidráulico, siderometalúrgico y demás estadísticas en orden estatalizadamente alfabético.
La Utopía en esencia fue eso: una visión para poner en orden el caos de la existencia humana, en un mundo enloquecido por lo leve y la multiplicidad.
La utopía intenta imponer criminalmente el cariño y la permanencia a los presentes, en un mundo donde todo se abandona y se olvida a la velocidad de la historia.
No lo llaméis tiranía, ni totalitarismo. El castrismo fue ante todo un centro de masa. Un punto de apoyo, desde donde la nación pudiera ser por fin palanqueada. Estructurada, jerarquizada, civilizada. En última instancia, organizada.
Sólo así sería posible entonces habitar en esa gestualidad grandilocuente que se llama Modernidad. A falta de dios, era imprescindible propagar la fe en la existencia científica de, por ejemplo, la fuerza de gravedad.
En los años sesenta y setenta, Fidel Castro en persona se encargó de esa tarea prometeica. No es mentira que puso a Cuba en el mapa, porque antes de él Cuba se deslizaba por la tangente de una línea de fuga llamada libertad.
Tal como lo elogiara Francisco Franco (más o menos apócrifamente), en el líder máximo cubano se había encarnado milagrosamente un titán de la hispanidad. Léase, del fascismo, que de Moscú a La Habana a Washington fue el motor revolucionario del siglo XX.
El comunismo es un mito libresco, una reacción intelectual. El fascismo es vida en acción.
Quince millones de sobrevivientes cubanos, vivos o muertos hoy, resentidos o en negación, lo disfrutaron a plenitud durante una década y otra década después.
Y otra década y después otra década.
Y una década penúltima y ahora una década terminal.
Y aquí estamos, como si no hubiera pasado nada. Tanto lío con el capitalismo y la democracia y, total, ¿para qué?
La respuesta a la pregunta de Theodor Adorno es afirmativa y mucho más que afirmativa:
―Sí, sí es posible escribir poesía. No sólo después de Auschwitz, sino incluso durante Auschwitz. Preferiblemente, desde Auschwitz.
Por eso el “mundo libre” busca sus Auschwitz allí donde aparezca un mínimo foco de fascismo. La fidelidad fascina a los peregrinos, los convierte en feligreses de la felicidad. Un maratón de brigadas de solidaridad con Cuba así lo han demostrado, desde enero de 1959 hasta este lunes de post-revolución.
La cosa es que aquellos planes de desarrollo apícola, avícola, cafetalero, cañero, citrícola, eólico, forestal, ganadero, hidráulico, siderometalúrgico, y demás prodigios o propagandas, necesitaban lo mismo que el universo necesita para que se manifieste la gravitación universal: espacio.
Y el espacio era creado por el gobierno revolucionario. Y el espacio aparecía cuando los revolucionarios del gobierno buldoceaban bosques. Bosques ociosos, como todos. En particular, los pinares y palmares ―plantas que no paren nada aprovechable para la mentalidad de plaza sitiada.
De hecho, el holocausto de los pinos se justifica. Son árboles cuyo halo nórdico no permite que un pueblo se olvide de la manía navideña del alma insuflada por Dios, etc.
La matanza de las palmas fue un poco más problemática, pero igual se ejecutó. Al parecer, algunos burócratas ministeriales las consideraban, como en las escuelitas estatales, el árbol nacional. Pero, biológicamente, la palma ni siquiera es un árbol (la taxonomía las condenó antes que los buldóceres.)
En cualquier caso, árboles o no árboles, mucha vida vegetal en Cuba fue buldoceada por el ejército. Pretendían sembrar otra vida vegetal útil, que permitiera darle a cada cual según su necesidad, mientras cada cual daría a su vez según su capacidad.
Esta es la explicación del intrigante verso de Reinaldo Arenas “las palmas que revientan buldoceadas”.
Lo escribió estando preso en un campo de trabajos forzados, donde él vio, con sus ojos ávidos de horror, a los militares buldoceando ―e incluso dinamitando― árboles y no árboles por igual.
La foto de este lunes de noviembre ilumina otro sentido subterráneo de esas palmas que revientan buldoceadas en un verso olvidado.
De lo que se trataba era de hacer un claro en el bosque. Una especie de patio interior. Una claraboya para visibilizar la barbarie. Una catapulta de la muerte en masa. Un patíbulo del pueblo, por el pueblo, para el pueblo.
Las palmas, ¡ay!, las palmas horrorosas que se camuflaron en la garganta de un José María Heredia que nunca las buldoceó.
El error entre los cubanos es de naturaleza congénita: haber nacido en los páramos de donde crece la palma, y encima encapricharnos en echar nuestros versos del alma.
Cuando sería mejor, hacharlos.
Abajo, abajo, abajo en tres trozos y de un solo tajo. Bajo una mentira maravillosa, la maravilla de más y más mentiras. Hasta que los pinos y palmas y las palmas y pinos peguen un grito largo, larguísimo.
Cuidado con esa hacha, cubanos.
Cubanos, cuidad esa hacha.