Cuba capicúa


Era la primavera de 1971. 
 
En La Habana, el Estado cubano le imponía a un poeta oficial la epifanía estalinista del mea culpa que terminaría por catapultarlo al exilio. Un exilio sin retorno, de por vida. Como el estadista que lo catapultó. 
 
En la misma ciudad, mi madre, recién embarazada de mí, nunca se enteraría del Caso Padilla. No supo del poeta político, ni de su purga patética a finales del mes de abril. Cincuenta años después, en un exilio de mentiritas, todavía mi madre no se entera. La envidio.
 
Aquel fue un año maravilloso para la joven poesía cubana. Para mí, toda poesía será siempre “joven poesía” y “poesía cubana” siempre. Soy un fundamentalista de la fidelidad. 
 
Ese año, la Unión de Escritores publicó no uno, sino dos poemarios ganadores del Premio David: Al cierre, de Minerva Salado, y Flores llueven Revolución, de Roberto Rodríguez Menéndez.
 
Los tengo ahora ante mí. Me los topé, uno abrazado al otro, como cansados de no ser leídos por nadie, en la biblioteca de mi universidad privada, en la ciudad homónima de Saint Louis. Exactamente, en el estante PQ-7390, a medio metro de las obras incompletas de Heberto Padilla.
 
Como estamos de pronto en el 2021, tengo que googlear a sus autores para saber si aún viven. Y sí, todavía. Minerva Salado está en Facebook y en México, desde donde critica la censura de prensa en los tiempos de la Revolución Cubana. Y Roberto Rodríguez Menéndez devino autor clásico de radionovelas locales, así en LinkedIn como en Radio Progreso.
 
Las ediciones de 1971 son miméticamente preciosas, con aquel formato horizontal tan a la moda por entonces. Diseñadas por Darío Mora. Con una imaginería que, para mi ojo profano, son un plagio de los plagios del pintor Raúl Martínez.
 
Ambos son libros de héroes. Los poetas no eran los poetas, como dijo el poeta (según el cantautor), sino que el poeta era el héroe y sus heroicidades. Pero los héroes estaban muertos o haciéndose matar, incluso siglos antes de Google. Por lo que sus heroicidades podrían caer muy pronto en el olvido, si Minerva Salado y Roberto Rodríguez Menéndez ―ambos de la generación inexistente de 1944― no las poetizaban a dúo desde el Premio David.
 
Trato de rescatar algunos versos de cada libro. Remix posrevolucionario a golpes de cut & paste. Los recupero, intactos, sin añadir ni quitar ni una coma. Los reciclo en el 2021, cuando parecía que la poesía capicúa de 1971 iba a morir, en el año de su quincuagenario. 
 
Poco a poco voy ensamblando, en duodécimas más que en décimas, un Frankenstein fósil a partir de los dos tomitos exportados a Missouri desde la UNEAC. Ejerzo, a la vuelta de un nuevo siglo y milenio, mi derecho inalienable a la exquisitez de un cadáver arqueológico. En ambos casos, soy el último lector de estos respectivos 5,000 y 5,000 ejemplares.
 
Los días comenzaron a expandirse.
Cruzaron los espejos abiertos del Palacio.
Alguien no ha muerto, nadie se ha marchado.
Que vendrá el hábito de la peste.
Que vendrá la vida animal.
Quién hace el tiempo, quién la lluvia, cómo su color.
Que vendrá el cielo lejísimo.
Que vendrá el cumpleaños sin fiesta.
Luego vienen los aires, los días, las ampollas, y surge de nuevo la flor.
Que vendrá la diarrea y el pelo molesto.
Que vendrá la emboscada y la piel rota.
Como una mochila abierta, depositada hasta siempre en la luz.
 
Un hombre se llamó una vez Orlando.
Se hace llamar David por sus hermanos.
Tiene veinte años y un cuerpo lleno de fuego.
Tiene el cuerpo encendido por la llama.
Le gustaba pasearse de noche por las calles.
Recorre ávidamente todas las construcciones.
Con la palabra miedo, con la flor.
Sus amigos lo buscan, aseguran que pueden encontrarlo vivo.
En el recinto eterno de la poesía.
Pasó derramándose en el tiempo, como si fuera pólvora.
Nos dicen que llevaba sus ojos intactos como única vestimenta.
Con un racimo de uvas en las manos y un apagado adiós.
 
En 1971, para colmo, se publicó el best-seller Enigma para un domingo, autotitulada en su nota de contracubierta como “la primera novela policíaca cubana”. Una especie de Pulp Fiction a la cubana. 
 
De hecho, la película de Quentin Tarantino de 1994 copia la primera escena de la colección El Dragón del Instituto Cubano del Libro, cuando Martín se irguió en el centro de la espaciosa sala de Rugmila y en su mano esgrimía una pistola Browning, con un aditamento para amortiguar el ruido:
 
―Todos deben levantar las manos ―dijo Martín, y la torva deformación de su labio inferior, antes imperceptible, se acentuó―. Any of you fucking pricks move and I’ll execute every one of you motherfuckers…
 
El autor del antecedente tarantinesco insular, Ignacio Cárdenas Acuña, ahora casi ya centenario, continúa publicando en Amazon desde su sigloveintiúnico Miami, a pesar de que su perfil fue borrado de la enciclopedia EcuRed.
 
Es el otoño de 2021. 
 
En La Habana, el Estado cubano le impone a la población remanente en la Isla el coda criminal de la continuidad de un castrismo sin Castros. 
 
Aburrido de toda vida futura, y asomado al cumpleaños 50 que me espera en diciembre 10, yo intento reconstruir el año literario en que nací. Confiado en que todo el siglo XX estaba ya muerto, me sorprende que los tres últimos autores que me topo sean sobrevivientes en activo. Como yo.
 
De un viernes de 1971 a otro viernes de 2021, a estas alturas de la historia es obvio que no tuve vida fuera de la escritura cubana. Con mi decadente desesperación de contemporáneo, contacto por internet a estos tres autores de mi año natal. Y ellos hasta me responden y todo, sorprendidos de este Orlando Luis Pardo Lazo que parece venir de vuelta del horror, con proa a su propia infancia digital.
 
El exilio es el lugar donde los cubanos nos encontramos con los cubanos.
 
Pero nuestro juego de letras parece aproximarse atrozmente a su fin. Los cubanos que quedamos ya no podemos ni recordar las reglas de semejante juego. No lo conocimos. Se ha hecho demasiado tarde para sincronizarnos. No nos conocimos. 
 
La Revolución nos ha dejado mucho más analfabetos que cuando nos educó. Ni siquiera se trata del todo de un juego de letras, sino de su contrario: es la vida desprovista de toda voluntad de representación. 
 
Habitamos en una biografía no verbalizable, inverosímil, que salta sin transición de lo inmóvil a lo vertiginoso. Protagonismo precario. Acción al margen de los espectadores.
 
Si el telón del teatro se levantase ahora, ahí estaríamos nosotros todavía, como reliquias sin retórica. Nuestros cuerpos a ras de nuestros cuerpos, hinchados de historia en el pasado del siglo. 
 
Intactos, intraducibles, ininteligibles, intemporales. En plena isla, Mea Cuba
 
―Compañeros, desde anoche, a las doce y media más o menos, la dirección de la Revolución nos puso en libertad.
 
Cubanos, os he amado. Estad alertas.





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Antes de nacer

Orlando Luis Pardo Lazo

En la foto, Allende va como resignado. Triste como un títere todavía con cuerda, parece marchar hacia el patíbulo, escoltado ya por algunos de los cubanos que en un par de años le van a volar la tapa de los sesos.