
“Dionisio Manuel Camilo. El hijo de dos medios primos asturianos que huyeron de Cudillero a Manhattan”.
Fue un hombre del siglo XX. Nació el martes 8 de abril de 1919, una de las primeras fechas que de niño memoricé. Y murió, con su mirada de verde mar azorada, el domingo 13 de agosto del año 2000.
En Cuba, yo siempre soñaba con él. Dionisio Manuel Camilo. El hijo de dos medios primos asturianos que huyeron de Cudillero a Manhattan. Y, después, a golpes de nieve sin cambio climático y lengua anglosajona, huyeron de Manhattan a Regla, la ultramarina villa colonial de la siempre fiel Habana del alma.
En mis sueños, en Cuba, mi padre se me aparecía vivo. Bonachón, en su cuarto de atrás, ignorante de que acababa de venir de entre los muertos. Yo sí lo sabía, por supuesto, pero sin saberlo. Y por eso lo trataba con una tremenda suavidad, como para que no se me rompiese de nuevo la porcelana preciosa de mi pobre progenitor.
En el exilio, dejé de soñar con él. Parecía como si su presencia ya no me hiciera falta. Como si se estuviera desvaneciendo por la satisfacción de saberme lejos de la Revolución Cubana, a la que él aborrecía tanto sin atreverse, como me atrevo yo, a desacatarla.
Y entonces, de pronto, comencé a verlo aquí. No en sueños, sino en la realidad de los desplazados.
Me he topado con mi padre en innumerables ocasiones y en las más inverosímiles circunstancias. De traje y corbata, en una ONG anticastrista de Washington, DC. Con el Mal de Parkinson, sentado ajenísimo entre adolescentes en un Starbucks. Manejando una ruta 1 en el Midwest norteamericano, en la ciudad homónima de Saint Louis donde nacería su nieta en plena pandemia de Covid.
De pequeño, cada viernes al despertar en Fonts # 125, nuestra casita de tablas machihembradas de Lawton, mi padre me leía la oración a San Luis Beltrán. Así me salvó la vida un montón de veces, de eso estoy convencido sin necesidad de evidencia o superstición.
Criatura de Dios, yo te conjuro y bendigo… Virgen antes del parto + en el parto + y después del parto… Por tu gloriosísima Encarnación + gloriosísimo Nacimiento + Santísima Pasión + gloriosísima Resurrección + Ascensión… Y no permita tu divina majestad que le sobrevenga accidente, corrupción, ni daño… Consummatum est + Consummatum est…
Los signos de sumar eran cruces. Y, en cada cruz, yo lo veía persignarme y persignarse como un director de orquesta, besando sin aspavientos la medallita de plata.
Lo hacía de corazón, para que Dios no se olvidara de los buenos y los anónimos. Para que cuidase de los pequeños que conducíamos cándidamente nuestras vidas ejemplares cubanas, así en la economía como en lo moral, bajo aquel régimen militar ateo.
La oración estaba impresa en un papel antiquísimo, atesorado dentro de un nailito tan amarillo como la celulosa que portaba aquel ritual íntimo y sacro.
Tal vez yo no lo apreciaba gran cosa por entonces. No creo que Dionisio Manuel Camilo esperase tanto de mí. Su ceremonial era una máquina del tiempo. Seguramente él sabía que yo lo iba a apreciar ahora, cuando recién rebaso la edad suya de cuando su hijito nació, el viernes 10 de diciembre de 1971.
Los días de Asamblea de Rendición de Cuentas su porte fino y perfumado de nicotina se sentaba junto a Rómulo no sé qué, el Delegado de la Circunscripción. Mi padre tomaba notas con su caligrafía de sacerdote, para orgullo mío y de mi madre, iluminado por el escudo de la patria y la bandera más espectacular del planeta.
Es maravilloso imaginar ahora, desde el mismo Manhattan de mis abuelos los inmigrantes a punto de emigrar, el contenido cargado de esperanza de aquellas tandas de quejas y respuestas de una nación en su pantomima de humanidad.
Las noches olían al éter de la eternidad. Que era el vaho químico de la chimenea de la fábrica de pintura, alzada como un saurio prerrevolucionario sobre las líneas del tren. Todo edulcorado por el salitre que recorría kilómetros (nunca millas), desde la bahía de La Habana hasta las escalinatas de nuestro barrio.
No hay millones de dólares, ni autos de lujo del año que viene, ni castillos medievales en Europa que se le acerquen siquiera aquella riqueza verdadera y vital, a aquel teatro donde la muerte era de mentiritas y sólo le ocurría (siempre por error propio) a los demás.
Apenas lloré a mi padre, en medio de la mediocridad de la existencia estéril que nos cocinaba las vísceras en el año 2000. Pude hacerlo, por fin, en libertad.
En sueños primero, disimulando mis lágrimas para que él no se diera cuenta antes de tornarse cadáver. Y, luego, en las calles de mi errancia a ciegas fuera de Cuba, cuando de pronto me topo con sus facciones nobles en las mansas maneras de un señor en cualquiera de las escasas edades en que conocí a mi papá.
Sea ese homeless que no pide dinero, pero me asegura que a mis espaldas un ángel de la guarda me salva la vida al menos cuatro veces al mes.
Sea el policía que me dio un consejo sin conocerme, una madrugada en que mi inocencia casi me lleva preso durante décadas en los Estados Unidos de América.
O acaso seas tú, que me llevas leyendo desde el vil verano en que mi padre murió y que, sin embargo, nunca te habías enterado de estos misterios mutuos que sostienen el andante de nuestro pulso y lo spiritoso de nuestra respiración.
Criaturas humanas, conjuradas y bendecidas por otras criaturas humanas. Antes, durante y después de un aborto atroz. Sobrecogidos sin cesar de accidente en accidente, de corrupción en corrupción, de daño en daño.
Les doy las gracias a ustedes, en nombre de mi padre.
Consummatum est + Cubansummatum est.

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