Eclipse

Mis eclipses en Cuba todos fueron parciales. Así y todo, recuerdo sus no tan bruscos cambios de luz. 

Por algún motivo, los eclipses ocurrían siempre en las tardes. De hecho, nuestra infancia toda transcurría de algún modo en las tardes. 

La realidad se hacía de pronto como anaranjada. Yo miraba de frente al sol. Sin miedo, cargado de futuro. Retinas de cosmonauta a través del fondo oscuro de una botella de refresco. 

En Cuba, nadie perdió la vista por esa práctica. Habitábamos en el presente del cielo. Cuando se está en casa, los milagros son milagros por ese don de presencia doméstica, en calma, cotidiana.

Durante los eclipses solares, mis padres lucían mucho más jóvenes que cuando yo los conocí, en 1971. La alineación instantánea de los únicos tres astros que existían traía consecuencias de viaje en el tiempo. El futuro era el enemigo. El cambio de siglo podía esperar. 

También durante los eclipses los vecinos más vulgares se convertían en filósofos de una humanidad contagiosa. Nadie era malo en Cuba bajo aquella luz extraña. El universo nos hablaba. Éramos contemporáneos. Compartíamos un destino celestial. Estábamos vivos y, por un instante de penumbra, nos dábamos cuenta de que nadie iba a ser inmortal. 

Ni Fidel ni la Revolución podían evitar esos momentos mágicos, mucho más memorables que sus efemérides. Como colectivo, estábamos solos en las manos abismales de la infinitud. El cosmos no formaba parte del castrismo. Y eso, sin saberlo, constituía un alivio existencial. Mecánica sideral contra socialismo marxista.

Recuerdo que me aprendí una palabra, a propósito de uno de aquellos simulacros de eclipse. Nebulosa. Cuando la leí, en una edición soviética de 1977, supe que nunca en mi vida la podría olvidar. Nebulosa.

Todos los colores de mis libros de infancia, todos los terrores de mis pesadillas de hombre recién llegado al planeta, toda la insoportable pequeñez de quien sabe que el lenguaje es una trampa que impide explicarnos, y también toda la belleza generalizada que se desprendía como un halo de cada cosa y cada persona. Todas empezaron por la forma de esa palabra sobre una página. Nebulosa.

En los Estados Unidos de América, país con el que soñé antes de saber escribir y leer, para en definitiva venir a verlo sólo después de su extinción, me han sorprendido dos eclipses totales de sol. 

En ambos casos, los he buscado. Como un animal aturdido. De tu mano. Con lágrimas fuera de contexto. A punto de hacer combustión espontánea, de tanto mundo queriendo manifestarse a través de mí y sin saber cómo lograrlo.

He sentido el peso de la antigravedad que nos succiona hacia el vacío, cuando la luna cruza como un bólido ante el sol. La totalidad ocurre, también, en las tardes. Pero no consigue eclipsar los ángulos y sonidos de la pobreza esplendente de todo cuanto ocurría en Cuba antes de su extinción.

Dame tu mano. Es un riesgo de equilibrista lanzarse a los fenómenos de un mundo al que ya no pertenecemos. La rotación de todos los cuerpos suspendidos en el éter provoca náuseas. Y encima hay que mantener la cordura, la ecuanimidad, el ánimo de contemplar la inercia del espectáculo un ratico más.

Los eclipses nos obligan al acto intolerable de prestar atención. Es con nosotros la cosa. Somos nosotros los involucrados. El resto es ruido y retórica.





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Flacostalgia: aprendiendo a morir

Por Orlando Luis Pardo Lazo

Flaco era un águila-búho eurasiática. En definitiva, una de aquellas lechuzas de nuestra infancia televisada. Su signo era Piscis.