Gramática de La Habana


Tiene que haber sido en 1958, en otoño. Cielos grises y llovizna con olor a iones. Una tarde de paz, la última del siglo XX. Por supuesto, jueves. Por supuesto, La Habana.
 
La avenida más moderna de las Américas. Calle 23, una cifra mágica. Los autos del año que viene, del que no vino, del que nunca vendría.
 
Chasis reflejados sobre el asfalto húmedo, a la espera de un cambio de luces bajo el semáforo de Calle G. Otra letra mágica.
 
Todo el abecedario entonces lo era, mágico.
 
Todo el vocabulario, también.
 
Toda la gramática de aquella década lo fue. Magia material, milagro sin truco. Una ciudad construida a golpes de corazón del último pueblo libre de las Américas.
 
Manzanas cuadriculares, rotondas de proporciones áureas, propiedades horizontales, edificios en los que se curva el concreto, con amor, como si fuera goma de mascar.
 
Espacios pulcros, donde cada cubano cuenta y solo la basura es invisible. Espacios imaginarios, atravesados por la locura radiofónica y televisada de las ondas electromagnéticas. 
 
Todos íbamos a ser protagonistas. Todos estábamos a punto de ser canonizados.
 
“Una cubana típica cruza 23, de la cuneta al contén. Todo en ella es feminidad, cosa fina civil, modas y modales en un solo gesto”. 
 
Esa ciudadana clásica no está sola. Más allá del golpe de flash, que la aísla de su contexto urbano, a nuestra protagonista la acompaña una nación en pleno apogeo. 
 
Es octubre de 1958 y Cuba quiere vivir y vive. Hay calma y construcciones por todas partes. Ilusión e inversiones por todas partes. Se capta en el encuadre al azar que hay movimiento. Todos pueden dejar de ser los que son, todos pueden convertirse en otros. 
 
Por eso la libertad no es necesaria, porque se habita en la libertad con cada pisada. Los balcones con vista al mar son sus tribunas. Estamos en familia, mientras en cada esquina y en cada maquillaje se respira un otoñal aire de contemporaneidad.
 
Una cubana típica se empina sobre sus puyas norteamericanas de importación europea. Su sombrilla de lujo le sirve de bastón. Es una profesional que va o viene de su trabajo, como podría ir o venir de su hogar.
 
En cualquier caso, está segura. Es respetada. Es digna. No le falta nada que ella misma no pueda darse. Es obvio que, de ser por esta cubana, nunca habría aquí un cambio social. La Habana es un bastión en contra de la fealdad propia de toda revolución. 
 
En 1958, octubre, noviembre y diciembre fueron meses de una delicadeza que no encaja en el know-how de los historiadores, que se escapa de sus estadísticas y sus narrativas exactas, pero sin alma.
 
Es una época de esplendor para nuestra ciudad imperial. Estábamos listos para el futuro. Lo tocábamos al pagar en un parquímetro o al tañer las campanitas de un ómnibus. 
 
La Habana irradiaba un esplendor terminal. Estaba agonizando ante nuestros ojos y era así como nos pedía ayuda, con ese fulgor. Sin aspavientos, resignada a su desaparición. Como una joven que mira discretamente a la acera.
 
Nosotros, enamorados de la eternidad de los años cincuenta, no podíamos darnos cuenta de ese llamado. No fue nuestra culpa, Habana. Perdónanos por ese instante de felicidad ya casi funeraria.
 
Los sin-casas cubanos te vamos a seguir extrañando hasta la última de tus letras, abecedarios, vocabularios, gramáticas y demás magias materiales, ante cuya realidad ahistórica no nos sirven de nada los históricos restos de nuestro lenguaje.





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Santa Castro

Orlando Luis Pardo Lazo

Fue, fumó, fascinó.