Ni en esto fuimos originales. La campana del 10 de Octubre es un plagio de la campana del 4 de Julio. La que a su vez fue otra fake news que nunca sonó, ni en Filadelfia ni en La Demajagua, para liberar ni a uno sólo de los esclavos.
Así se forjó el acero, a mandarriazos de mitos y mentiritas. Manipulación de masas. Mojonistoria mundial.
En inglés, el verbo forjar aún conserva el escarnio de su sentido: forge significa farsa, falacia, fabricación. Y aquí es donde entra en escena nuestro mejor Fidel, el jesuita jovencito de traje y corbata que era un febril fullero en los tiempos del capitalismo cubano.
En 1947, veintiunañero, Fidel se pegó a la campana de La Demajagua, como pronto se pegaría a la barbarie bogotana de Jorge Eliécer Gaitán, al estómago esquizofrénico del suicida Chibás, o a la genitalia virgen de una señorita de alcurnia Díaz-Balart.
En noviembre de 1947, el mismo mes en que él moriría un siglo después, aferrado a aquel icono sonoro de una independencia de imitación, Fidel se dejaría hacer selfies de una punta a otra de la República, de Bayamo a La Habana, y de La Habana a la gloria, en defensa del honor ultrajado de aquel trozo de historia no tan metalúrgica como muda.
Fue su primera y única campaña presidencial. Y no la ganó Fidel, sino, acaso, el Partido Ortodoxo. Pero igual fue una campaña que perdimos todos los cubanos, un pueblo tan paupérrimo que ha sido incapaz de cometer ni un solo magnicidio contemporáneo.
Muchos años después, tras un holocastro de paredones de fusilamiento cuyos cañones nunca apuntaron hacia él, Fidel en persona le daría una pintoresca orden a un descendiente de aquellos esclavos del sábado 10 de Octubre. Como consecuencia, Arnaldo Tamayo Méndez tendría que subir al cosmos portando un puñado de tierra demajaguanense.
Y en el otoño marielito de 1980 así lo hizo el coronel Tamayo Méndez ―quien ostentaba a propósito los mismos grados de Elpidio Valdés―, sólo para descubrir que no había manera técnica de esparcir el suelo de Cuba en el espacio sideral.
De manera que el mulatico Soyuz-38 ―bautizado así por sus 38 años― tuvo que traer ridículamente de vuelta a la Tierra el sacro encargo de su Jefe, depositándolo otra vez en la finca fosilizada en museo, pues no tuvo corazón para dejar aquel pomito de heces patrias en la estación interorbital.
Allí permanece todavía el trofeo, indistinguible en medio de la decadencia de La Demajagua, como si fuera la piedra filosofal que convirtió al 10 de Octubre en el 1 de Enero.
Y allí sigue hoy en exhibición de lujo, para solaz esparcimiento de la guajirada pioneril de los Yusnavis y las Yesapines ―emigrantes ilegales tan pronto cojan su carnet de identidad― que puntualmente se preguntan de dónde pinga habrá caído esa cápsula cósmica expuesta junto a la campana en cuestión.
Como curiosidad, en la foto de este lunes aparece un cameo de Tomás Gutiérrez Alea, con guayabera, bolígrafo y bigotico de chulampín. Ambos, el comandante y el cineasta en jefe, se agarran a las asas atroces de la campana para no dejar pasar sus quince quinquenios de fama en nuestra infamia nacional. A ambos les espera un futuro de fascismo riefenstahlinista.