La pelota revolucionaria fue bella, bellísima, bellisísima. La más auténtica del mundo.
Los muertos de hambre cubanos dimos la vida y dejamos nuestro corazón sobre el terreno baldío de la tiranía. Nunca cambiamos de casaca sobre el césped mal afeitado de una islita campeón mundial.
Ganar la Serie Nacional o Selectiva valía mucho más que el mayor tesoro del mundo. Construíamos la memoria del futuro. Años y décadas esperando por un campeonato, cuyo trofeo estaba hecho de lata y lo sabíamos y no nos importaba un carajo.
Lo importante era estar vivos. Sobrevivir a aquel tiempo mágico donde Cuba nunca iba a desaparecer.
Oír a nuestros contemporáneos gritando, polifonía de la patria entre el humo frío de los cigarrillos y el halo azul de los estadios. Las pizarras de bagazo, los cargabates hechos de pifias y culos de mujer, las luminarias fieles anunciándonos el cielo como una primera novia.
La noche, ah, las noches magníficas del deporte amateur. La voz inconfundible de los narradores del béisbol cubano, esa banda sonora que envejeció junto a varias generaciones de nosotros, sus hijos televisados o radiales.
La ilusión. La perdedera de tiempo anotando scores. La sumisión. La levedad. La tristeza. El candor. Una biografía perdida en el extrainnings infinito que duró la Revolución. Adiós, Cubita de mi vida.
Hoy todo eso es pasado. Saltamos sin transición del invicto olímpico a la ruina municipal. Fidel Castro murió y sus cenizas son la cal calcinada de las líneas de foul.
Nadie quiere jugar este lunes en el potrero insular del siglo XXI. El público se quedó muy solo, sin sus peloteros de toda la vida. Los peloteros se quedaron muy solos, sin su público de toda la vida.
El simulacro ha sustituido al espectáculo. Ya no hay pasatiempo nacional. Se ha agotado el tiempo de la nación. Ha sido doloroso y bello contemplar el colapso. Nunca más los cubanos nos identificaremos con ningún equipo de pelota, en ninguna parte del planeta.
La muerte de Fidel nos dejó fuera del juego. A falta de fidelismo, fracasamos por forfeit.
Habrá que recuperar ahora, más allá de la nostalgia y el mito, el asombro ancestral de sentir en nuestras manos el primer guante de cuero, regalo de cumpleaños comprado carísimo en La Casa de los Deportes, a un precio que hoy equivaldría a medio centavo de dólar.
Habrá que volver a perder un diente de leche con un pelotazo de poli. Y clavarnos a ras de uña una astilla de aquel bate Batos, con el que seguíamos bateando gracias al clavo ortopédico que lo atravesaba.
Estas derrotas no solo son necesarias. Son morales. No pueden quedar ni trazas de nuestra felicidad prehistórica. O nunca seremos libres cuando llegue la libertad.
El deber de cada pelotero cubano es hacerse humillar. Es el mejor antídoto contra la ira de no poder escupir nuestras verdades en la cara del vil que ha secuestrado hasta nuestro amor por el béisbol.
Gracias, equipo Cuba. Estados Unidos no nos ha hecho nada.
Hay que garantizar no ganar ni una victoria más. Perder sintiendo el decoro arder en nuestras mejillas de desaparecidos cubanos. Con cada 14-2, una nación invisible se acerca cada vez más a su primera bola lanzada en libertad.