Todas las novias del mundo nacieron en los setenta. Después de esa delicada década, el amor fue sólo parodia. A la postre, pobreza.
La Revolución todavía no era la Revolución, sino un sueño hecho sonrisa. El sol era tibio sobre las cabezas. Había inviernos entonces, de punta a punta del territorio nacional. El mar olía a ilusiones recién nacidas. Hasta el lenguaje resultaba arrebatadoramente aromático. Nuestra épica de pañoletas consistía en que estábamos en casa. De allí no nos pensábamos mudar a ninguna parte. Porque nunca hubo tanta felicidad en la nación más moderna del hemisferio occidental.
Miles de asesinados, sí.
Decenas de miles de encarcelados, sí.
Cientos de miles de exiliados, sí.
Pero esas miradas no mienten en su transparencia de paraíso. Ni mienten esas manos sin miedo, ecuánimes desde tan temprana edad. Como tampoco mienten esas rodillas entrecerradas, por donde se entreabre para siempre la Cuba que nunca fue. Y mucho menos mienten esas medias tan blancas, impolutas en medio de la eterna escasez.
Junto con la explosión de juventud, la explosión de un Fidel joven, fascista y formidable. La voluntad humana hecha acción vital. Nada hay más injusto que las generaciones. Fidel lo sabe. La expresión de su cara lo dice todo. En la foto, sólo él está consciente de posar rodeado de cubanos que lo traicionarán, antes o después de sobrevivirlo. La instantánea es un testimonio de un pacto roto más allá del horizonte, a donde los ojos de Fidel se escapan.
Los uniformados de azul flotan relajadamente en el aire. Pero Fidel habita ya en la historia. Mis contemporáneos serán los últimos de los aparecidos cubanos, fantasmas de una alegría atroz, cuando el siglo y el milenio se nos transmute en tristeza. Pero el uniformado de verde oliva es ya un desaparecido: Fidel está en cualquier otra parte menos en aquella Cuba.
La tragedia no es el tiempo y sus genocidios. Al contrario, lo trágico es que todas mis novias de los setenta aún viven. Y ninguna se acuerda de Fidel. Ni de mí.