Reos de Cuba



El sacro año de 1959 tiene que haber sido una época espectacular para estar vivos. El quinquenio glorioso anterior, el de la llamada “dictadura batistiana”, fue el de mayor esplendor económico y cultural para Cuba.
 
La población crecía. Los ciudadanos despertaban a la modernidad. La luz de los días tropicales era más gentil que nunca y, por lo demás, electromagnética y a todo color en muchos hogares. 
 
Se sucedían los inviernos y una moda tras otra moda en el vestir para cada estación. Las revistas y periódicos nacionales saturaban la audiencia hispanoamericana. El civismo y la civilitud llegaban a su clímax, junto con los carros importados del año, los frigidaires que durarían hasta el lunes de hoy, un bosque virtuoso de arbolitos de navidad, y hasta un catálogo en technicolor de equipos automatizados de cocina, limpieza, filmación y proyección, etc. 
 
Todo norteamericano. Todo pulcro. Todo permanente. Todo libre. Sin adoctrinamiento de ningún tipo, excepto ser solventes para ser felices.
 
Aunque, en la práctica, era al revés: los cubanos éramos felices y por eso lográbamos la solvencia. Teníamos demasiadas ganas de estar en este planeta y ser testigos de excepción del excitante curso de las décadas. Así, atisbamos la eternidad en su condición más efímera.
 
De hecho, a pesar de los negacionistas de datos (toda estadística es de izquierdas), en 1959 la Isla estaba a punto de irrumpir en el primer mundo, que por entonces era una invención reciente de la literatura francesa
 
No le temíamos a nada. No sobraba nadie de San Antonio a Maisí. Estábamos los que estábamos de una punta a otra punta del territorio insular. Estuvimos listos para protagonizar el futuro. No nos faltaba nada. Excepto el motor de arranque de la Revolución.
 
Ah, la bendecida Revolución.
 
Veníamos tentando ese delirio desde la manigua irredenta, así como después lo haríamos en cada uno de los democratiquísimos días de nuestra República. 
 
Ah, la endemoniada Revolución.
 
Cada un par de presidentes soberanos, teníamos que ejecutar la violencia en las calles. Por eso pusimos una estatua de Lucifer en el traspatio del Capitolio Nacional, para dejar claro que se trataba de una nación rebelde, cuyas leyes debían de ser dictadas por la sabiduría de Satanás.
 
En definitiva, la Historia nos daría la razón: somos una nación caída, como el más bello de los ángeles que aún blande su puño ante los cielos ateos de La Habana, irresistiblemente retador ante la mismísima cara o carencia de Dios.
 
Teníamos, por último, un sistema postal impecable. Con uniformes y gorras de azul-azul marinero, con carpetas cruzadas al pecho de cuero natural, con un harén de mecanógrafas y taquígrafas que transmitían doscientas palabras por minuto sin una sola falta de ortografía, con telegramas y cables y, por supuesto, con una filatelia mejor que la mayoría de las artes visuales del hemisferio Occidental.
 
Del lujo de esa libertad lujuriosa brotó el regalo rabioso de la Revolución. La Revolución en mayúsculas que era nuestra y no comunista, sino humanista. La Revolución que en 1959 decía no aspirar a nada, más allá de los derechos que ya disfrutábamos por lo menos desde 1902: educación, trabajo, comida, tranquilidad.
 
Esa Revolución llegó prometiendo la redundancia de una vida en pazjusticia, libertad. Que es el trío tétrico de todos los totalitarismos. 
 
Y así circulaba al por mayor aquel mantra emancipatorio, hasta en los sellitos de correos de un instante de intensidad ilimitada que prometía ser fundacional, disfrazando de carisma al crimen y de fidelidad al fascismo.
 
Por entonces, se imprimían miles y miles de ejemplares de cualquier cosa que contribuyese a homogeneizar el caleidoscopio nacional. Desde la novela universal Don Quijote de la Mancha hasta el suplemento local Lunes de Revolución
 
Semejante reproducibilidad grandilocuente era el energúmeno estilo de Fidel Castro (y lo digo con amor). Pocos años atrás, todavía en la cárcel sentenciado por terrorismo, Fidel había atormentado a sus seguidores, pidiéndoles por cartas que reunieran fondos para imprimir, de manera clandestina, un millón de ejemplares de su alegato La historia me absolverá
 
Si bien es cierto que circularon menos de mil copias, así y todo el efecto fue demoledor.
 
Ahora vuelve ante los cubanos una de aquellas estampillas postales originales, estampada y todo con el matasellos oficial de Correos de Cuba. 
 
La Revolución castrista hubiera sido inconcebible en Honduras o Guatemala, por ejemplo. Fue nuestro don de gentes lo que a la postre nos esclavizó. Nuestra prestancia y presencia. Nuestro sentido de pertenencia. Nuestro candor y encantamiento cívico. Nuestra cubanidad sin cortapisas.
 
El comunismo cogió a un pueblo en su pico civilizatorio. Le bastó con matar a mansalva a los que de todos modos nunca iban a encajar. Pero fue la inercia intelectual de la República la que le permitió desarticular Cuba, pues contaba con la mano de obra de un impulso ilustrado que duraría décadas.
 
En las Navidades de este año 2022, de aquel momentum físico y psíquico no queda ya ni el recuerdo. Nada ahora es semejante. La Revolución podrá durar hasta el primero de enero de 2059, pero hace bastante que está gobernando al vacío. Sin sujetos, ni tejido social. Sin objetivos colectivos, ni ilusión individual.
 
De ahí que a ratos los cubanos sentimos que no vale la pena seguir ofreciendo resistencia. No queda ya pueblo de los cincuenta. Se esfumó el espíritu nacional. Queda solo la ridiculez de un archipiélago arrasado. 
 
Todos, hasta el más contrarrevolucionario de los contrarrevolucionarios ―tú, yo―, somos reos sin referencias de esa tabula rasa. No creeremos en nada, no crearemos nada.
 
En este sentido, el castrismo fue un genocidio interior, en cámara lenta. Esa lentitud meticulosa lo fue haciendo no solo invisible, sino irreversible.
 
Cubansummatum est.




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Santa Castro

Orlando Luis Pardo Lazo

Fue, fumó, fascinó.