Era un día de entresemana. Día laboral, martes 28 de diciembre de 1954.
Tras el putsch del Cuartel Moncada, un año y medio atrás, la República enfilaba su rumbo hacia la alegría y la irresponsabilidad, dos enemigos mortales del totalitarismo. También, sus dos causas ocultas.
Fidel Castro estaba preso aquel 28 de diciembre de 1954. Sería la última vez que Cuba se vería libre de Fidel Castro. Como consecuencia, Fidel Castro nunca perdonaría a los cubanos aquel fin de año en la cárcel.
Las Navidades acababan de pasar. La década prometía justo lo que cumplió. Desarrollo, clase, civilidad. Aunque durara menos de un pestañazo. De un pistoletazo.
Cuba resucitaba a la civilización occidental, bajo el mandato del Mulato Lindo. A mediados de los cincuenta, Fulgencio Batista ya no recordaba nada de taquigrafía, pero sí mucho acerca de la modernización meteórica de nuestro país.
La nación renacía. Por más que ninguno de los cubanos se diera cuenta aquel martes 28 de diciembre de 1954. Día de los Inocentes. Como todos los días en Cuba lo eran. Al menos, desde aquella otra fecha casi mística. Otro martes de los milagros, el 20 de mayo de 1902.
Pensar que aquel edén endémico estaba en peligro de extinción. Pensar que la violencia pronto se encargaría de erradicar entre nosotros toda traza de mercado, toda traza de republicanismo, toda traza de democracia.
Toda traza de ti.
La violencia encarnaba una suerte de civismo que le confería sentido pleno a nuestra ciudadanía. Hasta los batistianos eran revolucionarios.
Ese martes 28, poco antes del alba, en los jardines del Palacio de los Deportes, aterrizó en La Habana un platillo volador. Un objeto cargado no de alienígenas, sino de estrellas del cine y la televisión local. En una ciudad donde local significaba continental.
Fue todo un fenómeno. Un espectacular colofón para diciembre de 1954.
Los bomberos y la policía batistiana enseguida rodearon al platillo volador, silente y sellado junto al platillo inmóvil de un coliseo por entonces en construcción. Los casquitos le apuntaron con las mismas metralletas que pronto tendrían que disparar en contra del cuerpo de los cubanos. Matar era una fiesta.
Pero del OVNI no salieron los enemigos de la República. Allí dentro había sólo comediantes y vedetes. Todos sonriendo bajo un pandemonio de flashes y titulares. También, de arrestos por disturbio del orden público.
En la Cuba de los cincuenta, hasta ir a la cárcel formaba parte del carnaval. La Isla entera estaba hecha de entretenimiento y de ilusión nacional. La Revolución era un sueño saludable del que los cubanos nunca íbamos a despertar.
La inocencia de 1954 resulta hoy sobrecogedora. La historia no la recoge. Ni siquiera repara en ese estado de idilio al borde de la idiotez.
Éramos niños con el juguete nuevo de la solvencia y la libertad. La televisión instauraba una perdedera de tiempo hedonista, que muy pronto se trastrocaría en horas y horas de Fidel Castro acaparando cada cámara y cada micrófono, denunciando a enemigos eternos y proscribiendo por igual a comediantes y vedetes.
En breve, sólo Fidel Castro sería capaz de sonreír, vengativo, bajo un pandemonio de flashes y titulares y arrestos, con su dedo índice en el gatillo de todas las metralletas.
La ufología y la utopía son ciencias contradictorias o al menos en competencia. Allí donde la segunda se impone, la primera desaparece.
La dictadura cubana le teme más a un espectáculo publicitario que a una invasión armada del espacio interestelar.