Nos pasa a todos los cubanos sin Cuba. La vemos por todas partes y nos salta en cualquier palabra. Hasta en la sopa. Cuba nos la tiene pelá. Cuba, coño. Cuba ubicua como carajo.
Cuba donde menos la imaginamos. Cuba cuando menos nos la esperamos. Incluso, Cuba si decidimos no verte, ni imaginarte, ni esperarte más.
Cuba a la vista de cada uno y de ni uno solo de los cubanos que quedamos. Cuba de improvisada visita en nuestra propia casa, aunque nosotros nunca vayamos a visitarte.
Cuba a la cañona, o casi. Que es lo mismo, pero no es igual.
Los otros días estaba tratando de escribir una página donde Cuba faltara. Habitar en esa atroz ausencia amable. Y casi lo estaba logrando. Pero entonces tuve ganas de ir al baño y sentarme un rato sobre la taza.
Craso error de lesa cubanidad.
Allí, a la luz del cuerpo, juego ajedrez online en mi teléfono celular (si quieres jugar conmigo, puedes seguir mi cuenta en Lichess: @CoachOrlandoLuis).
Allí, ensordecido por el silencio de esas cuatro paredes azulejadas que llamamos exilio, respondo al whatsappeo de los contemporáneos y contemporáneas de nuestra desaparecida nación.
Allí, también, para colmo de ese adverbio de lugar, lloro de alegría por estar fuera de Cuba, con lágrimas de desconsuelo por no estar allí.
En mis ojos a medio pixelar, por las tantas águilas que pasan, pesan y nunca se posan en mi memoria, Cuba adquiere formitas inverosímiles. Surge y resurge entre los objetos domésticos o profesionales.
La veo brotar de un par de medias con peste a pata, por ejemplo, tiradas en mi cesto del laundry. Y en el palimpsesto de un grafiti de calle en la esquina, cuyo tema no tiene nada que ver con Cuba. Y en las sombras proyectadas en el piso por los neones del hood, del ghetto, a través del persianal sin paisaje de otra madrugada descubanizada. Y en un comentario oído en el subway entre dos mujeres con burka, chachareando en persa o pashtú o peanut butter o pesadilla. Y hasta en la disposición con que abrimos en su caja o ataúd un Fish & Chips ordenado en el app Uber Eats.
El mes pasado, para concluir, ocurrió este fenomenito en mi propia laptop, en unos de esos patéticos fondos de pantalla con que Windows trata de hacernos creer que existe un futuro para la humanidad.
Anochecía y yo viajaba en guagua, tal como viajé en Cuba desde que nací. Ahora ya no entre los barrios de La Habana, sino desde un estado a otro de la gran unión americana. Ese espejismo enfermo, energúmeno. Terror tierno en fase terminal.
Era un domingo de marzo y, para no caer rendido entre las sombras de unos seres extraños con celulares, me dispuse a escribir mi columnata semanal de Lunes de Post-Revolución.
El tema, por supuesto, era lo de más. Cuando Orlando Luis Pardo Lazo escribe, el tema está privada y públicamente garantizado: Orlando Luis Pardo Lazo.
Pero entonces ocurrió por cubésima vez la interrupción. Es como una epilepsia étnica. Un encontronazo neuronal. Cuba recombinándose en mi protector de pantalla. Cuba estallando de luz y nube en el aire. Cuba hecha meme o milagro en quién sabe cuál latitud del resto del planeta digital.
―¿Te gusta lo que ves? ―me pregunta mi Windows 11 en inglés.
Es una bendición que yo no porte armas. Pude haberle disparado a aquella camisa de fuerza en alta resolución.
En definitiva, no supe qué responder. Ayúdame tú ahora, por favor.
Abro hilo en los comentarios. Dime algo aquí. Al menos seamos adverbios de no-lugar.
Cuéntame cómo es tu caso cubano. Cuéntame cómo es tu caso, cubano.
No me dejes con la tara tremenda de mi Cuba a cuestas. Quédate conmigo al menos durante la eternidad efímera de un comentario.