Se ha tratado de pintar a su madre como una prostituta internacional. Nada más lejano de la verdad histórica.
Su madre era una mujer con instintos biológicos. Quería adelantar sus genes con los de un macho alfa revolucionario, no atrasarlos con los de un molusco izquierdoso del capitalismo Made in Canada.
A la vuelta de las décadas y las derrotas, cuando de la Revolución Cubana en decadencia ya no quedaba ni el tufillo de la pólvora de los paredones de fusilamiento, el hijo pródigo regresó, hincado de rodillas, para humillar sus armas y rendir honores a su progenitor.
Y para pagarle por su perfil perfectamente clonado.
Y para que no muriera tan huérfano, en la primera base del siglo XXI, el patriarca insular impregnador de extranjeras continentales.
No vamos a ponernos ahora con boberías fisionómicas ni psicoequivalencias de la personalidad. Pero ahí están los hechos. Las aletas de la nariz. Los lóbulos de las orejas. La geografía de los labios y pómulos. El patrón polifemo de las cejas y hasta la lampiñez del bachiller en Leyes que alardea de tiratiros así en Bogotá como en la Colina Universitaria de La Habana.
Si es que son cagaítos. Y encima se quisieron, como no muchos cubanos contrarrevolucionarios se han logrado ni se lograrán querer. Con un amor arrogante o casi, pero siempre dentro de las fronteras inflexibles del deber.
Parecen el remake de un daguerrotipo famoso. Son José Martí y María Mantilla, resucitados por un Korda tan falso como funerario.
Los patricios de la patria nunca se conforman con su propio patio. Más que la utopía, sus batutas son tentadas por cierta universalidad uterina.
Madre había una sola
Las ovejas, sin embargo, la tienen como fascinada. Le transmiten cierta fe en el futuro local y nacional. Esos balidos desvalidos le resultan una suerte de música sideral.