A principios de 1890, con la ayuda de su amigo Rafael Serra, un negro admirable, Martí fundó en Nueva York La Liga, en la calle Bleeker, en la parte baja de la ciudad: fue una especie de academia en la que se les daban clases de inglés, historia y gramática a obreros cubanos y puertorriqueños.
Los maestros, además de Martí, eran Gonzalo de Quesada, Manuel F. Barranco y Enrique Trujillo. Martí iba a La Liga después de terminar sus clases de español en la Escuela Central, en el número 74, Este, de la calle 63. “La Liga de New York», escribió Martí en Patria, “es una casa de educación y de cariño, aunque quien dice educar, ya dice querer. En La Liga se reúnen, después de la fatiga del trabajo, los que saben que sólo hay dicha verdadera en la amistad y en la cultura; los que en sí sienten o ven por sí que el ser de un color o de otro no merma en el hombre la aspiración sublime”.
Tenían en La Liga la costumbre de dedicar un día a discutir problemas variados; con estas palabras la explica Martí: “otro [maestro] se sienta a la mesa de preguntas, llena de escritos sin firma, y va hablando sobre cada cual de ellos, responde al tema, nota los méritos del escritor, endereza las faltas, predica la sinceridad de la forma, que enaltece el carácter tanto como lo vicia, sin sentir, la forma insincera”.
Uno de los alumnos de La Liga, Manuel J. González, contó así esa actividad que interesa ahora: “él llegaba de nueve y media a diez, después de haber acabado su clase nocturna, con la que ganaba el sustento… Sentábase en una silla, delante de la mesa, y principiaba a revisar y poner en orden los papeles que sobre esta estaban, escritos de antemano y sin firma. ¿De qué trataban? Eran de ignorantes ansiosos de saber”.
En cierta ocasión, en uno de aquellos papeles anónimos, Serra planteaba el siguiente problema, que aludía a Martí: “¿Será posible una amistad íntima entre dos personas de distintos estados sociales? ¿No habrá duda sobre la sinceridad de un hombre superior y un inferior? ¿No habrá sospecha en el primero, juzgando los afectos del segundo como necesidad de su poco valer? ¿O la habría en el inferior suponiendo fuerza de autoridad en el primero?”
Se ponía así en duda el afecto de Martí por sus alumnos, y el de estos por el maestro: la diferencia en cultura entre uno y otro era tan grande que permitía sospechar en el superior un grado más alto de virtud, o más alta jerarquía espiritual.
En carta a Serra, Martí le habló del asunto: “Hombres estamos creando, y lo somos”, le dice para destacar la igualdad moral, indiferente al talento y a la clase a que se pertenece. Y a Manuel J. González le confiesa lo que se quiere destacar aquí. Le dice: “No soy un bailarín de virtud, sino un hombre que conoce todos los dolores, todos los engaños, todas las razones de dudas, todas las inquietudes y los tormentos todos de los hombres”.
Y es ese que conoce “todas las inquietudes y los tormentos todos de los hombres” el que es aquí objeto de análisis.
El erotismo martiano
En nuestro idioma, el nombre que encabeza este epígrafe puede entenderse como el “amor sexual exacerbado” o como una más controlada “pasión de amor”. Miguel de Silveira, en su poema épico El macabeo, publicado en Nápoles en 1632, ya se planteaba el problema de la distinción; habla de su personaje y dice que se encuentra “Vencido de un frenético erotismo, / Enfermedad de amor, o el amor mismo”.
Se puede así hablar del erotismo igual si se padece del amor como “enfermedad” o simplemente si se practica “el amor mismo”. Martí, por su parte, según una “Dolora griega” que escribió en su primer año en Nueva York, no admitía, al igual que Silveira, la distinción, pues afirmaba: “¿estás muy triste de amor, / Galán cobarde y sin seso? / Amor menguado no es eso: / Amor cuerdo no es amor”. Es decir, no aceptaba la posibilidad de absoluta cordura en el ejercicio amoroso.
En Cuba, a principio de los años cincuenta, se publicó en el Diario de la Marina una polémica entre Jorge Mañach y Gonzalo de Quesada sobre si Martí era un “sensual desaforado”, como quería Quesada, o simplemente “un erótico por fantasía, por nostalgia, por vacío sentimental, no por glándulas”, como creía Mañach.
En 1949, Quesada había publicado un libro con el título provocador de Mujeres de Martí, pero allí incluía a la madre, a personajes literarios y a otras mujeres con las que no tuvo Martí ninguna o muy poca relación: Sarah Bernhardt, Helen Hunt Jackson, Clemencia Gómez Toro, la hija del Generalísimo. Era evidente, también por esas arbitrarias inclusiones, su deseo de presentarlo como un “sensual desaforado”.
Todo parece indicar, sin embargo, que ni Mañach ni Quesada tuvieron completa razón: Martí, por la finura de su espíritu, parece preferir más “el amor mismo”, por usar el término de Silveira, que la urgencia glandular, es decir, el sexo, con el valor que a esa palabra, forzando nuestro Diccionario de la Lengua, se le da en este capítulo. Pero esa impresión también se ha de valorar con reserva, toda vez que, como motivo para la creación literaria, que es lo que llega a nosotros, uno tiene fácil asiento mientras que al otro le es más difícil la entrada. Por eso hay que ir más allá del arrebato lírico para entender en esto mejor al personaje.
En un Cuaderno de Apuntes, que no pudo pensar Martí que vería la luz, hay esta curiosa observación que pone en evidencia cuánto le estorbaba la gónada en sus mejores proyectos. Allí escribió: “¡Y tantas cosas nobles como pudieran hacerse en la vida! Pero tenemos estómago. Y ese otro estómago que cuelga y que suele tener hambres terribles”. Y obsérvese la metonimia: el estómago, la necesidad de comer; y el “que cuelga”, los testículos y el miembro viril, que tienen “hambres terribles”.
Es que Martí encontraba cierta incompatibilidad entre el quehacer desinteresado y el amor sexual, siempre amigo del egoísmo. Hablando de los anarquistas de Chicago, de la dedicación de August Spies a su causa, y de cómo desdeñó a la mujer que lo amaba, llega a esta atrevida conclusión: “Jesús, ocupado en redimir a los hombres, no amó a Magdalena”.
Por eso en la primera salida del periódico Patria, al entregarse todo a la causa de la independencia, escribió: “La primera cualidad del patriotismo es el desistimiento de sí propio; la desaparición de las pasiones o preferencias personales ante la realidad pública, y la necesidad de acomodar a las formas de ella el ideal de la justicia”. Y en plena preparación de la guerra le confiesa a la madre: “El hombre íntimo está muerto, y fuera de toda resurrección”.
Los libros de Martí
Una biblioteca de trabajo revela los intereses y gustos de su dueño, y aun, a veces, su carácter. Un completo inventario de los libros que Martí conservaba en su oficina ha llegado hasta nosotros. Algunos de los que dejaron escritas sus impresiones, al visitarlo en el cuarto piso de 120 Front Street, hablan de su abundante y algo desordenada biblioteca.
El argentino Miguel Tedin así describió el lugar cuando lo vio en 1888: “Cubrían los muros de su despacho estanterías de pino blanco, algunas de las cuales él mismo construyó… Constituían su biblioteca, en primer término, las publicaciones que se hacían en la América Latina, cuyo progreso intelectual seguía con avidez, habiendo escrito juicios sobre muchas de ellas; pero tampoco faltaban los de la literatura norteamericana cuya lengua conocía profundamente, aunque no fuera inclinado a hablarla”.
El colombiano Román Vélez, que conoció a Martí en 1891, dijo de sus libros: “En sus manos eran a diario el Tratado de la Naturaleza de Malebranche, los Pensamientos de Marco Aurelio, la Historia de España de Mariana, los Epigramas de Marcial, las endechas de Massinger, el Capital de Marx, las elegías de Propercio, los Ensayos de Macaulay, las Observaciones de Llorente, el Catecismo de Lutero. Todo le era familiar, conocido, íntimo, y consideraba los periódicos como soldados y los libros como hermanos”.
Y el cubano Manuel de la Cruz, quien visitó el lugar ya muerto Martí, publicó lo siguiente en La Nación de Buenos Aires:
El cuarto, frío y silencioso, sobrecoge el ánimo. No es un nido vacío, mejor recuerda una tribuna rota, un taller que se transforma en sepulcro, en relicario de memorias dolorosas… Raro es el libro que no muestra, como estrella de luz, el vestigio de sus meditaciones, la acotación que le iba sugiriendo la lectura rápida, en el tráfago de una vida que fue en gran parte un torbellino, dedicación profunda a actividades diversas, vida de melancólico abnegado. Ya es Emerson, a quien como a Carlyle amaba acaso por la forma extraña y el fondo místico de sus concepciones; ya es Poe, a quien debía admirar, como imaginativo vigoroso y audaz por su maravillosa imaginación… La mayoría de sus libros eran libros de América. [Calixto] Oyuela, [Rafael] Obligado, [Bartolomé] Mitre, [Vicente Fidel] López, [Benjamín] Vicuña Mackena, [José Antonio] Calcagno, [Juan] Montalvo, [José Joaquín] Palma, [Juan de Dios] Peza, [Guillermo] Prieto. Eran los más leídos, los que saturaban de americanismo latino su alma americana.
“Yo debí nacer s[obre] una pila de libros”, escribió Martí en una ocasión, y en carta de 1887 a Enrique Estrázulas, como cónsul del Uruguay, le habla con alegría de los que ha adquirido: “¡Viera usted ahora el Consulado! Dos estantes de libros, una librería giratoria, libros en los rincones. ¡Y qué libros! La semana pasada compré treinta y tres tomos de teatro francés, Beaumarchais, Diderot, hermosura, en —¡oh villanías!— en dos pesos y medio. Y hoy por tres y medio he comprado toda la Historia Parlamentaria de la Revolución, y en pasta fina”.
Y como prueba adicional de su amor por los libros basta recordar que la víspera de salir para la guerra de Cuba adquirió en una librería de Cabo Haitiano, de un “caballero negro”, varios de ellos, y que ya en tierra cubana, el 17 de abril, anotaba en su Diario: “Me meto la Vida de Cicerón en el bolsillo en que llevo 50 cápsulas”.
Era natural, por eso, que al instruir a Gonzalo de Quesada sobre sus escritos, pensara en la biblioteca que dejó en Nueva York, y le dijera qué hacer con ella si no lograba volver. Le escribió el primero de abril, desde Montecristi:
De mis libros no le he hablado. Consérvenlos, puesto que siempre necesitará la oficina, y más ahora: a fin de venderlos para Cuba en una ocasión propicia, salvo los de la Historia de América, o cosas de América —geografía, letras, etc.— que usted dará a Carmita a guardar, por si salgo vivo, o me echan y vuelvo con ellos a ganar el pan… Esos libros han sido mi vicio y mi lujo, esos pobres libros casuales, y de trabajo. Jamás tuve los que deseé, ni me creí con derecho a comprar los que no necesitaba para la faena. Podría hacer un curioso catálogo, y venderlo, de anuncio y aumento de la venta.
Debieron perderse algunos de esos libros, pero en 1920 Carmita Mantilla le entregó a Julio Villoldo los que conservaba, y este, a su vez, se los confió al historiador de la ciudad de La Habana. De una visita que le hizo el argentino Dardo Cúneo queda el siguiente recuerdo:
Durante nuestra estada habanera, Emilio Roig de Leuchsenring nos introduce a ese sector secreto del mundo martiano. Cuida él ahora de aquellos libros que esperaron el reencuentro con el héroe. Los examinamos. Como era Martí lector que elaboraba sus lecturas, estos libros contienen una zona de su labor, de sus jornadas: notas marginales, acotaciones y subrayados en el rasgo mortal de un lápiz apurado. Así están anotadas las poesías de Heredia, y el estudio de esas anotaciones equivaldrá a recomponer un suficiente juicio crítico de Martí sobre ellas. Así un pequeño Contemporary Socialism, de John Rae, edición de Charles Scribner, en Nueva York, 1887. Así Painé et la dynastie des Renards, de Estanislao Zeballos, edición Biblioteca Escary, 1890… Así la Historia de San Martin, de Mitre.
Luego estos libros de que habló Cúneo pasaron a la Sala Martí, de la Biblioteca Nacional, aunque a esta no llegó, sospechosamente, según consta en el inventario que hizo de ellos el Anuario Martiano, en 1969, el de John Rae, del que copió Martí algunos pasajes, y de donde pudo sacar la mayor información para su repudio de las ideas marxistas.
En la biblioteca de Martí se descubre la imagen del poeta, del crítico, del político y del lector culto. En el conocido óleo de Norman, de 1891, se le ve en su mesa de trabajo, y al fondo la estantería de libros, en la que parecen estar los nueve tomos de la Historia general de España, del padre Juan de Mariana, publicados en Valencia a fines del siglo XVIII (los que debió ver Román Vélez) y los del estante de arriba, en el mismo cuadro, pudieran ser los tres de la Historia de San Martín y de la emancipación sud-americana, de Bartolomé Mitre, publicada en Buenos Aires entre 1887 y 1888, que le mostró Emilio Roig a Dardo Cúneo.
Erotika Biblion
Se revisa el inventario publicado en 1969, y al ver los libros que Martí tenía en su biblioteca, uno se pregunta qué interés podrían tener para él algunos títulos que allí se relacionan: los tres tomos de las Cartas físico-matemáticas a Eugenio, del padre Teodosio de Almeida, de la congregación del oratorio de San Felipe Neri, “con los principios necesarios para entender la física experimental”; los Poets in the Garden, de May Crommelin, la antología de elogios a las flores, con láminas a color; las Diversions of a Diplomat in Turkey, del antiguo embajador de los Estados Unidos en ese país, con curiosas observaciones sobre la historia y las costumbres del lugar, y sobre el harem y los eunucos; el Patriotic Reader, escrito, dice el prólogo, “to stimulate toward higher citizenship”, que con otros de interés general se conservan en La Habana.
Pero mayor sorpresa puede producir el que tuviera también un ejemplar de Erotika Biblion, de Mirabeau, en su edición de Bruselas, de 1867. Ese ensayo erótico y filosófico del gran orador francés, cuyos “truenos” en la tribuna quiso Martí igualar a los de los patriotas de Tampa, había sido publicado por vez primera en 1783, y condenado a la destrucción en 1792, poco después de la muerte de su autor.
La edición que poseía Martí, que también fue condenada, era reimpresión de una de 1833, destruida antes de ponerla a la venta. Ese libro de Mirabeau no era fácil de conseguir en tiempos de Martí, y aun hoy los pocos ejemplares que se conservan en este país, de las primeras ediciones, son de difícil consulta. Por suerte, la Biblioteca Nacional de Francia, en 1984, recogió en un volumen de 600 páginas las Oeuvres érotiques de Mirabeau, donde se encuentran, junto a la que aquí interesa, Ma conversion ou le libertin de qualité, L’Elève des Révérends Pères Jésuites d’Avignon y Le rideau levé ou l’éducation de Laure, con sus ilustraciones originales, siempre realistas, impúdicas y lascivas.
Martí pudo admirar al gran estadista y libertino por su espíritu de lucha, su rítmica prosa, el poder de su imaginación, su habilidad en el razonamiento y por su papel en la historia. En una oportunidad, hablando de Pushkin como precursor de “la revolución rusa que se avecina”, Martí recordó al famoso tribuno y dijo: “La revolución francesa debe su existencia a Mirabeau, a pesar de las manchas en su brillante carrera”, y no es extraño que entre esas “manchas” Martí estuviera aludiendo, además de a su falta de moral como hombre público, a su escandalosa vida privada.
A pesar de las protestas del autor, Erotika Biblion, cuyo título en griego quiere literalmente decir “libro de la fuerte pasión amorosa”, en el fondo es un ejercicio de lo procaz y de lo obsceno. Fue una de las obras que escribió Mirabeau en la prisión de Vincennes, junto a la celda que ocupaba el marqués de Sade, y le sirvió como denuncia y burla de los prejuicios de sus días, muy particularmente del dogmatismo eclesiástico y de los exégetas de la Biblia.
De hecho, se basa en ella para criticar a los que presentaban la antigüedad, en particular al pueblo hebreo, como modelo de costumbres, y censuraban la conducta de la sociedad del siglo XVIII. Pero en muchas ocasiones Erotika Biblion más bien parece, con el estudio del pasado y su comparación con el presente, un artificio para describir con no menos crudeza que gracia y erudición (“ausi érudit qu’ agréable”, la llama su editor) buena gama de actos y perversiones sexuales.
Mirabeau defiende la libertad y la felicidad, las cuales cree sólo deben estar limitadas por la libertad y la felicidad del prójimo, y nunca por los dogmas sacados por el clero, y otros “mangeurs d’images” de la Biblia. El código moral de Mirabeau se resume en su “ne pas nuire”; el respeto al otro como a uno mismo: fuera de eso, opina, la libertad debe de ser total.
Es curioso que Mirabeau haya basado su defensa del libertinaje en la vieja teoría del ser andrógino. Dios, dice, creó al hombre al sexto día, y porque el hombre era hermafrodita le ordenó, antes de crear a la mujer, “creced y multiplicaos”. Por sí mismo, pues, podía haber cumplido el mandato divino, haber propagado la especie, pero en el séptimo día creó a la mujer, de la que hace Mirabeu un elogio notable en su época toda vez que la llama “le chef-d’oeuvre de la création”.
Nació así, por ese rompimiento, la sexualidad de la especie, lo que explica la atracción de los sexos, como se creyó en la antigüedad pagana (Platón, los mitólogos y los rabinos) y que el propio Martí recuerda en algún momento de su obra. Por ese camino, y con semejante razonamiento, Mirabeau justifica la homosexualidad en el hombre y en la mujer: “Rien de plus naturel”, dice.
El rey David, asegura, no lograba sentirse satisfecho sin dos mujeres haciéndose el amor sobre su cuerpo; y Salomón empleaba sus tres mil mujeres en espectáculos semejantes, para su satisfacción y recreo. Y defiende también el onanismo, pues entiende que “la pérdida de un poco de esperma no es un mal mayor”.
El último capítulo de Erotika Biblion se titula “La linguamanie” y trata de “la inmensa variedad de prácticas sexuales de los antiguos y de la pobreza de las nuestras comparadas con ellas”. Justifica entonces una más libre práctica del sexo: “Es el grito de la naturaleza”, razona, que es “la soberana universal”.
Y termina su libro, al que llama “singulière récapitulation”, y que lo es, con la misma pregunta que lo domina: ¿Por qué si la antigüedad era tan ejemplar, como dicen los moralistas, se suprime a capricho la riqueza sexual que la caracteriza, y que supera la depravación que esos mismos moralistas le censuran a sus contemporáneos?
Puede uno preguntarse: ¿qué hacía Erotika Biblion entre los libros de Martí? ¿Sería uno de esos que entran en las bibliotecas por casualidad y nada dicen de su dueño? ¿Pero es posible que un huésped de esa naturaleza no se hiciera notar entre las obras que había en la oficina de 120 Front Street?
Si en el inventario de sus libros apareciera solamente el de Mirabeau podría considerarse excepción, pero acompañado de los Epigramas de Marcial y de las Elegías de Propercio, que entre sus libros vio Román Vélez, y la obra de Catulo, que como consta en sus apuntes en algún momento manejó insistente, hay que aceptar que, junto a su aprecio por la maestría de los poetas latinos, por el que se puso a traducir una oda de Horacio, no le disgustaba la lectura de lo licencioso en ellos.
La obra de Marcial recuerda la de Mirabeau por su morboso deleite en contar lo más disoluto y obsceno de la sociedad de su tiempo: las aventuras amorosas, los vicios, las depravaciones, siempre presentados con un realismo y un desenfado que escandalizó la sociedad victoriana. Y hasta con ciertos pujos de moralizador.
Las Elegías de Propercio, el más apasionado de los poetas eróticos, por su fogoso amor a la bellísima cortesana Cintia, con un elogio de la pasión amorosa que pudo gustar a Martí, su “Laus in amore mori”, en el primer poema de su segundo libro; o aquella afirmación sobre la irracionalidad del amor, tampoco extraña en Martí (“Amor cuerdo no es amor”), “Verus amor nullum nouit habere modum” (II, 15, 30), y con un episodio similar al de Martí que se extasía en la contemplación de la amada dormida y no se atreve a despertarla (I, 3).
Y Catulo, por sus relaciones con la infiel Lesbia, que recorrió en sátiras todos niveles del sexo, desde el lecho de los amantes hasta los secretos del lupanar, y de quien Martí recoge en sus apuntes ésta tan curiosa como grosera observación: “A los que se empeñan en ganar riquezas sin pararse en los medios feos, les pasará, mientras más suben, lo que al español Ignacio de que habla Catulo, que ‘mientras más reía para que se le viesen los dientes, más orina se suponía que había bebido para limpiárselos’ (según la costumbre celtíbera)”.
Además de ser otra prueba de la variedad de sus intereses, estas obras en poder de Martí son también testimonio de su libresco saber del comercio sexual, y de que en algunos aspectos fue ajeno a la exagerada cominería de los preceptistas morales de su época.
Las costumbres y prácticas sexuales
En ciertos aspectos de las costumbres, como antes se ha dicho, Martí no fue revolucionario. No faltan en su obra, por ejemplo, críticas del baile: llevaba un año en Madrid, en 1872, cuando anota en su Cuaderno de Apuntes: “No soy un declamador frío y sistemático contra el baile… El baile en el hogar es quizás un recreo lícito. En la reunión, una costumbre perniciosa… [el baile es] creador de deseos funestos en el alma”. Y junto a ese juicio escribió estos dramáticos versos:
¡A bailar! ¡a bailar! las turbas gritan,
Y ebrias y palpitantes las mujeres
En brazos de un galán se precipitan. […]
¡A mí los del placer! Suena la orquesta.
Bailemos pues. La fiebre del deseo
Mal contenido en el mundano pecho,
Desbordada se lanza,
Fuera del cuerpo que le viene estrecho
En brazos absorbentes de la danza.
¡Baila, mujer! ¡Un hombre te comprime
Con tembloroso abrazo, y tu inocencia
En vano el fuego de tu ardor reprime! […]
Amemos y muramos ¿Qué es esto
Con que mis pies tropiezan? ¿Esto? Nada.
La honra de una mujer que se ha caído
Y que anda por aquí pisoteada.
Martí tuvo lástima de la mujer que vendía su cuerpo por necesidad. Seguía aquí, con otras partes de su poesía, a Víctor Hugo, quien había dicho en el poema XIV de Les chants du crépuscule: “Oh, n’insultez jamais une femme que tombe! / Qui sait sous que fardeau la pobre âme succombe! / Qui sait combien de jours la faim a combattu! Y Martí, en su composición titulada “Magdalena”:
Virgen era sin duda Magdalena,
Pero de la miseria vil esposa,
El implacable viento de la pena
De su virginidad sacó la rosa.
¡Cuántas almas infames y manchadas
En no tocados cuerpos cristalinos,
¡Almas de virgen perfumadas
En cuerpos comerciados y mezquinos! […]
Hambre tuvo, que es hambre: pan y galas
El buitre le ofreció, galas muy bellas.
¡Y la vergüenza al fin abrió sus alas
Y a Magdalena cobijó con ellas!
No fue extraño Martí a la prostitución, y en sus versos se avergonzó de ella porque “el cieno del placer manchó la palma / Y un beso se trocó en remordimiento”. Y en otra ocasión: “¡Te digo, oh verso, que los dientes duelen / De comer esta carne!”
Hablando en otra oportunidad de “La mujer parisiense”, en La Opinión Nacional de Caracas, y de cómo en sus días la presentaban los novelistas y los pintores, dijo:
La mujer de París nace a espantarse; pugna por ser joven, y se halla vieja; por ser pura, y se ve impura; por beber en la copa de la vida, que halla exhausta y manchada. Y sedienta muerde al cabo la copa venenosa… Cada bocacalle es una fauce. Cada teatro, casa de tósigo. Cada hábito, una mancha. El gozo es tan bello que parece justo. El deber es tan recio que parece azote. Tan maltratado el trabajo que mueve a rebeldía. Y en el sofá de cada hombre ocioso se sienta Mefistófeles.
Parecería que estaba pensando en la Marion del poema de Alfred de Musset, Rolla, considerado como símbolo de la degradación y el libertinaje a que llegó la juventud francesa durante el siglo XIX (“el mal del siglo”, producto de la falta de valores morales), en la que un joven disoluto gasta su fortuna en placeres para al fin suicidarse a los diez y nueve años junto a su compañera preferida que ha llegado a la prostitución por los caminos de la pobreza (“Ce qui l’a dégradée, hélas! C’est la misère”, dice Musset, “el admirable y desesperado creador de Rolla”, como lo llamó Martí), y que en 1878 inspiró el hermoso y polémico cuadro de Henri Gervex, que prohibieron exhibir en París en el Salon de ese año.
Pero Martí a veces no habla con indulgencia de las prostitutas, a las que llama “pecadoras de alquiler”, “poliandras” y mujeres “magulladas por los pies de los transeúntes”; y califica los burdeles de “casas feas”, o “casas odiosas”. En una ocasión, cuando estaba buscando un local para las clases de La Liga, le escribe a Juan Bonilla que ha perdido “un lindo tercer piso [porque] resultó ser de casa impura”.
Y hasta la playa no le parecía a Martí del todo casta: en su conocida crónica sobre “Coney Island”, publicada en La Pluma, de Bogotá, dice de los que salen del agua:
Luego que se han bañado, imitando en esto la conducta de más graves personas de ambos sexos, que se cuidan poco de las censuras y los asombros de los que piensan como por estas tierras pensamos, se echan en la arena, y se dejan cubrir, y golpear, y amasar, y envolver con la arena encendida, porque esto es tenido por ejercicio saludable y porque ofrece singulares facilidades para esa intimidad superficial, vulgar y vocinglera a que parecen, aquellas prósperas gentes tan aficionadas.
Y años más tarde, al hablar de “Nueva York en otoño”, vuelve a su reserva cuando ve terminarse la temporada de playa, y escribe que ya no se han de producir “los abandonos y coqueterías sobre la arena que son aquí cosa mayor y pecadora”.
Y, dos años más tarde, cuando ya había regresado doña Leonor a La Habana, le escribe al cuñado, desde Bath Beach, y de ella le dice: “Bien que la recordamos este verano, donde por la merced de Dios estamos viviendo debajo de los árboles a la orilla del mar. Pienso con pena en lo que a ella le gustan los baños, aunque le parecería raro, como me parecen a mí, lo muy públicos que aquí los baños son, y tener que enseñar en la playa libremente lo que se reserva entre las gentes honradas para el misterio de la alcoba”.
Pero, a pesar de esos escrúpulos, Martí no censuró la vida privada de los demás: nunca le empañó su admiración por Víctor Hugo el desaforado atletismo sexual del gran francés; ni la bisexualidad de Sarah Bernhardt; ni la voracidad erótica de Simón Bolívar; ni parece haber prestado oídos a las acusaciones por trasvestir y por sodomía de su amigo Vargas Vila. “Duro en el pecado y blando con el pecador”, decía.
Sí condenó la práctica “homosexual”, que así la llamó mucho antes de que la palabra fuera aceptada en castellano (en un libro que pensaba escribir sobre los negros, anota “Isabel Diago (homosexual)”, pues hasta 1938 el Diccionario de la Real Academia Española no aceptó el vocablo).
Su condena de la homosexualidad aparece en un poema de sus primeros tiempos de casado, aunque no se publicó hasta 1888. En él censura el tipo de amistad que defendían los poetas latinos Tíbulo, el autor de las Elegías, y Ovidio, el del Ars amandi, la que califica de “torpe amor”, y “odia y reprueba la veste indigna del amor del griego”, como se llamaba en el siglo XIX, además de sodomía, a la homosexualidad:
Beso, trabajo, entre sus brazos sueño
Su hogar alzado por mi mano; envidio
Su fuerza a Dios, y vivo en él, desdeño
El torpe amor de Tíbulo y de Ovidio. […]
Robusto amor, en sus entrañas lleva
El germen de la fuerza y el del fuego,
Y griego en la beldad, odia y reprueba
La veste indigna del amor del griego.
Y al hacer el elogio de la poesía de José Joaquín Palma, le dice: “Tú naciste en Bayamo, y eres poeta bayamés. No corre en tus versos el aire frío del Norte; no hay en ellos la amargura postiza del lied, el mal culpable de Byron”. Y en el “Prólogo” que escribió para El poema del Niágara, de José Antonio Pérez Bonalde, más por la debilidad que él estima acompaña la práctica homosexual, advierte: “Hembras, hembras débiles parecerían ahora los hombres, si se dieran a apurar, coronados de guirnaldas de rosas, en brazos de Alejandro y de Cebetes, el falerno meloso que sazonó los festines de Horacio. Por sensual queda en desuso la lírica pagana”.
Martí, sin embargo, tampoco hizo caso a las acusaciones de que eran objeto Oscar Wilde y Walt Whitman. Del primero, por su visita a Nueva York en 1882, dijo que era “triste, enfermizo, desigual, reconcentrado, meditabundo… [y que era] cruelmente flagelado por la crítica”. Y, en otra oportunidad, siguiendo la opinión culta de algunos periódicos neoyorquinos, afirmaba lo que más favorablemente le impresionó del poeta inglés: “[Wilde] es un elegante apóstol lleno de fe en su propaganda y de desdén por los que la censuran, [a quien] le parecen abominables los pueblos que, por el culto de su bienestar material, olvidan el bienestar del alma”.
Pero pronto Martí pareció cansarse de las excentricidades en el vestir, el hablar y el pensamiento de Oscar Wilde, y dejó de volver con insistencia al tema después de decir: “Quiere [Wilde] que el arte sea un culto para que lo sea la virtud… y cae al fin en arrogancia y fraseo de escuela”.
La admiración de Martí por Walt Whitman fue más intensa y continuada: su estudio de 1887, aparecido en La Nación, de Buenos Aires, y en El Partido Liberal, de México, no sólo es una de las cumbres de su crítica literaria sino también el puente que dio a conocer a Whitman en los países de habla española.
Sobre lo que aquí se trata dijo: “Con el fuego de Safo ama este hombre al mundo. A él le parece el mundo un lecho gigantesco. El lecho es para él un altar… Ese lenguaje ha parecido lascivo a los que son incapaces de entender su grandeza; imbéciles ha habido que cuando celebra en “Calamus”, con las imágenes más ardientes de la lengua humana, el amor de los amigos, creyeron ver, con remilgos de colegial impúdico, el retorno a aquellas viles ansias de Virgilio por Cebetes, y de Horacio por Gyges y Lycisco” ―con toda probabilidad Martí se refería al pasaje de esa sección de Leaves of Grass donde confiesa su autor: “And with the next [day] at evening came my friend… For the one I love most lay sleeping by me / Under the same cover in the cool night”.
No quiso ver Martí en confesiones semejantes las “viles ansias” de otros dos poetas latinos: del más grande, el autor de La Eneida; y del más culto, el que llevó a su tierra las Odas de Grecia. Y no las vio también porque ciertas expresiones de aprecio entre amigos, hoy en desuso, eran frecuentes en el lenguaje del siglo pasado.
Los sueños en Martí
La relación que existe entre la poesía y el sueño quedó explicada con estas palabras del “Apéndice” que escribió Otto Rank para La interpretación de los sueños, de Sigmund Freud:
Desde muy antiguo han advertido los hombres que sus productos oníricos nocturnos delataban ciertas analogías con las creaciones de la poesía, y muchos poetas y pensadores han dedicado preferente atención al examen de las relaciones de forma, contenido y efecto, fácilmente visibles, entre los dos fenómenos comparados… Llama la atención la frecuencia con que la poesía, tanto la popular como la literaria, ha empleado los sueños para la descripción de complicados estados del alma.
Martí utilizó ese recurso en el penúltimo de sus Versos sencillos, en “Sueño con claustros de mármol”, donde, desde el comienzo, el ritmo renuncia a la pausa acostumbrada por medio del encabalgamiento de los versos como para imitar la respiración en un sueño angustioso:
Sueño con claustros de mármol
Donde en silencio divino
Los héroes, de pie, reposan:
¡De noche, a la luz del alma,
Hablo con ellos: de noche!
Están en fila: paseo
Entre las filas: las manos
De piedra les beso: abren
Los ojos de piedra: mueven
Los labios de piedra: tiemblan
Las barbas de piedra: empuñan
La espada de piedra: lloran.
¡Vibra la espada en la vaina!
Mudo les beso la mano.
La interpretación de ese “sueño” nos lleva a los días del poeta en Madrid, al 27 de noviembre de 1872, al cumplirse el primer aniversario del fusilamiento en La Habana de ocho estudiantes de medicina. Fermín Valdés Domínguez recordó en 1887 lo sucedido: “Aquel día circuló por Madrid una hoja impresa que fijamos en algunas de las esquinas más públicas de la Corte, y que fue comentada satisfactoriamente por varios periódicos”.
Era un llamado a los buenos españoles que condenaban el abuso de sus compatriotas en la isla. Decía en parte la proclama:
No graba cincel alguno como la muerte los dolores en el alma… Y cuando lloramos, con nosotros han de verter lágrimas de inmenso duelo los que los amaron, lágrimas por la honra patria los que desde aquí se espantaron con el asesinato; lágrimas de remordimiento y de vergüenza todos aquellos que tienen una mancha de debilidad sobre la frente y una gota de sangre sobre el corazón… ¿A qué recordar ahora todos los honores de su muerte… porque los cuerpos de los mártires son el altar más hermoso de la honra… ¡Lloren con nosotros todos los que sientan! ¡Sufran con nosotros todos los que amen! ¡Póstrense de hinojos en la tierra, tiemblen de remordimiento, giman de pavor todos los que en aquel tremendo día ayudaron a matar!
Poco después de publicados sus Versos sencillos, precisamente al cumplirse el veinte aniversario de aquella luctuosa fecha, el 27 de noviembre de 1891, estando en Tampa, Martí, en un discurso en que hizo un recuento de los horrores de España en Cuba, y del apoyo de algunos españoles por la causa cubana, recordó así el episodio:
¿Recordaré la madrugada fría, cuando de pie, como fantasmas justiciadores, en el silencio de Madrid dormido, a la puerta de los palacios y bajo la cruz de las iglesias, clavaron los estudiantes sobrevivientes el padrón de vergüenza nacional, el recuerdo del crimen que la ciudad leyó espantada?
Los “héroes” con “manos”, “ojos”, “labios”, “barbas” y “espadas de piedra”, que “lloran”, y a quienes les “vibra la espada en la vaina” y Martí les besa “la mano”, son los españoles buenos con los que inicia la conversación en el “sueño” para denunciar a los cubanos que colaboraban con la tiranía, particularmente a los autonomistas (“que pierden en lengua inútil / El último fuego”):
¡Hablo con ellos, de noche!
Están en fila: paseo
Entre las filas: lloroso
Me abrazo a un mármol: “¡Oh mármol,
Dicen que beben tus hijos
Su propia sangre en las copas
Venenosas de sus dueños!
¡Que hablan la lengua podrida
De sus rufianes! ¡Que comen
Juntos el pan del oprobio,
En la mesa ensangrentada!
¡Que pierden en lengua inútil
El último fuego! ¡Dicen,
Oh mármol, mármol dormido,
Que ya se ha muerto tu raza!”
Ante la perversión del cubano, y como para indicar el camino del sacrificio que se debe seguir, el mismo “héroe” que abraza al poeta lo echa de su lado y barre con su cabeza la tierra, mientras en señal de aprobación, o de vergüenza por la maldad de los suyos, saltan de su pedestal los otros “hombres de mármol”. Y así termina el poema:
Échame en tierra de un bote
El héroe que abrazo: me ase
Del cuello: barre la tierra
Con mi cabeza: levanta
El brazo, ¡el brazo que luce
Lo mismo que un sol! Resuena
La piedra: buscan el cinto
Las manos blancas: ¡del soclo
Saltan los hombres de mármol!
Fue esa la descripción del “complicado estado del alma” por medio de la poesía, y la resolución del conflicto de Martí: la parte de España, en la que estaba su padre, deja de ser un enemigo para convertirse, por el milagro del sueño, en el ejemplo y el impulso con que va a cumplir su deber al tiempo de combatirla.
Tuvo Martí una opinión de la actividad onírica no distante de la que en general hoy se acepta. Escribió en uno de sus Cuadernos: “Las imágenes que ocurren durante el día a la mente suelen quedar en ella como en un cristal fotográfico, y sernos devueltas por ella, durante el sueño. Memoria e imaginación quedan despiertas y continúan activas durante el sueño”.
Camino a la guerra de Cuba, en su Diario, escribió el 15 de febrero de 1895, después de largas meditaciones y temores sobre la suerte de la empresa por la que tanto había luchado: “Soñé que, de dos lanzas que había, sobre la lanza oxidada no daba luz el sol, y era un florón de luz, y estrella de llamas, la lanza bruñida”. La “oxidada”, pues, no lucía, y la “bruñida” sí, lo que se puede entender como que el arma dispuesta para la acción brilla; la otra, en desuso, no.
Cuando Martí le elogió al poeta Alejandro Magariños Cervantes el libro que le había enviado, le dice que su lectura le produjo “una de esas horas de lanza y de luz que mantienen la existencia”: “de lanza y de luz”, como de acción y de alegría. Y, mucho antes, cuando escribió Abdala, de nuevo la “lanza” representa la lucha, y su brillo la victoria. Un senador le pide al jefe de las tropas: “Decid al tirano que se apreste, / Que prepare su gente, y que a sus lanzas / Brillo dé, y esplendor. ¡Más fuertes brillan / Robustas y valientes nuestras almas!”
Pero van a triunfar los ejércitos de Nubia, y al partir para el combate, asegurándole la victoria, le pregunta el héroe a la madre: “¿No miras como brillan nuestras lanzas?” Y ya cerca de la victoria le advierte a su jefe un guerrero: “Revelan los semblantes la alegría: / Brillan al sol las fulgurantes armas”.
Pero Abdala viene a morir en los brazos de la madre, pues va a “partir después donde no puede / Blandir el hierro ni empuñar la lanza”. En su Revisión de la teoría de los sueños, dijo Freud que no “todos los sueños son de naturaleza sexual”, y que “el sueño es la tentativa de un cumplimiento de deseos”.
En este caso, el sueño de Martí resume lo que debía ser entonces su más vivo afán y su más cara esperanza: la guerra, a la que iba, habría de estar coronada por el éxito. Sobre el arma oxidada por el egoísmo y la maldad de España, el brillo de la victoria estaba reservado para la lanza de los insurrectos.
En su más tardío Cuaderno de apuntes, de los años 90, Martí escribió: “Elementos de un sueño: Recuerdo sexual excesivo. Una lámina del edificio más alto de Nueva York. Al volver de noche a la casa, un tubo de estaño, largo y de muchas vueltas. En el sueño la casa era la mujer, y el tubo, enorme, creciente, rabelesiano, flexible, a medio erguir, había cambiado de forma. (La imaginación compone en el sueño los elementos que ha recibido dispersos de la realidad)”.
Martí reconoce que en este sueño hay un “recuerdo sexual excesivo”; su simbolismo puede entenderse de acuerdo con lo dicho por Freud sobre este tipo de imágenes. En su estudio sobre La elaboración onírica opina: “Todos los objetos alargados, bastones, troncos de árboles, sombrillas y paraguas, y todas las armas largas y agudas, cuchillos, puñales, picas, son representaciones del órgano sexual masculino… Los estuches, cajas, cajones y estufas corresponden al cuerpo femenino, como también las cuevas, los barcos y toda clase de recipientes. Las habitaciones son casi siempre, en el sueño, mujeres. Y la descripción de sus entradas y salidas suele confirmar esta interpretación”.
Martí confiesa en su explicación que “en el sueño la casa era la mujer”, y no es difícil ver en “el tubo, enorme, creciente, rabelesiano, flexible, a medio erguir”, la representación del órgano sexual masculino. No es posible, o prudente, ir más allá para interpretar este sueño.
Sería un atrevimiento querer descubrir, “sin otra evidencia, “los elementos… dispersos de la realidad” que originaron su “recuerdo sexual excesivo”—ese curioso ayuntamiento arquitectónico que evidencia el coito—, pero no lo es identificar el “edificio más alto de Nueva York” que le sirvió de base fálica para el sueño.
Debió ser el World, que tenía 16 pisos, construido en 1890 por Joseph Pulitzer en Park Row, al frente del City Hall, que impresionó mucho a los neoyorquinos, a tal extremo, que se contaba que un visitante tomó el ascensor, y al llegar al último piso, aparentando creer que había llegado al cielo, preguntó: “Is God in?”.
* Ensayo tomado de Carlos Ripoll. La vida íntima y secreta de José Martí. Dos Ríos, 1995. pp. 119-136.
© Imagen de portada: José Martí y el sexo, por Midjourney.
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