Desde el beligerante Fidel Castro hasta el pacifista Donald Trump, no hay un político contemporáneo que haya llegado al poder sin cargar a un niño. O al menos sin acariciarlo.
Si el niño es pobre, el político gana puntos extra. Si el niño es de un país enemigo, el político gana entonces una vida extra.
El 16 de abril de 1959, en plena campaña de pedigüeño en la capital norteamericana, Fidel notó que Washington DC no era tan blanca como se la habían pintado sus diplomáticos. Por supuesto, su olfato de posar para fotos virales enseguida se activó.
Fidel mandó a pedir que le trajeran a dos negritos. No dijo “niños”, sino “negritos”. Como si de una novela de Agatha Christie se tratara. O acaso una pintura con pilluelos de Juana Borrero, obra que Fidel no conocía y al parecer nunca llegaría a conocer.
El libro de Agatha Christie, sin embargo, Fidel sí lo había leído. Fue después de su participación como informante de la CIA en el Bogotazo, cuando el lampiño abogado escapó de Colombia por un pelo, regresando a Cuba en un avión cargado de toros de lidia.
A los hermanitos Willie y Garry MoNoeil, de nueve y cinco años respectivamente, se los trajeron en realidad de Baltimore, alquilados por unos pocos dólares a sus padres en la mismísima esquina de Fayette oeste con Greene norte, donde yacen las cenizas catatónicas de Edgar Allan Poe.
Los niños los trajo y los devolvió en tren el comandante de la revolución Juan Almeida Bosque, que fungía más bien de escolta.
En la foto aún puede apreciarse que desde muy temprano Fidel tenía la razón, toda la razón y nada más que la razón. En efecto, el blanquerío rodea a los pobres infantes con devoción zoológica. Hombres y mujeres solventes sonríen como si estuvieran observando a dos criaturitas con reminiscencias humanas, ambas domesticadas por el amor de un pequeño príncipe llamado Fidel.
Como dato curioso, aparecen en la instantánea un trío bastante anacrónico, rodeados cada cual por el humo fantasmagórico de los cigarrillos de los 50.
De pie, al centro, con su característica bonhomía de seductor de féminas foráneas, el campeón mundial de ajedrez José Raúl Capablanca, muerto en Manhattan en la década anterior. Apretujada a su espalda, la casi adolescente Ronni Moffitt, que sería asesinada con una bomba pinochetista no lejos de esa foto, el 21 de septiembre de 1976. Y, arrodillado, casi artero, ya con su actual carita de asesino de JFK, el senador norteamericano Ted Cruz, que no nacería hasta una década después.
Por lo demás, los dos niños funcionaron muy bien durante el resto de aquella velada. Hasta que los dos se quedaron angelicalmente dormidos durante el discurso de turno de Fidel, que esa noche se le ocurrió soltarlo con su inglés de Libro Primero de Leonardo Sorzano Jorrín.
© Imagen de portada: Fidel Castro, Willie McNeil y Garry McNeil en Washington, EE.UU, en 1959.