Tan pronto como le pusieron un clavo de oro macizo en el pedestal, los cubanos se encaramaron hasta los pies de la estatua para robárselo. A plena luz de la noche libre neorrepublicana.
Para eso fue para lo que sirvió a la postre la independencia de España. No tanto para arruinar a Cuba irreversiblemente, fundando una banana republiqueta de azúcar, sino para canibalearnos entre cubanos, para ser criminales sin que los reyes ibéricos pudieran meter su castellana nariz.
Ningún cubano se escandalizó demasiado entonces (ni tampoco después), cuando tus antecesores y mis antecesores le robamos el clavo macizo de oro a la estatua estéril del Parque Central.
Comenzaba el siglo XX y José Julián Martí Pérez era todavía un extraño. Nadie lo había leído, excepto los exiliados, que no lo entendían, pero que se emocionaban hasta llorar y de paso hasta arruinar sus fortunas.
O tal vez fuera algo peor que un extraño en la Isla, encarnando el clásico equívoco de aquel viejo barrio que engolfaba a su estatua vandalizada por un vecino:
―¡Coño, sí!, ¿pero ese no era el hijo de Don Caetano y Doña Pilar…?
Aquella casita de la calle Paula con su tejadillo de rojo color (la puerta sencilla, la humilde ventana, y aquel balconcillo del tiempo español) se confundía sin compasión con los prostíbulos donde las mujeres y hombres de la patria, así en las “vacas flacas” como en las “vacas gordas”, masturbaban con equidad a la marinería. De la bahía a la vagina. Y viceversa.
La estatua de José Martí vio todo tipo de crímenes en nuestro enclenque capitalismo. Puñaladas pasionales y pistoletazos políticos. Protestas. Apartheid. Putschismo, bonchismo, gansterismo. Y, para colmo, una contraestatua del mismísimo Lucifer en el traspatio del Capitolio Nacional, para patrocinar y proteger a la constitución canija de 1940, cuna del comunismo insular.
En más de un titular vespertino (casi siempre, también, viperino), la crónica roja de la capital cubana echó a rodar la bola de un compatriota que se había arrastrado hasta el Martí de mármol, tras un atentado o tarro fatal, para perecer de cara al Apóstol (si bien nadie lo llamaría “apóstol” hasta mucho después, gracias a la biografía martiana de un intelectual provinciano fascinado con el fascismo), embarrando de sangre mafiosa al Homagno habanero.
Otra noche, unos muchachos norteamericanos andaban de mujeriegos por la ciudad que nunca dormía, que el viernes 11 de marzo de 1949 era La Habana y no Nueva York.
Como corresponde a los entusiasmos de la juventud (esa segunda edad de oro), los chicos habían bebido y fumado como animales, aprovechando la estancia en una nación foránea libre de todo tapujo, pues ambas actividades (drinking & smoking) las tenían clericalmente prohibidas en sus hogares ultraseptentrionales.
En los Estados Unidos de América, por lo demás, aquel torpe tropel de marineritos sin grados (ni siquiera estaban graduados) tampoco podían templar sin ser estigmatizados por la sociedad y, lo más peligroso respecto a la honra, desheredados de la fortuna de papá o mamá.
Los chicos norteños se supone que se habían meado en muchísimos postes y pasillos antes de aterrizar, sin quererlo, junto a la estatua del hueco áureo bajo las pétreas suelas. Por cierto, para los puristas y proselitistas políticos, al menos hasta este lunes 6 de febrero de 2023, ningún gobierno cubano ha movido un centavo para restaurar el clavo de oro macizo original, valorado en más dinero que el resto del monumento.
Los traviesos bribones orinaban su urea de levadura dulce fermentada en Cuba. Habían consumido un camión de cervezas nacionales, acaso como un gesto de retribución a la economía de la democracia representativa constitucional, hermana tardía (en verdad, retrasada) del sistema vigente desde 1776 primero en trece y al final en cincuenta estados.
Eran, más o menos, ocho los implicados. Estudiantes que pasaban en la paz de la posguerra su servicio militar, antes de reingresar a sus respectivas academias: algunas de negocios o leyes; la mayoría, de medicina o enfermería.
La pandilla de canallitas había pisoteado, es cierto, más de un césped en su zigzagueante recorrido desde el barco al burdel. Existe incluso evidencia oral de que uno de los ocho acusados arrancó de cuajo una flor, la que se asomaba hacia la acera desde dentro de una verja privada. También está el agravante mucho menos verificable de que rayaron la fachada de esta o aquella o institución: una sinagoga, un banco, una botica, los restos fósiles de un cementerio en desuso desde, digamos, 1853.
Puede que hayan tirado al aire algún puñetazo patético en cualquier esquina, gritando obscenidades intraducibles para un pueblo que, en 1949, aún tenía pendiente su primera campaña de alfabetización. Y los ocho navegaron con suerte de que ningún Golomón recién llegado de Oriente les desfigurara sus jetas con pecas en temporada de pecar.
Ahora, rodeados por una turba morbosa, los marines no tenían otra opción. Estaban acorralados por un tragicómico acto de repudio. Los mismos cubanos los coheteaban para que escalasen el túmulo de piedra erigido en honor al hombre de “con todos y para el bien de todos”.
Aquello era del bufo a la barbarie.
O de la barbarie al bufo.
Daba igual. Pan y circo. Pasto para las pendejeces de una historia sin histología.
Un fotógrafo de calle preparó su Kodak, con flash de reacción química y todo. Y hasta se oyó a un jodedor cubiche ofrecer sus buenos veinticinco pesos (¿era el salario mínimo?) al ganador de tan escarpada subida a aquel cantinflesco Turquino urbano.
Los ocho uniformados de blanco lo intentaron de inmediato. Con inmadurez, con ignorancia, con casi inocencia. Yo también lo hubiera intentado. Como tú también lo hubieras intentado. Martí es de todos o no es de nadie. En definitiva, por entonces era solo una estatua que no cargaba con el peso podrido del totalitarismo de la Revolución de Fidel Castro, que todo lo tornó en tótem y terror.
A la postre, solo uno de los ocho imberbes lo logró, sin trazas de mala intención, tras sobrevivir a sus piruetas de pésimo malabarista. No se mató de milagro. En el último instante, lo salvó meter los dedos en el hueco dejado en el pedestal por el clavo de oro desaparecido, cuya existencia ya habían olvidado todos los cabrones y cabroncitos esa noche allí convocados.
El ganador de los veinticinco pesos estaba cagado de miedo. No se atrevía a bajar. Y no era el vértigo de la victoria, sino su instinto de conservación, pues en su ciudad natal estaban frescos los linchamientos.
Los disparos del flashero amateur lo mantenían encandilado allá arriba, como las luces de los carros ciegan a un ciervo, clavándolo en la carretera hasta ser descuartizado por el impacto del Dodge o del Chevrolet.
De hecho, el adolescente literalmente se cagó dentro de sus calzoncillos militares. Miedo hecho mojones, alquimia atroz de una piedra filosofal fatua. Y, por un efecto fisiológico de concomitancia, a la par se orinó.
Nada más natural que mearse. Martí estaba, además de muerto, en el lugar y el tiempo equivocado. Lo principal era salvar la vida de aquel vejigo, palabra para petimetres cuya etimología es precisamente la incapacidad de controlar sus vejigas.
Nada más natural que mearse sobre Martí o sobre quien le sirviera a esa hora como mármol de toilet entre las piernas. Lo hacemos todos, todos los días, si nuestros esfínteres están saludables: defecar y orinar al unísono, antes de limpiarnos las heces con un periódico que, muy probablemente, así en la Isla como en el Exilio, porta la cara y el nombre de José Martí.
Únicamente a un perverso se le ocurre pensar que fue un insulto la meada de este Pantagruel en pantaloncitos de navegación. Pobre país. Pobres personas. Pena propia.
Los uniformes del Cuerpo de la Marina norteamericana escondieron eficazmente la cagada de la opinión pública internacional. Pero no así el meao, que se escurrió de inmediato de la piel a la tela y de la tela al mármol. Y del mármol a la mentira más mediocre del siglo XX en el hemisferio occidental.
El fotógrafo fracasado agarró un carro en Neptuno y corrió a la redacción de prensa más cercana (había decenas alrededor) para vender su rollito falso por no mucho más de los veinticinco pesos que nunca pagó el ciudadano anónimo que fue autor de esta provocación.
Ni una sola de sus imágenes inventadas reveló la hondísima humanidad de aquella escena: el joven estaba llorando.
Lloraba de pánico, pero también de vergüenza. Se le pasó la borrachera del tirón. A él y a los otros siete. Y, sin pensarlo (o tal vez, habiéndolo más que pensado), con gusto él hubiera dado la mitad de su vida sin futuro por haberse quedado en casa, cuidando de su mamá (ingresada en un manicomio) y de su papá (preso por golpearla hasta casi matarla).
Esa humanidad es lo que el castrismo nos cauterizó a todos y cada uno de los cubanos que quedamos.
Por lo demás, imaginen el milagro de volver a ver La Habana nocturna de aquel viernes 11 de marzo de 1949, y verla desde la mirada misma de Martí.
Tres años estequiométricamente exactos después, como redención radical a la memoria del Apóstol, un ex presidente taquígrafo ocupaba sin balas el Cuartel de Columbia.
El Mulato Lindo (a estas alturas, El Hombre), ya para entonces autoinvestido como general, pensaba convocar a una marcha de todos los habaneros a la tarde siguiente, en el Parque Central. Fulgencio Batista aspiraba, como todos, a ser el Mío Cid de Martí. Pero como el golpe de Estado fue cuestión de minutos y los periodistas lo estigmatizaron de inmediato como “el cuartelazo del 10 de marzo”, en definitiva la actividad se canceló.
Si Batista hubiera llegado a leer entonces el discurso que tan mañosamente le había escrito el mismo intelectual exfascista de la biografía apostólica, José Martí hoy se conocería como “el autor intelectual del asalto al Cuartel Columbia”.
Imaginen, repito, el milagro de volver a ver La Habana nocturna de nuestra paleohistoria, y verla sentado sobre el cráneo alienígena de José Martí. No por gusto Fulgencio y Fidel (en 1952 y en 1953, respectivamente), tras sus sendos zarpazos al poder, aparecen retratados con la misma foto de Martí al fondo, inclinada incisivamente a la izquierda en un clavito cómplice de la pared.
Los aborígenes cubanos enterraban a sus cemíes en la tierra y orinaban sobre ellos para agradar a esas deidades, tan frágiles como cocuyitos de cueva, divinidades biológicas antes que siderales, las que nada pudieron hacer para parar la plaga genocida del Dios eurocéntrico verdadero.
Mear a Martí entraña mil veces más amor corporal que citarlo con la pulcritud del cirujano en serie, sobre el carnaval de cadáveres que ha sido y seguirá siendo nuestra patria.
No hay manguerazo de agua que limpie la urea de la utopía.