Robert Todd Lincoln, hijo del presidente Abraham Lincoln, presenció el asesinato de su padre. Luego fue invitado a acudir a un evento del presidente James A. Garfield y, también, fue testigo de su asesinato.
Otra vez fue convocado por el presidente William McKinley a la Exposición Panamericana y, de nuevo, presenció el magnicidio de la máxima autoridad. Desde entonces, por el bien de la nación, declinó la asistencia a todo tipo de eventos presidenciales.
¿Se podría decir que la presencia de Robert era una llamada al crimen presidencial o que la probabilidad de asistir a este tipo de eventos históricos era demasiado alta? La pérdida de tres hombres en una guerra no suele tener el mismo valor que la perdida de tres presidentes por homicidio voluntario.
En cuestiones de Estado, algunas vidas valen más que otras. En definitiva, si Robert no hubiese declinado a sus insistentes invitaciones, es probable que no hubiese sido invitado… por si acaso. Algunos, con razón, verían una manifestación de la improbabilidad y otros, sin razón, verían a Robert como una mano negra de la historia.
Cuando el leñador de Texas, Henry Ziegland, terminó la relación con su novia y la joven se suicidó, el hermano de la novia cadáver, hecho una furia, persiguió a Ziegland hasta dar con él y dispararle en pleno rostro.
Eso creía, que le había matado. Y huyó todo lo lejos que pudo; sin embargo, la bala apenas le rozó la cara para incrustarse en un árbol. Tres años después, el culpable Henry decidió derribar el árbol de su fracaso con la bala aún dentro. No pudo cortarlo; así que decidió explotarlo con dinamita.
La bala salió expulsada y lo hirió mortalmente en su cabeza. Cualquier cosa que hagas en contra de alguien puede volverse en tu contra. Es un suceso improbable, pero puede pasar.
Los asesinatos presenciales de Robert, según Duna, podrían tener una explicación racional, el autocrimen del hermano de la novia cadáver, quizá una justificación moral. Pero solo son hechos casi imposibles que suelen confundirse con la mala suerte. Lo cierto es que Robert nada tuvo que ver con esos magnicidios (aunque merezca la investigación de cualquier detective que se precie) y la víctima de su propia explosión, sí. Si lo hubiera dejado correr, quizá moriría de otra cosa más mundana y menos esotérica.
La vida de Joel es un largo resumen de hechos improbables. Le dispararon miles de veces, le mordieron serpientes venenosas y enfermó de extrañas enfermedades, saltó al vacío casi como parte de una rutina, le alcanzó un rayo, se envenenó en dos ocasiones. De todos los sucesos de los que tuvo conocimiento salió ileso. Joel era un superviviente, pero todos a su alrededor, como los presidentes de los Estados Unidos, parecían condenados a la extinción. Su suerte, era una desgracia.
Todo fue inevitable. Todo lo que debe ocurrir, dada su pertenencia a la serie completa de posibles resultados de un evento aleatorio, ocurre. Con un gran número de oportunidades, cualquier cosa extravagante, sucederá. Lo más improbable a priori, termina con la mayor probabilidad por el simple hecho de la repetición.
Todo se repite. Con un gran número de años por medio, se repetirá, como los errores, como la historia.
Lincoln y Kennedy fueron elegidos con cien años de diferencia, ambos fueron sucedidos por sureños de apellido Johnson; los que nacieron, a su vez, con cien años de diferencia. Sus respectivos asesinos también nacieron con cien años de diferencia y ninguno llegó vivo al juicio.
A Lincoln lo mataron en un teatro y al asesino lo detuvieron en una tienda, mientras que a Kennedy lo mataron desde una tienda y al asesino lo encontraron en un teatro. La secretaria de Lincoln se apellidaba Kennedy y la de Kennedy, Lincoln. Quizá, hubiera un Robert invitado al magnicidio de Kennedy; pero, aunque parezca increíble, aunque algunos aseguren que son planes fraguados en el infierno, son de todo, menos increíbles.
Son cosas del suelo, y de la enorme cantidad de probabilidades repartidas en medio de la vida de estos dos hombres. Un detalle importante: todas las coincidencias se establecen después de observar los resultados, no antes.
Aunque pareciera que Joel conociera los resultados a priori, desde el cielo, no era cierto. Él solo anotaba en su desvencijada libreta mental, el orden de las tragedias, no de menor a mayor, o viceversa, sino de aparición.
Todo pesa. El cambio más insignificante puede provocar que ocurra el evento más improbable. Las tragedias y desgracias, aunque también son igual de improbables, las comedias y fortunas, se esconden detrás de miles o millones de variables que hacen, al mismo evento, el más probable de todos; aunque a las primeras le adjudiquen la mala suerte y a las segundas, la buena.
Todo lo que se parezca, sucederá como lo mismo. ¿Cuál es el límite para considerar algo bueno o malo?, ¿lo mismo o distinto? Está claro que, lo que puede ser bueno para unos, resulte malo para otros. Los malvados se benefician casi siempre, mientras los imbéciles se perjudican, también, casi siempre.
Joel lo experimentó. Declinó cualquier participación voluntaria a un acto que creyó probable. Nada cambió. Decidió en contra de lo que parecía lo más racional. Nada cambió. Se lanzó a lo que parecía irreversible.
Nada cambió.
* Tomado de Lino García Morales: El hombre que sabía volar, Books on Demand, 1ª ed., 2021.
El país del sí
Hablo desde un lugar que, de no ser porque me aseguraron que íbamos a estar bien, diría que es lo más parecido a una tumba.