Spencer Tunick en La Habana

17 de noviembre de 2006

Mi kodama quiso saber de Spencer Tunick. Me preguntó si tenía alguna foto de sus performances grabada en mi computadora. Le dije que sí, que Tunick había estado en La Habana. Mi kodama me dio unas palmadas en la espalda: “Bellezo, no me cuentes nada de esa visita, prefiero que me enseñes las fotos”.


I.

Cada quien eligió qué hacer. La mayoría se reunió en grupos, otros leían o escuchaban sus reproductores portátiles sentados en el piso o los escalones de la entrada del Gran Teatro de La Habana.

No conocía a nadie y decidí pasearme entre la gente. Hacía un registro de cuerpos, gestos, retazos de diálogos y rostros mientras caminaba. 

Hombres y mujeres desnudos en el Parque Central. Cuerpos de estatura y formas diferentes. Delgados, gruesos. Altos, estura mediana, personas pequeñas en silencio o conversando sobre la decisión de hacer aquel desnudo colectivo en medio de La Habana Vieja. 

Hombres y mujeres de piel blanquísima, mestiza o negra comentando de las fotos anteriores de Tunick, de cuánto habían ansiado participar en una, algunos confesaron de su decisión casi a última hora luego de que su pareja o amigos le insistieran por más de una semana. 

Grandes senos caídos, o puntiagudos, redondos y firmes, o pequeños como limones. Falos pequeños, grandes. Chicas y chicos de pubis rasurados totalmente, otros exhibiendo un corte cuidado o una pelambre sin retoque mientras hojeaban una revista, libros o escuchaban un mp3 player, o mientras bromeaban con las imperfecciones de sus cuerpos señalando o tocándolas incluso. 

Tatuajes, piercings, viejas cicatrices. Un verdadero inventario en el que se hablaba de recetas de cocina, literatura, música, de cómo reseñarían aquella obra de Tunick los periodistas de la prensa nacional, comentarios sobre arte, erotismo y estética. 

Fue el sonido del audio quien apagó el murmullo y me obligó a interrumpir mi inventario. Era la hora. Las seis y treinta. Tal como se había anunciado en la prensa. Tras el zumbido de los altavoces se escuchó un “Hello, everybody. Buenos días a todos”. Y nos volvimos hacia la bocina. “People, are you ready? ¿Están listos?”

Aquel sonido metálico en dos idiomas era la señal. Yo imaginé el aullido de una sirena, las ruedas dentadas de un inmenso engranaje comenzando a girar, un émbolo y grandes chorros de vapor. El performance que haríamos bajo las órdenes de Tunick se había puesto en marcha.


II.

Eran las 5:00 a.m. en punto cuando nos pidieron que dejáramos la ropa y los bolsos en el lobby del teatro. No podíamos demorarnos, era necesario ajustarse al horario para aprovechar la luz del amanecer. 

Y se hizo una fila bajo el inmenso soportal del Gran Teatro de La Habana. Para que todo fluyera, dos personas organizaron una fila. Debíamos pasar al salón en pequeños grupos. Allí nos desnudaríamos. 

En una mano tenía la mochila con mis ropas, en la otra los zapatos. Una muchacha me llamó. Extendió la mano. Con aquel gesto me pedía que le entregara mis pertenencias. Dos parejas de jóvenes se encargaban de acomodar las mochilas y bolsos.

Al salir a la calle advertí la calma, si en la ciudad hay un lugar que nunca está desierto ese es el Parque Central. Solo se escuchaba el ruido sordo de quienes conversaban en la fila o el murmullo de quienes abandonaban el teatro para irse al parque. No había curiosos, un cordón de policías rodeaba un gran perímetro de varias manzanas dentro de las cuales estaba el Parque Central.

No podía dar crédito a nada. La penumbra, las luces mustias del parque, cuerpos desnudos reuniéndose sobre la plazoleta de granito, el piar de los pájaros, el cielo despejado y el follaje de los árboles y palmas. Los edificios que rodean el parque. Todo me parecía irreal.

En las planillas de inscripción se pedía que estuviéramos con una hora y media de antelación. A las cinco de la mañana éramos ya cerca de doscientas cincuenta personas reunidas en el Gran Teatro de La Habana.

Seguimos en la fila. Debíamos entregar el formulario con nuestros datos. Aquella planilla daba fe de que nadie nos obligaba a participar en las fotos que haría Tunick. 

Nombre. E-mail. Ciudad. Municipio. Edad. Sexo. Color de la piel —elegir de entre las siete casillas coloreadas cuál era el tono de nuestra piel—. Y mientras completaba el formulario intentaba ubicar en La Habana cualquiera de las grandes instalaciones con cuerpos desnudos que Tunick había hecho en Nueva York, Barcelona, Guadalajara o Santiago de Chile.

Yo no podía dar crédito a nada. Intenté hacer una superposición de esos desnudos colectivos y públicos —que bien conocía tras haber buscado las fotos en Internet— para ubicarlos en diferentes zonas de La Habana, pero no conseguía hacerlo. 

Las imágenes de los cuerpos desnudos que habían sido retratados sobre el asfalto y el concreto de Time Square, La Rambla, una avenida de Caracas o Santiago de Chile superpuestos en la tribuna o el césped de la colina de la antigua Plaza Cívica, a la entrada o la salida del túnel de la Bahía de La Habana, o el de la avenida Línea, el puente de hierro que une las dos riberas del río Almendares, la Colina Lenin, el monumento a José Miguel Gómez en la avenida de los Presidentes, el Malecón, los viejos muros de la fortaleza de San Carlos de la Cabaña y el Castillo de los Tres Reyes del Morro, La Punta, el Parque Central o la escalinata de la Universidad de La Habana, la Plaza de la Catedral, la escalinata del Capitolio…

Tan solo debía imaginar esa multitud de hombres y mujeres desnudos en cualquier rincón de La Habana. Sin embargo, no conseguía hacerlo. 

Pero había poco más de doscientas personas en el lobby del Gran Teatro para hacer una sesión de fotos con Tunick.

Todo me parecía irreal.


III.

En un diario digital español leí que Spencer Tunick había viajado a Caracas. Era 2006. Era 2006 en la República Bolivariana de Venezuela. Era 2006 y Tunick eligió la avenida Caracas para su instalación. Centenares de cuerpos desnudos fueron fotografiados junto a la estatua de Simón Bolívar.

Leí el artículo y llamé a Orlando L.

“Eres uno de los seres más bellos que conoceré jamás, muñequito moreno”. 

“Tunick podría venir de Caracas a La Habana. ¿No crees que sea lógico que lo haga?”

“Puede que el americanito solo haga ese itinerario con viejas fotos bajo el brazo para hacer una exposición. Pura retrospectiva.”

“Pero estuvo en Venezuela. Hizo una sesión de trabajo en la avenida Caracas. ¿No te dice nada?”

“Al menos no me dice eso que has creído escuchar”.


IV.

Spencer Tunick y un miembro de su equipo subieron a un pequeño elevador instalado en la cama de un Ford. Era apenas un zumbido el sonido del motor que puso en marcha el mecanismo. 

El elevador iba tomando altura. Tunick señalaba al cielo, a la estatua de Martí y luego al piso. Tal vez le hablaba a su asistente acerca de la sombra que proyectaría la estatua cuando levantara el sol, o si los cuerpos desnudos debían agruparse más alrededor del pedestal y junto a la gran base del monumento. 

Según nos dijo una mujer que trabajaba de traductora del equipo de Tunick debíamos acostarnos alrededor del monumento adoptando una posición fetal. El piso estaba frío Busqué un lugar en donde no me molestara el mal olor de los pies de algunos y en el que a la vez pudiera seguir los pasos de Spencer Tunick mientras hacía la foto.

Tunick le comentaba algo a su ayudante —que señalaba hacia nosotros con la antena de su walkie-talkie—. Decía algo. Quería leerle los labios. Pero estaba lejos de mí. Hablaban en inglés y el elevador instalado en la cama del Ford los alejaba todavía más.

Desde mi sitio lo veía tocarse la barbilla. Dirigía su mirada hacia el otro extremo de lo que sería el encuadre. Y el pequeño elevador llegó a su tope. Tunick y su ayudante nos miraban desde lo alto. 

Dejé de prestarle atención a los rostros, gestos, comentarios, a los cuerpos que me rodeaban. Solo Tunick me interesaba. Me interesaba ver cada uno de sus gestos, cómo le daría forma a ese amasijo de carne tendido sobre el granito y contra el mármol.

Quería verlo.

Quería verlo disparar su cámara.

Después de varios minutos en silencio volvió a hablarle a su asistente. Señalaba hacia el extremo donde yo estaba y luego a la parte contraria. Repitió el movimiento. 

Luego usó la radio y le habló a su equipo en tierra. Una muchacha se acercó en compañía de la traductora. Hablaba en ráfagas. En resumen, dijo que se harían unos pequeños cambios a solicitud del fotógrafo. Y fue eligiendo. 

Pidió que aquel que fuera seleccionado se mantuviera de pie. Y creo que la selección no fue al azar porque el tercer elegido también era negro. Lo fue también el cuarto: una mulata de carnes duras, senos redondos con pequeños y oscuros pezones, pelo largo, tirabuzones color caoba que caían sobre los hombros y pubis rasurado. De los dieciséis, el octavo fui yo.

La asistente parecía contrariada, pero ejecutaba cuanto escucha por su radio. Ella, por medio de la traductora, pedía que nos cambiáramos de lugar según indicara. Y esto tampoco fue al azar. Los cuatro primeros eran los negros de piel más clara. 

La traductora llamaba. La asistente miraba hacia el elevador, se encogía de hombros y Tunick daba las nuevas indicaciones. Quizá le decía: “Don’t worry, baby, we don’t have much time, but everything is fine, just do it. Why don’t you just trust me?” Tal vez se lo decía, porque la asistente respondió: “Ok, ok. I’ll do just what you say” —y a la traductora le dijo: “In Tunick we trust”.

La asistente, en un pésimo español, pidió que la disculpáramos. 

Hacer los ajustes en la composición de la foto tomaría unos minutos —dijo la traductora—. Debíamos cambiarnos lo más pronto posible a la nueva ubicación —pude entenderle en su perfecto inglés a la asistente. 

La traductora, a pedido de la asistente, le dijo al grupo de tez más clara que se hincaran de rodillas en el suelo, sobre el granito debían apoyar también la cabeza. Eran ocho.

Quedábamos tres grupos. Uno de cuatro y dos parejas —dos tipos muy negros y la mulata de pubis rasurado y yo.

Nos llamaron. Con cuidado, atravesamos el manto de cuerpos desnudos. Debíamos sentarnos de espaldas al pedestal y tomarnos las manos. Los dos negros nos siguieron. La asistente volvió a pedir disculpas y que la atendiéramos. 

Al dios Spencer se le había ocurrido un nuevo cambio. Los negros debían pararse en puntillas junto al pedestal, pegar todo su cuerpo al mármol y alzar sus brazos.

En lo alto del elevador, Tunick medía la intensidad de la luz. El aviso de que ya estaba listo el encuadre para hacer las fotos sería dado. En cualquier momento se ejecutarían los disparos.


V.

Orlando L, las dos Raizas y yo fuimos a la inauguración de la muestra de Spencer Tunick en una galería en la Habana Vieja. 

El rastro de su paso por Cuba fue una pequeña exposición de ampliaciones de varias fotos tomadas por Tunick y su equipo en varias ciudades de América y Europa, y varias entrevistas para la televisión y la prensa plana. Simplemente eso.





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