“Todo el mundo es del régimen”

Como un modelo de Armani

Ya estábamos en la calle Trocadero. 

Nos explicaba nuestro amigo que muchas de las balsas de los balseros se fabrican en las azoteas de este barrio, que es el suyo. 

Se pasea tranquilamente por la ciudad. Puede uno ir por en medio de la calle, sin temor a que le atropelle un coche, porque no hay. Es muy agradable. 

Está todo el mundo fuera, los niños juegan con pelotas desinfladas o llenas de bultos, hay viejos que se sientan en el bordillo de las aceras y hablan entre sí, y mujeres que se están de palique horas. 

Las ropas de las gentes no suelen estar muy limpias, sobre todo las de los hombres. Tampoco suelen estar planchadas. Pasan del tendedero a la persona, sin los trámites de la plancha. 

Los hombres entran en unas tabernas sórdidas, abiertas por lo general a dos calles, sin puertas, sin cristales en los ventanales, con aspecto más de almacenes de patatas, sin patatas, que de tabernas. 

No hay en ellas demasiadas mesas. La gente bebe de pie, junto a la barra, o sale a beber en la acera. No se sabe muy bien qué beben. Agua de cebada, acaso. Por la ropa, no puede saberse si están en el paro o si acaban de salir del trabajo.

 El jabón es caro. Hablan a voces, aunque no se sabe de qué tampoco, de política no creo. 

—Esta es la casa de Lezama. 

Era una casa vieja, de dos o tres plantas, como todas en este barrio de Centro Habana, modesta, pero con cierto carácter. Casas de hace ochenta o cien años, con rejas más decorativas y disuasorias que protectoras, con un dibujo modernista y puertas cristaleras con vidrios de colores opalescentes haciendo aguas verdes. 

La mayor parte de los revocos de las paredes se han levantado y aparecen por todos los lados los desconchones y las ronchas, de los que nadie se ocupa ya porque hace mucho que falta también cemento. 

Nuestro amigo quería correspondernos con un té, y con ese propósito nos llevaba a su casa. 

La gente le saludaba al pasar, le conocían, sabían seguramente que es un gran escritor de Cuba. 

Hace años sufrió una depuración en toda regla. En los primeros años de la Revolución había ganado un premio insigne de teatro, el porvenir le sonreía, pero los capitostes consideraron que tal obra no era ortodoxa y en aquel pulso que mantuvo con los responsables de la cultura, perdió. 

El hecho de que fuese gay no le favoreció tampoco, supongo. Decidieron reeducarlo. “Un escritor se vuelve reaccionario cuando ha perdido contacto con el pueblo”. 

Lo mandaron a trabajar como auxiliar a una biblioteca de un barrio extremo de La Habana, a nueve o diez kilómetros. Los trayectos largos hacen a la gente mucho más colaboradora y sumisa. 

Se presentó al responsable de aquella biblioteca, que le dio una escoba y le ordenó: barre. 

Los compañeros no se le arrimaban. No sabían a ciencia cierta de quién se trataba, pero sí que era una persona caída en desgracia, es decir, sospechosa. No querían perjudicarse hablando con el réprobo. 

Llevaba barriendo la biblioteca cuatro o cinco años. Algunas personas que trabajaban con él, con el tiempo se habían dado cuenta de que no era un tipo peligroso, y se le acercaron. 

Cierto día, una de esas personas, una compañera, se permitió recomendarle el libro que estaba leyendo, que le gustaba mucho. ¿De quién es el libro? De tal y tal. Ese soy yo, contestó, con la escoba en la mano. 

Ayer le pregunté a nuestro amigo si esta historia, que me habían contado en el hotel, era real, y se me quedó mirando con tristeza. Había tocado algo delicado. 

Pensé que quizá no debería haber preguntado nada. No sabe uno las cosas que se deben o no preguntar, ni de las que se puede o no hablar sin perjudicar a nadie. 

Sí, respondió al fin sin el menor alarde, más o menos. 

Aquella situación duró unos nueve años, en los que no volvieron a publicarle libros ni a estrenarle comedias. 

—Algunos dicen también que eres un escritor del régimen. ¿Es verdad? 

—Sí, lo dicen.

—No, yo no preguntaba si lo dicen, sino si lo eres.

—Supongo que soy un escritor del régimen. Es el que me paga. En Cuba todo el mundo es del régimen.

—Yo, en cambio, habría creído que estabas en contra.

—Pasa mucho en Cuba: esto es el reino de las apariencias. 

—Pero, ¿cómo puedes seguir junto a los que te han tenido diez años barriendo con una escoba y prohibiendo tus libros? ¿Los conoces? 

—Sí, sé quiénes son.

—¿Siguen siendo tus jefes?

—La mayoría.

—¿Entonces?

—Se hace lo que se puede. Me han dejado por imposible, y yo escribo mis libros.

Le han dado la casa donde vive, a la que nos llevaba. 

Era una pesadilla de casa. Había montones de escombros en el salón, en un pasillo, cerrando el paso hacia una de las habitaciones. Las paredes estaban tan sucias y desconchadas como si hubiesen soportado en el exterior los últimos cien ciclones que han devastado estas islas, y en los cristales parecían haberse apelmazado las mil lluvias del Caribe con el polvo de todas las canteras, hasta robarles la trasparencia, dios, la trasparencia. 

Llevaba en obras dos años, porque fue entonces cuando se acabó el cemento. ¿Pero los escombros? 

No era fácil, y menos para un reeducado, conseguir que le asignaran una cuadrilla de hombres que resolviese aquella situación insostenible. Sobre los muebles, pese a defenderlos en la medida de lo posible con trapos y sábanas, se había posado una espesa capa de polvo de cal y no había una sola baldosa de la casa, allí donde aún quedaban, que no oscilara en todos los sentidos. 

Los libros, apilados en altos rimeros contra una pared, se elevaban desde el suelo buscando el difícil equilibrio, y mostraban igualmente la extremosa precariedad en la que se vivía allí. Solo una pequeña lámpara Tiffany, auténtica, en un rincón, recordaba con su luz de esmeralda y de ópalo que aquello algún día fue parte de la civilización.

Y en medio él, tan elegante y distinguido, tan sobrio, como un gran señor, como un modelo de Armani. Parecía que aquel caos no tenía en absoluto que ver con él. Parecía estar allí como nosotros dos, de visita. Y sin embargo él vivía allí. 

Pero, ¿cómo podía hacerlo? 

M.B. y yo ni siquiera nos atrevíamos a mirarnos, por miedo a que sorprendiera en una mirada el espanto que nos causaba aquella desolación. Pero él daba muestras de una gran serenidad en medio de aquel caos, o la aparentaba con absoluta naturalidad. 

No quería exhibir aquella miseria, pero tampoco le parecía legítimo ocultarla. Obraba con la lógica indiferencia de ese noble que muestra al público la lista de crímenes y desmanes cometidos por sus antepasados, solo que en su caso crímenes y desmanes los han cometido los propios paisanos que firman sus nóminas y que un día lo persiguieron. 

Y ni siquiera se habló de lo que teníamos delante. No dijimos: esto es horrible, ¿cómo puedes vivir así?, porque esta es una pregunta que ninguno que se vaya a ir dentro de una semana tiene derecho a formularle a alguien que forzosamente ha de quedarse. 

Estábamos los tres como perfectos caballeros ingleses, tomando un té, que nos preparó él, lo único que hoy pueden ofrecer en una casa cubana, o un café, y eso a costa de grandes sacrificios, mientras a nuestro alrededor el mundo se desmoronaba sin estruendo, como las dinastías, y nuestros pies pisaban una alfombra de cascotes, escombros y pedazos de yeso viejo. 

Literatura, los libros, nuestras vidas… La conversación se elevó. De nuevo nos olvidamos de Cuba, que nos pareció un lugar remotísimo, y en un tiempo como el nuestro, más irreal todavía. 

Se fue haciendo de noche. De la calle llegaba el bulle bulle inextinguible y alegre. El cielo se tintó con veladuras sangrientas. 

Subimos a la azotea, desde la que nos mostró dónde se fabricaban las balsas. Era una vista bonita. Siempre que se ven tejados, vale la pena. Es una de las fantasías humanas, encontramos más interesantes las tejas, voladizas, que los cimientos, firmes. 

Al salir, se había hecho de noche. Aún quedaba alguien afuera, viejos que dudaban qué dirección tomar y hombres que volvían solos, llevando una bolsa de plástico en la mano. 

Los cubanos salen a la calle con su bolsa o jabita, por lo que puedan encontrarse, por lo que puedan ir echando en ella. El aire se había llenado de unos olores no del todo reconocibles y en las esquinas se encendieron unos destartalados faroles que vertieron sobre el barrio luces de 1940 y sombras del virreinato. 

Fuimos andando hasta la Plaza de Armas, por detrás de la Catedral. Cerca de allí había una paladar, en la que había reservado una mesa. Es la moda en Cuba, la cuadratura del círculo. Como carecen de infraestructura hotelera, han decidido suplirla con la iniciativa particular, y permiten que en las casas puedan servirse comidas y cenas, siempre más baratas que en los hoteles. 

Al que nos llevó X era asombrosamente irreal. Fue meternos en una casa a la que solo le faltaba un abuelo lelo, sentado en una mesa camilla. 

Habían dispuesto de dos habitaciones, derribando un tabique, cosa que, como puede uno imaginarse, da lugar a toda clase de “soluciones” prácticas, de un chapucerismo que llega a producir ternura, ya que a uno acaban interesándole no ya los problemas con los que vayamos a tropezarnos, sino esas soluciones que han buscado para los problemas: la suela que ha sustituido una de las aspas del ventilador, el tornillo que hace las veces de biela para el motor de la nevera, la falda que ha servido para hacerle la camisa que llevará el novio en su boda o esa cómoda a la que se ha provisto de un amasijo de barras de hierro (recicladas a su vez de los más variopintos destinos) que en forma de entrañas le darán apariencia de una cama turca, para solucionar la congestión humana de la vivienda. 

Habían decorado las dos angostas habitaciones con calendarios de un kitsch al que solo faltan ya quince años para entrar en una exposición del Reina Sofía, un mobiliario reclutado en la inclusa del mueble y un televisor que no sería de extrañar que no funcionase más que con las lámparas usadas por Edison para sus inventos. 

Lo único en verdad genuino era lo que decían por aquel televisor, que permaneció encendido encima de nuestras cabezas el tiempo que permanecimos allí, con las mismas noticias que había visto yo el día anterior en el hotel… ¡Y otra vez la entrada de Fidel en La Habana! 

Ese hombre lleva entrando en La Habana cuarenta años. Se pasan el día “metiéndole” en La Habana encima de un carro de combate. Es la manera de recordarles que también se lo han metido en sus casas y en sus vidas. 

Cuando salimos, no quedaba ya nadie en la calle. Caminamos tranquilamente con esa seguridad que le dan a uno las dictaduras. No estaría mal una sabia combinación de las dos cosas. Democracia y libre mercado, por el día. Y, en cuanto se pusiera el sol, el comunismo. O sea, la golfemia y las putas en el orden más estricto. La economía, en manos de un liberal; el orden público, en las de un dictador.

Antes de tomar el taxi, que fuimos a recoger en la única parada que funcionaba a esas horas en La Habana, frente al Hotel Inglés, dos jineteras nos preguntaron, por enésima vez en esa noche: ¿dónde váis, mi amol? 



¿Quién más y mejor que ella?

Por la tarde X nos llevó en su coche a pasearnos por El Vedado, el barrio señorial de La Habana. Está lleno de casas magníficas y villas que fueron, naturalmente, incautadas a sus dueños y destinadas a los jefes de la revolución. 

Es un barrio precioso. Grandes avenidas, casas con frondosos jardines, mansiones con toda clase de columnas en la fachada, prototipos de racionalismo elegantísimo, chalets que parecían el castillo de buques y cruceros trasatlánticos, torreones de millonarios con pretensiones de hidalguía, trianones parisinos para la querida de un mafioso 

americano de los años cincuenta, la imitación palladiana…

Claro que todo eso en el mismo estado de decadencia que el resto de la ciudad, las columnas despellejadas, las galerías arruinadas, el castillo del barco lleno de humedades, como si estuviese varado en un astillero para su desguace.

X nos invitó a tomar un helado en el antiguo Círculo de la Amistad Soviético-Cubana. Como ya no hay soviets, el Círculo se ha convertido en algo de gran lujo, que el Estado alquila a embajadas y empresas, para sus recepciones y cócteles. 

Había sido el palacete de un millonario en 1920, todo decorado en estilo vienés, con lirios estilizados en las molduras de las verjas, picaportes con curvas de galgo y azulejos de colores vivos. 

Cuando llegamos, no había nadie. Nos hicimos servir unas copas de helado de mango en los jardines, amplios y vagamente versallescos. Los setos estaban en perfecto estado de revista, con las aristas vivas y los ángulos en cuadro, al tiempo que acababan de pasar una rapadora de césped que llenaba el aire de efluvios universales. 

Se estaba bien, muy bien en aquel lugar. 

Incluso como el patrón, o sea El Estado, no estaba presente, hasta los camareros se encontraban a gusto. No parecía Cuba, y desde luego no recordaba en absoluto la vieja amistad soviético-cubana. Al contrario, era un ejemplo de lo que volverá a ser el país. 

Anocheció muy deprisa, porque los altos árboles de todos aquellos parques particulares y jardines hurtaban la luz del sol adelantándose a la noche. Si cuando llegamos apenas vimos a gente por la calle, cuando salimos de allí parecía una ciudad muerta, abandonada hacía muchos años, a merced de sus tristes fantasmas. Ni una luz en las casas, ni una luz en las farolas, ni un solo coche aparcado en la calle. Nada, nadie. 

Al pasar, vimos que algunos de estos palacetes tenía en la entrada un letrero indicando que había sido destinado a unidad de producción o como diablos lo llamen, talleres en los que a buen seguro envejecerán el hierro para obtener chatarra. 

Dimos un paseo muy agradable. Pasamos por delante de la casa de la poetisa Dulce María Loynaz. Se trataba de un viejo palacete con galerías acristaladas que daban sobre el jardín. 

Como ya no quedaba jardín, desde la calle pudimos ver a la poetisa sentada en un sillón viudo, como un fantasma de noventa y cuatro años, en medio de un salón del que parecía habían ido saliendo en procesión, camino de la casa de empeño, muebles, tapices y alfombras. 

—¿Queréis saludarla? 

No, mejor que no, le dijimos. Golpeamos a esta hora el aldabón de la puerta, sin haber avisado de la visita, y la mujer podría morírsenos del susto. 

En su jardín, lleno de malas hierbas, cenizos y cardos, aún se levantaban algunas estatuas románticas y uno o dos bustos no sé si de proceres, poetas o antepasados de esa mujer. El viento de la calle había metido dentro una gran cantidad de papeles sucios, trozos de botella y otras porquerías que nadie se había tomado la molestia de quitar, por lo que la impresión desoladora era completa. 

Era toda una imagen, un símbolo viviente aquella viejecita, que conoció a J.R.J. cuando ella era joven, que tuvo hospedado en su casa a Lorca, cuando la casa era casa, allí, sin moverse de ella en los últimos treinta y siete años, como habría hecho un viejo propietario en su plantación de algodón, tras haber perdido la guerra con los confederados. 

Y uno, que había encontrado que el premio Cervantes que le concedieron hace unos años no dejaba de ser un pequeño escarnio que le infligían, porque le venía demasiado grande (siempre acaba uno creyendo en “eso” de los premios, y que los premios son “algo”), se avergonzó un poco de su pasado rigor, al descubrirla sentada ahora en su viejo sillón, testigo de un mundo que se acabó para ella y para Cuba, sin haber cedido, con la dignidad de aquellas damas realistas que conservaban una moneda de oro para el verdugo de la guillotina, allí estaba, en un crepúsculo real, sin alumbrado eléctrico, en un silencio de cementerio, para que nos preguntáramos: ¿quién más y mejor que ella se hubiera merecido ese honor de todos modos irrelevante para la vida que lleva? 



Toda ella olía a violetas

El viaje a Matanzas resultó bonito y, sobre todo, instructivo. Se trataba de una excursión que nos había preparado la autoridad competente a quienes quisimos apuntarnos, para hacerse un poco de propaganda, supongo, con las guarniciones comunistas de la provincia. 

El paisaje que se veía desde el coche era precioso, montuoso, lleno de árboles y palmeras, con algunas casas a lo lejos, no sé, como un paraíso. 

La carretera estaba llena de cráteres, parecían haberla bombardeado. La furgoneta, soviética, petardeaba, porque llevaba mal el carburador, y tenía que ir sorteando aquellos agujeros, en alguno de los cuales se hubiera podido enterrar a un contrarrevolucionario. 

Dentro olía a gasolina mal quemada, pero íbamos de muy buen humor, como niños a los que se saca al campo. 

Durante unos cuantos kilómetros teníamos a la izquierda el mar, las playas y las modestas perforaciones petroleras de Playa del Este, torretas artesanales con un eterno y cadencioso balancín que persigue en las entrañas de la tierra un milagro. 

—¿Sacan petróleo? 

No, no sacan petróleo, sino un chocolate pestilente de cieno y agua salada que han de refinar con enormes gastos y, con tan poca ventaja, que con el petróleo obtenido no les llega para llenar los mecheros con los que en el Comité Central se encienden sus cigarros. 

¿Pero eso lo sabe la gente? Sí, lo sabe todo el mundo, pero allí están esas máquinas, dando una apariencia de que el país camina hacia adelante.

Cada diez días anuncian en la televisión que están a punto de pinchar en una gran bolsa de crudo. Esa es la lotería del Estado. Esperan que les toque un día el Gordo. Mientras, se consuelan con la pedrea. 

Las explicaciones nos las daba la guía del grupo, una comunista convencida. Eso nos pareció al principio. Luego, a la vuelta, se demostraría que no. 

Matanzas es la provincia cubana, ese lugar en el que podría vivir ahora un González-Blanco o un López Velarde. 

Calles anchas, casitas blancas y bajas, coloniales, modernistas, sin otro estilo que el popular. Y casonas de ricachos de provincia, con su empaque y el viso llamativo. Cristaleras de medio punto sobre las puertas, portaleñas, el cristal amarillo, el cristal morado y el cristal rojo, del color de los rubíes. Balcones como de señorita huérfana, para bordar y esperar a un pretendiente marino. 

La guía tenía orden de enseñarles a los poetas españoles algunas librerías, alguna unidad de producción poética y una imprenta. Nos llevó a una de las librerías, que atendían seis dependientas, todas ellas doctores en literatura, aunque absolutamente ignorantes (cosa esa que no es privativa de Cuba). 

En cuanto vieron a la jefa de la expedición, se pusieron firmes. Compramos algunos ejemplares de Carilda Oliver Labra, la poetisa de Matanzas, de la que nos habían hablado en La Habana. Una poetisa desconcertante e inesperada, entre López Velarde, Quevedo y César Vallejo. 

Como es habitual, las librerías estaban sin fondos y la mitad de las estanterías se cubrían de polvo. No es una novedad. De allí nos llevaron a ver una imprenta. 

Los comunistas son de la opinión de que el que se dedica a la literatura ha de conocer cómo se imprimen los libros, por lo mismo que el filósofo ha de saber cómo se hacen los relojes, ya que el tiempo es algo que entra de lleno en la materia de estudio. No obstante, como a uno le gustan las imprentas, me pareció bien. 

Era una imprenta destartalada con dos o tres linotipias y una vieja máquina plana. Todo en un almacén de paredes altas. El sol daba en la uralita y ponía la temperatura del interior a cincuenta grados. 

En cuanto entramos, empezamos a sudar. Nos recibió el compañero regente, un viejo escéptico que se puso también a las órdenes de nuestra jefa. 

No eran muchos los operarios, seis o siete. Cuando llegamos, estaban dormidos o repantigados sobre montones de cartón y virutas, porque no tienen papel ni para imprimir panfletos. En cambio, la mayoría fumaba sus buenos cigarros. 

Les obligan a ir cada día al trabajo, no se sabe para qué. El calor iba subiendo por segundos. Los obreros eran negros en su mayoría, menos el capataz, bastante jóvenes, con cuerpos atléticos y espectaculares, llevaban el torso desnudo y así, lubricado con el sudor y la grasa de las máquinas, parecían como los esclavos de una película del estilo de La cabaña del tío Tom

Si en ese momento se hubiesen puesto a cantar negros espirituales hubiera sido completamente verosímil. Los obreros mostraron en la cara el fastidio que les causaba nuestra visita, porque tuvieron que ponerse de pie, llegarse junto a las máquinas y cambiar de un lugar a otro las enormes balas de cartón, para que no nos llevásemos de ellos una mala impresión. 

Nosotros nos fotografiamos al lado del negro más joven y musculoso que soportó aquella humillación de que se le viese como a un pura raza, y cuando nos cansamos de sudar y admirar los pectorales a la clase obrera, salimos al aire libre. 

Luego pensé que no deberíamos habernos sacado las fotografías, pero ya era tarde. Uno se da cuenta de las cosas siempre con un poco de retraso. 

Sí, le molestó aquel folclorismo de las fotografías. Tenía derecho a negarse, pero seguramente ni siquiera podría hacerlo, sin acarrearse la represalia. Y nosotros estábamos de tan buen humor por no tener que trabajar en aquella imprenta ni tener que quedarnos a vivir en Cuba…

Seguimos paseando por el pueblo. 

Si en La Habana hay pocos coches, y estos están ya para el arrastre, en Matanzas hay muchos menos, pero más saludables, como si la vida en provincias les hubiera sentado bien. 

Había dos o tres viejos Buicks y un Packard y un Ford negro y grande como una carroza, aparcados en una plaza enorme. Era precioso verlos allí, con sus curvas tan anacrónicas, con el sol brillando aún con optimismo en los tapacubos de las ruedas y en los parachoques cromados.

Al pasar por delante de un viejo casino, se oyó tocar a una orquesta a través de los ventanales abiertos. Llegaban los acordes un tanto mitigados. Sonaba maravillosamente. Estaban ensayando. Beethoven. 

De pronto, allí, en un mediodía ardiente del trópico, aquellas notas, nacidas en un clima frío y brumoso, resultaron como un don inapreciable, que no parecíamos merecer. 

Alguno de nosotros sintiera acaso en lo más hondo un vago estremecimiento. Nos quedamos embobados oyendo al lado de aquellos ventanales. 

La guía nos hizo pasar, contenta de que al fin algo de Cuba nos gustara. No queríamos molestar. 

Abrió la puerta. El ensayo se interrumpió. Los profesores levantaron los ojos de los atriles. Sonrieron. 

Suenan ustedes muy bien. Agradecieron el cumplido con una sonrisa. Son poetas, aclaró la guía. 

Nos quedamos mirando sin saber qué decirnos. Nos reconocimos tal vez, humilde y fugazmente. Adiós, y perdonen. Y nos retiramos de allí. 

Bueno, en medio de todo, aquel Beethoven era una solución. Así que han podido sobrevivir… Nos alegramos y de qué manera. No han podido con Beethoven. Se han cargado el país, pero no han podido con la vida, con lo mejor que ella ha dado.

Aquel encuentro fortuito nos abrió el apetito y le pedimos a la guía que nos llevara a una paladar, donde tendríamos mucho gusto en invitarla. Pero no, no eran esos los planes. Nos habían preparado una comida oficial. 

Y aquí la mujer empezó a hacer aguas en su discurso. Sinceramente avergonzada y bajando la voz, nos pidió disculpas por la comida que íbamos a encontrarnos. Lamentó que no pudiesen ofrecernos nada mejor, pero teníamos que entender que el Período Especial por el que pasaban les había llenado a los cubanos de privaciones severas y que, conociendo la escasez y racionamiento de alimentos, ella misma había tratado de librarles de ese compromiso a los camaradas matanceños, pero la asociación municipal se había negado a ello, dado el gran interés que tenían en recibir a una tan insigne comitiva de compañeros escritores españoles, etc., etc. 

Estaba la mujer a punto de echarse a llorar, maldiciendo su suerte por tener que pasar por el trago de decirnos aquellas cosas. 

Por primera vez nos dimos cuenta de que la firmeza mostrada por la mañana al hablarnos de los logros petrolíferos del régimen no era tal. Pero a nosotros, bien alimentados y con algún kilo de más, ¿qué podía importarnos un poco de ayuno? Así que vamos, la tranquilizamos animosos, fuera murrias, no será para tanto. 

Fue para mucho, para muchísimo más. 

Llegamos a una caseja de las afueras, hecha de tablones prefabricados, pintados en un color azul, como si fuese una guardería infantil, un barraconcito de un piso y de dos metros y medio de alto. 

Llegábamos con retraso. Nos esperaban seis o siete hombres, con aspecto de obreros no cualificados, cetrinos, sin afeitar. Les saludamos con efusivos apretones de manos. Ellos estaban muy cortados, algunos enrojecían cuando se les dirigía la palabra. 

No había tiempo para protocolos. También ellos tenían hambre. Nos pasaron al barracón, que resultó angosto, mal iluminado y lleno de suciedad por todos los rincones. Habían puesto, en forma de ele, una mesa de formica, sin mantel, con los platos demasiado juntos unos de los otros, porque no contaban con que viniéramos tantos. 

Cuando nos dijeron eso, y después de conocer por la guía lo del racionamiento, viendo el aspecto que iba tomando la cosa, insistimos: no queríamos causarles ninguna molestia; nos íbamos a comer a otra parte. 

—En Matanzas no hay paladares como en La Habana. 

Aquellos tipos se sentaron en una punta y nosotros al otro lado. Nadie decía nada. Para no hacer aquello más violento, empezamos a gastarnos bromas nosotros y a hablar como monarcas que no han de extrañarse nunca de nada. 

Los hombres superiores, dice Sócrates, nunca pierden la calma. Y en eso estábamos. Ellos y nosotros. 

Sacaron de no sé qué agujero un perol militar lleno hasta arriba, humeante y con un fuerte olor a alubias, y una mujer de edad imprecisa, que tampoco dijo nada, fue volcando en cada plato, con un movimiento brusco, un cazo de un guisote que llevaba en efecto frijoles y costillas de cerdo. 

Delante, junto al agua, teníamos un vaso con un líquido blanco, más espeso que la leche. Nadie se atrevía a preguntar qué era aquello. Los vasos eran de duralex, como los de un internado, rayados de haber sido fregoteados ya muchas veces. 

Oh no, dijo la mujer, se trata de una especie de yogur líquido de leche de cabra, muy alimenticio y que está muy bueno, prueben, prueben. 

¿Está frío?, preguntó alguien. No, del tiempo. 

Los más valientes se llevaron el vaso a los labios y lo probaron con la punta de la lengua. Oh, sí, muy bueno. Y lo dejaron allí lo que duró el almuerzo, sin volver a tocarlo. 

M.B. y yo nos miramos. Debió pasársenos por la cabeza la misma secuencia, cabra, calentorro, asco, fiebres de malta, e hicimos como que aquello ni siquiera iba con nosotros. 

Quizá fuese leche de aquella cabra que vimos el primer día comiéndose los rosales. Eso podría ser: leche de cabra que come rosas. Lo más apropiado para un poeta. 

El argumento, que rumié a solas, no me convenció. Lo gracioso es que en vista de que la comida era escasa, uno de los nuestros pidió beberse los vasos que se habían quedado llenos. 

Mientras tanto, allí, a un lado, teníamos a aquellos hombres que habían mostrado interés sumo en recibirnos. Metían literalmente la cabeza en el plato y con no muy buenos modales iban dando cuenta del almuerzo a una velocidad prodigiosa. 

Mientras permanecimos juntos, ninguno de ellos pronunció una sola palabra. Ni una sola. 

Nos dieron la mano cuando llegamos, dijeron bienvenidos, y nos dieron la mano al despedirnos, hasta la próxima. 

Durante ese tiempo no hablaron con nadie, ni con nosotros ni entre ellos. Nada, ni una palabra, ni una sonrisa, nada. 

Lo del hermanamiento debía querer decir, en realidad, que querían con nosotros un hermanamiento de leche, para poder almorzar ese día. Creo que ha sido la comida más triste y penosa a la que ha asistido uno nunca. 

La de un funeral es mucho más entretenida, al menos en esa se habla del difunto. Allí, nada. 

Se limitaban a llevarse la cuchara a la boca y sacarse de ella con los dedos los trozos de costilla demasiado duros para tragárselos. Daba penar verles comer, por ellos y por nosotros, y si hubiéramos podido, les hubiéramos dejado tranquilos, sin tener que practicar el internacionalismo comunista para poder llevarse ese día algo a la boca. 

De allí volvimos de nuevo al viejo casino en el que por la mañana habíamos sorprendido ensayando a la orquesta sinfónica de Matanzas. A primera hora de la tarde, la poetisa de Matanzas iba a presentar su nuevo libro. 

Llegó arrastrándose en unas muletas, con la cadera rota o alguno de esos huesos que la gente se fractura a partir de los setenta años. Son los que debe de tener ella. No obstante, venía lozana, maquillada con esa coquetería y entusiasmo que las niñas no pierden hasta tener diez o doce años. Luego suele ser otra cosa: cálculo. 

Toda ella olía a violetas, el color de sus ojos, un perfume tan penetrante que nos hizo pensar de inmediato en sórdidos mercados negros. Se veía que había sido una mujer no solo bellísima, sino eso que los escritores decadentes llamaban “de posición”. 

Por lo que contó alguien luego, ella era hija de propietarios y rentistas significados de Matanzas, pero la Revolución le había dejado sin nada. 

Ella misma lo declaró en un poema que alguien leyó poco después: “una burguesa con un poco de suerte”. 

Y la verdad es que sí: podían haberla reeducado en una cárcel o enviado a Angola. Solo conservaba del antiguo esplendor un par de modestas alhajas que, para colmo, parecían bisutería, como el mismo color oro de su pelo, que debió ser en su juventud una maravilla. 

Y, sin embargo, pocas veces se habrá visto a ninguna mujer que encarnara como ella en ese momento la belleza, la pura, indoblegable y afirmativa belleza. Detrás, a cierta distancia, le seguía su marido, un mulato de veintitrés años. 

La entrada en el casino resultó gloriosa, ella con sus muletas, y el mulato con las maracas, como los de Ava Gadner en La noche de la iguana.

No se hablaba en Matanzas de otra cosa, y en La Habana, que de aquella boda. Todo el mundo parecía escandalizado, pero tendrían que estar encantados, porque como boda, esa sí que es una boda revolucionaria. 

No llevábamos en aquel pueblo ni cinco horas y ya conocíamos muchas versiones de ella, la mayoría de las cuales coincidían en verla como una combinación del joven gigoló, que quería medrar a costa de la vieja poetisa. Y nos la contaban a nosotros, queriendo no solo nuestro parecer en el asunto, sino un veredicto de culpabilidad o inocencia, a ser posible el primero. 

La mujer estaba nerviosa de tener con ella a tantos poetas que debían de ser eminentes, puesto que habían venido de tan lejos. 

Nos llevaron a un patio de esos en los que crecían ficus y demás plantas exóticas, un patio estrecho en el que había dispuestas dos largas filas de sillas, filas de comulgantes, al término de las cuales sentaron a la homenajeada. Tenía todo un aire demasiado solemne, la solemnidad de la provincia en la paz de los casinos. 

Nos invitaron a improvisar unas palabras de agasajo a aquella mujer. Dos de los nuestros, que acababan de leer por vez primera sus poemas en la furgoneta, estaban entusiasmados con el descubrimiento, y la compararon con Lorca, con Quevedo, con Vallejo. 

Habló ella, hablamos nosotros, los extranjeros, pero ninguno de los oriundos dijo nada, pero todos ellos aceptaron el café sin café que nos ofrecieron, y que a mí me hizo pensar otra vez, no sé por qué razón, en los balancines y en aquella agua muerta y negra que oxida día a día, en Playa del Este, unos mastodontes de hierro traídos directamente de Georgia, patria del gran Josif. 

En las tazas quedó el poso espeso y amargo de los chícharos tostados, una especia de malta de aquí, que llena el café de ásperos lodos. 

Volvieron a leerse versos suyos. En aquel decorado sonaron todavía más con el tono prosaísta de López Velarde, con el tono de un posmodernista pasado por el postismo, ya sabéis, un grande sentimiento y rimas automáticas, bizarras y extravagantes que se juegan lo profundo a las tabas con un ripio. 

En aquel encuentro, celebrado en una casa vieja y grande que la Revolución había incautado a algún ingenuo de los que seguramente creían todavía en la propiedad privada, el amigo T. prometió publicar un librito con sus poemas, en cuanto llegara a España. 

Aparte de nosotros, había quince o veinte asistentes al acto. Ninguno de ellos participó. 

Llegaron en silencio, se bebieron el café o los chícharos hasta que se agotaron, se repartió el azúcar hasta donde se pudo y los que no lo echaron en el pocito del café, se lo guardaron con disimulo en el bolsillo, y terminaron dispersándose en silencio. 

Como dicen los novelistas de ahora, igual que si fueran sombras azotadas por un pasado de ignominia e infamia; eso, unos, pero otros, como pobres sombras sin otro misterio, sin ignominia, sin infamia, a solas con su pesadumbre. 

De no haber sido porque, al saludar sonreían de una manera desdichada, encantadora y franca, no nos hubiésemos percatado de que a casi todos les faltaban tres o cuatro dientes, o que los tenían podridos, y qué raro hacía en aquella mujer de treinta años, de lozanía incontestable, las cuevas negras de su boca fresca. 

Creo que para Carilda fue una tarde bonita, la pasada en aquella destartalada y venerable mansión que había sido, me parece, la casa del poeta romántico matancero Milanés, con balcones de cristales de colores y salas galdosianas, y cuyos muros estaban profanados con malas copias de fotografías del Che Guevara y del propio Comandante. 

Se nos iba echando la tarde encima, y había que volver a casa después de la fraternidad cubanoespañola y estrechamiento de lazos; hala, qué diría Galdós, unos a la miseria del apagón y la leche de cabra, y los demás al hotel de cuatro estrellas. 

La vuelta, con el crepúsculo ya vencido, se nos hizo bien larga. Estábamos cansados. El compañero conductor ya no veía bien y le era más difícil sortear los compañeros cráteres de la carretera, así que nos los iba poniendo uno a uno en la insolidaria próstata. 

Ni una sola luz por ninguna parte, ni en la carretera ni en los flancos. Tampoco gasolineras ni moteles. Nada. Un país fantasma, lleno de sombras que no dejaban ya adivinar de dónde procedían. 

Me tocó a la vuelta en el asiento de al lado de la compañera guía. 

Empezamos a hablar en voz baja, para no despertar a los que se habían quedado dormidos. Tenía un buen cargo, el equivalente a una dirección general de nuestro ministerio. Por su aspecto, nadie lo hubiera dicho. Tampoco se hubiera podido adivinar por su conversación. No sabía nada de libros y no sabía nada de literatura, lo cual también es frecuente allí, en España. 

Empezó a contarme su vida. Trágica, como todas las de aquí. Su padre se marchó del país cuando todavía era una niña. Debe de tener unos cincuenta años, con aspecto de campesina, piernas y brazos fuertes, manos grandes y la cara redonda, con un color sano. 

Su trabajo no parece interesarle lo más mínimo. Hace ese, como podría haber hecho otro. Debe haberlo aceptado por las ventajas en los economatos del Partido. 

Al principio, ella era una ferviente revolucionaria, y jamás le perdonó a su padre que saliera del país y se desentendiera de la Revolución y de su familia, en este orden. Lleva treinta y siete años sin saber dónde está su padre, ni siquiera si sigue vivo. 

Decía, con amargura: “Fueron cosas de muchacha no haberle perdonado”, y se echó a llorar. “Daría todo”, siguió diciendo al cabo de un rato, después de enjugarse con discreción las lágrimas, “daría todo por volverlo a ver, pero la vida es así”, concluía con resignación. 

Tenía dos hijos, uno de los cuales también había salido del país en una balsa. Estaba separada del marido, que también se había exiliado. 

Yo no quería decir nada, para no contribuir a su angustia. Tenía yo puesta únicamente la oreja allí, como un confesor. Encontraba que su vida entera había sido un fracaso, la revolución, su familia… Y volvía a llorar. 

Vamos, mujer, le decía yo, todo se arreglará. Pero ella decía: “¿Qué todo? Ya no queda nada”. 

Qué extraño día, y qué triste. En uno de los libros de Carilda, que nos dedicó, he encontrado hace un rato estos versos: “En esta casa hay flores, y pájaros, y huevos, / y hasta una enciclopedia y dos vestidos nuevos, / y sin embargo, a veces… ¡qué ganas de llorar!”. 



* Fuente: Fragmentos pertenecientes al libro Do fuir (Pre-Textos, 2000), de Andrés Trapiello.




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Las diez sorpresas de la guerra 

Por Emmanuel Todd

Emmanuel Todd predijo 15 años antes la caída de la URSS. En su último libro vaticina, como un hecho inevitable y en curso, la derrota de Occidente.



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