RESET. Resetear. Resetearse.
Mirar una vulva. Verla.
Mirar una vulva equivale a corregir sus formas posibles con malicia y premeditación. Uno mira una vulva y, simultáneamente, somete a enmienda lo que ve. Es forzoso, inevitable. Un reformatorio inconsciente.
La palabra malicia y la palabra premeditación figuran en el concepto que el FBI ofrece para identificar a un asesino en serie: “aquella persona que mata con malicia y premeditación, una y otra vez, distanciándose constantemente de la ley”.
Será que en uno mismo podría aflorar el aliento de un asesino en serie cuando mira (y ve) una vulva. Pero decir eso es rozar el ridículo, excepto cuando uno se fija, no sin voluptuosidad, en El origen del mundo, de Gustave Courbet.
Mirar (y ver) un bollo. Lo digo así porque normalmente hablo en cubano clásico y no (es un ejemplo) en la norma peninsular, que entroniza la voz “coño”. Esta palabra se acerca más a su raíz latina: cunnus.
“Bollo” viene a ser, pues, una metáfora. “Coge tu panetela, papi”, le dice, en una película cubana, una mujer a un amante inesperado durante fragor.
Hay un poeta cubano que, desde un periódico de los años 30 o 40, padeció una errata. En su verso figuraba esta frase boba, por predecible: “ceño fruncido”. En el periódico apareció: “coño fruncido”.
Alcanzo a imaginar cómo sería un coño (un bollo) fruncido luego de mucho trajín, no así cómo sería un coño (en tanto interjección) que se frunce. Rizar el rizo, supongo.
Los mexicanos dicen “panocha” y vagina. Los colombianos dicen “cuca”. La “concha”, diría un argentino. En la Isla hay chochos, chochas, totos, totas y cricas. La palabra “crica” es un portento fonológico.
Alguna vez vi el video donde por primera vez, con 18 años (se asegura), Belladonna tiene sexo lucrativo. Pensando en ese bollo puedo imaginar que también tengo un corte, sin usar, y ya sin valor comercial, de Angel Heart. En específico, un fragmento donde Epiphany (Lisa Bonet) se empapa el cuerpo de agua para huir del calor de New Orleans, y, de inmediato, los pezones se le marcan bajo la blusa.
La única diferencia, con respecto a lo que se ve en la versión definitiva de Angel Heart, es que allí la cámara se encuentra a 50 cm del suelo (como si se tratara de la cámara de Ozu). Mientras que, en el presunto corte no usado, la misma cámara se elevaría 2 metros, igual que la mirada de algún demonio sediento.
Tomar nota de la crica de Epiphany vista de refilón cuando está teniendo sexo con Harry Angel.
En una carta a un exministro amigo, Edouard Manet escribe: “él /Courbet/ tiene algo que no abunda: la capacidad de avanzar con valentía por el cenagoso páramo de la moral. Ama el pelo, además. Y no sólo lo ama, sino que sabe pintarlo como nadie. Se lo refiero a usted porque he oído cuchicheos acerca de un cuadro que habría enloquecido a Cernuschi. Hay un diplomático turco, un tal Khalil Bey, que le ha encargado a Courbet una obra detallada. Al pobre Courbet, que tiene gastos incontables, no le ha quedado más remedio que seguir las órdenes del sujeto (de quien se dice que está a punto de ser expulsado de Francia por instigación política y conducta criminal), y ya corre el rumor de que acaba de terminar el encargo. ¡Le pondrán una multa! El cuadro ha sido visto tan sólo por un grupo selecto de amigos, entre los cuales no me cuento”.
Son los años de la Olympia (1863), del propio Manet, y de ese Courbet sedicioso. El origen del mundo es de 1866.
Manet continúa: “Y, aun así, se habla ahora mismo de una mujer en una cama, con los muslos separados, muy separados… no conozco otras particularidades. Pero, ¿qué le he dicho a usted? Courbet es capaz de todo. Su egolatría iguala a su talento, y pintaría a la Virgen en plena exacerbación, atravesada por una húmeda flecha sacrílega, si con ello pudiese pagar sus deudas. Él, libre de compromisos con los Poderes Humanos —a no ser los inescapables poderes de las putas, que son verazmente muchos— siempre ha tenido una mediocre situación financiera”.
Tengo la impresión de que, en la ínsula, la agitada querella entre un bollo rasurado por completo y un bollo peludo, ha permanecido, por largo tiempo, sosegándose, remansándose, en especial con la entrada en escena de una tercera opción, que atañe a una “política conciliatoria”: el rasurado bajo, incompleto, puntual, matemático, que acaba por entronizar ese bozo (ni ensombrecido ni ralo) que no oculta, pero tampoco expone.
La tecno de las maquinillas eléctricas de alta precisión. La tecno que, empero, aún deja sitio al dolor de la cera caliente cuando se enfría y es arrancada de un tirón.
La vulva que Courbet pinta para el diplomático, hija acaso de una evocación reflexiva, es un milagro de equilibrios. Velluda, pero sin cortejar el exceso. Uno tiene la impresión de que se trata de una vulva modélica, un bollo que corteja la convención del bollo. O sea, la convención decimonónica (y del siglo XX hasta casi los años 80).
Pero esto importa sólo durante un momento, porque una convención así va ocupando distintos lugares en la escala de la gratitud estética, que siempre revela su alianza con la gratitud sexual.
No hay más que fijarse en el anómalo rigor del pintor en lo que toca a las expectativas de quienes, amantes de la vulva, alcanzan a reconfigurarla en la praxis cotidiana, en la memoria del sexo, en el rendimiento primigenio de la mirada.
Se cuenta que el agalludo Courbet pintaba en los conticinios.
Antes de que lo olvide: el bollo de este impar artesano puede ser también, por analogía, el bollo de las prostitutas de Storyville. En concreto, las fotografiadas por E. J. Bellocq. La estimulante riqueza sombría del red-light district de New Orleans.
Por su encuadre, por su posición frente a los ojos, por la altura de esa mirada, se puede afirmar que Courbet estaba muy cerca de la vulva de la modelo (si es que hubo una modelo: o Joanna Hiffernan, amante del pintor, o Jeanne de Tourbey, amante del turco diplomático, o Constance Quéniaux, una bailarina).
Otra cosa, acaso más perturbadora: la postura del torso y la pelvis es un tanto irreal. Me refiero a la conexión del torso con la pelvis. Es decir: no parece ser esa una colocación grata (confortable, placentera) del cuerpo sobre la cama. Aunque tal vez la explicación esté en el hecho de que la modelo ha subido los brazos, estirándose.
Estas consideraciones terminan por insinuar que Courbet pintó El origen del mundo siguiendo una o varias fotografías, aunque no se descarta que sólo haya tomado apuntes.
¿Detectaron esas cuestiones los propietarios del cuadro? No lo creo. Eran (y son) elementos irrelevantes desde todo punto de vista.
Después de un accidentado periplo, Jacques Lacan se lo compró a un noble húngaro (que ya era su dueño desde antes del fin de la Segunda Guerra Mundial) y se lo llevó a su casita campestre, en Guitrancourt.
Años después de la muerte de Lacan, pasó a los fondos del Museo d‘Orsay. Allí se muestra de modo permanente, ¡y no hace ni 30 años de eso!
Lo que sí parece claro es la intención modélica del resultado: hay un vello púbico de abundancia intermedia (ponderada, conciliatoria). Hay una suerte de pelusa oscura que crece en las riberas de los labios mayores y baja por la cañada de las nalgas. Y hay una raja que se entreabre y en cuyo centro aparece una discretísima pincelada rosa. O es el bollo realista de una modelo real, o es el bollo ideal del pintor.
En un ensayo sobre la pintura de Courbet y su personalidad como artista, Julian Barnes, novelista extremado y sagaz, aventura una avispada observación: la vulva más célebre de la historia del arte se ha mantenido increpando a todas sus formas posibles durante más de un siglo.
Existe, diríamos ahora, una tozudez en la interpelación que el cuadro promueve. Es la tozudez de quien sabe, impertérrito, que se ha adueñado de lo clásico al fundar una marca, un estándar.
Una tozudez burlona, medio despectiva, como si él supiera de antemano que estaba dejando, para el porvenir, un testimonio inevitable, un argumento imposible de no tomar en consideración.
Courbet y la pornografía casera. Películas indie con sexo explícito.
Conozco a una doctora (se marchó de Cuba a fines de los años 90) que, luego de revalidar su título, se puso a dar consejos de higiene sexual.
En su primera visita de regreso a La Habana, me explicó que, para una mujer, es más higiénico afeitarse el toto (usó esa palabra), o por lo menos rebajar el vello lo más posible.
“Disculpa, pero en eso no soy más que un pobre cavernícola”, recuerdo que contesté.
Y ella añadió, entre carcajadas, algo sobre los calores de la Isla y el acto de evitar (usurpar, diría yo) los olores que el vello guarda.
Por entonces, la famosa vulva de Courbet ya me resultaba familiar. Y respiré con alivio. Me consolaba el hecho de pertenecer a un club muy selecto y muy antiguo. Tan antiguo como refugiarse en una caverna frente a una hoguera.
A Salvador Redonet le gustaba el blues y un día, frente a unas pizzas y unas cervezas, en la cafetería de la Terminal de Ómnibus, me dijo que él sabía que el sexo me interesaba mucho.
Aquello fue como la anunciación (la nitidez preliminar con que, en ocasiones, a uno lo premian) de uno de mis desvelos creativos.
Por cierto, el bluesman de Angel Heart (el señor Sweet, también llamado señor Toots) usa una funda de oro en un diente. Un grill con una vistosa estrellita recortada sobre el fondo blanco del esmalte.
Salvador Redonet-Cook, profesor de literatura y ensayista, estaba muy lejos de ser un sujeto bling-bling, aunque usaba una funda exactamente igual y decorada de la misma manera.
Reparé en ese pormenor muchos años después de su muerte.
Mirar un bollo y verlo. El origen del mundo: RESET.
El sistema se reinicia.
Las diez sorpresas de la guerra
Por Emmanuel Todd
Emmanuel Todd predijo 15 años antes la caída de la URSS. En su último libro vaticina, como un hecho inevitable y en curso, la derrota de Occidente.