Y las estatuas, sobre todo esas blancas, de rostro carcomido, aparentemente inmóviles en la noche.
Me confieso incapaz de extender un dedo frente a las estatuas, no sea que ese gesto desencadene la serie de actos ilógicos e imprevisibles que culminan en el instante mismo en que los seres de piedra despiertan, abren lentamente párpados de piedra y sonríen desde su boca inmutable.
Después me obligo a reconocer que soy pueril. Pero la certeza no me salva porque el miedo viene de algún cuarto cerrado en la memoria, y vuelvo a estremecerme esperando un soplo siniestro que anime la cara esculpida.
Debo relacionar esa inmovilidad con la muerte.
El cadáver no es ya lo mismo que el amado o el conocido de antes. En su lugar han puesto una reproducción de cera; nos quieren engañar con un muñeco burdo. ESE NO ES, repite el niño azorado en nuestro interior.
Pero sí es, y entonces salta el primer grito de dolor: ¡¿cómo pudo la muerte convertírmelo en ESO?! No puedes conservarlo; ya no te pertenece. Un cincel irá descomponiendo la faz en otra, monstruosa, desconocida, carente de los aromas aquellos que amaste.
Despierto en plena pesadilla con un alarido, a centímetros del rostro de horror que insiste en acercarse. Necesito un refugio: alguien debe darme una palabra para anular el miedo. Abro el ejemplar de conferencias de García Lorca:
Todo lo que tiene sonidos negros, tiene duende. El duende no llega si no ve la posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa. Y esta no es escala de humo tangible para el escape, sino alabarda de pelear contra todo terror; el mágico alimento para la encía del asaltante al Moncada en las cámaras tenebrosas de la tortura. Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Sólo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos. Es el sonido negro, agudo, que derribó la suástica de los muros de Berlín; es el golpe encantado, regido por la luz. Pero, ¿dónde está el duende? El duende… ¿Dónde está el duende? Por el arco vacío entra un aire mental que sopla con insistencia sobre las cabezas de los muertos en busca de nuevos paisajes y acentos ignorados; un aire con olor a saliva de niño, de hierba machacada y velo de medusa que anuncia el constante bautizo de las cosas recién creadas.
* Capítulo 14 del libro Brujas (Letras Cubanas, La Habana, 1990).
Noches en que Cuba no existió (152): Chely Lima
El país del sí
Hablo desde un lugar que, de no ser porque me aseguraron que íbamos a estar bien, diría que es lo más parecido a una tumba.