Por lo general, todo hijo termina por alcanzar la edad de su padre o por rebasarla y entonces se convierte en el padre de su padre. Sólo así entonces podrá juzgarlo con la indulgencia que da el “ser mayor”, comprenderlo mejor y perdonarle todos sus defectos.
Julio R. Ribeyro, Prosas apátridas
La cara que puso cuando le pregunté por qué no me lo había dicho. Cara de asombro, y también de miedo, la clásica figura del susto cuando te sorprenden escondiendo algo que nadie debe ver. Cara de sorpresa, también: cómo era posible que yo hubiese llegado a saber eso.
Creo que para entonces ya habíamos comenzado a hablar sobre asuntos que hasta poco antes eran intocables; ya podíamos sostener un diálogo como si fuese una conversación “normal” entre dos adultos. Intocables porque suponía que, si hasta entonces él no me había dado el menor indicio, significaba que aún no, todavía no era el momento.
Tal vez por ello, tampoco yo me atrevía a hacer algunas preguntas, cohibido por una sensación muy particular de que ciertas cosas aún podrían molestarlo, cosas que prefería no recordar. O que tal vez había preferido olvidar, y de eso no se hablaba.
Se podría pensar en la predisposición que tienen ciertos padres a seguir viendo a sus hijos como niños. Que han crecido, que ya casi los alcanzan o incluso los superan en estatura; que se vuelven irónicos, barbudos, trasnochadores contra toda voluntad familiar, pero incapaces de perder ese halo infantil que aún nubla la mirada paterna con una veladura más cándida que sabia.
Pero no era el caso. Si algo había dejado de ser ante sus ojos era precisamente eso: la imagen del tierno adolescente. Había crecido demasiado aprisa, obligado por molestas circunstancias que me exigían, como primogénito, “ser el ejemplo” para los menores.
No asumir esa tarea, o mejor, haber hecho todo lo contrario a lo que se suponía que era mi deber, borró rápidamente la esperanza de ideal modélico, despojándome de cualquier visión candorosa, de la posibilidad de ser apreciado como criatura con la que ciertos temas aun no deben tratarse.
Tal vez también fuese eso: mi comportamiento inapropiado no me hacía merecedor del derecho al conocimiento de algunas cuestiones importantes. La primogenitura no parecía suficiente para convertirme, tan solo por ello, en depositario de cierta memoria familiar.
Estaba acostado en la cama, leyendo.
‒Ahí te mandan eso ‒dije, y tiré sobre el colchón el mazo de tabacos.
¿Hay bendición en el dolor? Es posible. Redención también. Y ambas cosas pueden llegar por el camino menos pensado.
La aparición de mi nombre en un periódico municipal hizo que a partir de entonces se ampliara el encuadre dentro del que era observado en el entorno familiar, como si de repente entraran al plano otros elementos que desviaban el foco de mi simple figura, repartiendo la culpa, por así decir, atomizando el dolor.
Así lo veía entonces, en perfecta armonía con mi reciente descubrimiento del cine, cuando todo pasaba a través de una única toma de planos y secuencias que, sin editar, constituían el paso de los días. Días sin mucho sentido, de escenas triviales en las que parecía perpetuarse un mismo conflicto que era imposible resolver, en blanco y negro, sin rabia ni pasión. Como aliento de pulpos que se pudren bajo el sol, aplastados en la travesía del desove.
En la ciudad, que siempre estaba detrás, o alrededor, como terco y molesto decorado, se apareció un tropel de escritores venidos de todas partes del país. Aprendices o aspirantes a “ingenieros del alma”, imbuidos de fervor histórico y literario, dispuestos a compartir su obra y sus criterios en constructivos y animados debates, donde también cabían la diatriba, el insulto y la descalificación.
Luego se repartían premios, y esos premios, entonces, legitimaban: de ahí la virulencia, el escarnio; obtener uno de ellos te habilitaba, quedabas acreditado; tal vez la única manera, en aquel momento, de entrar en el juego.
Todo muy animado, aunque supuestamente muy selecto, y para avalar el impacto social de esos ardores solitarios, se concibió dividir la infantería literaria en pelotones de a ocho que, a la mañana siguiente, tomarían por asalto (previa coordinación) fábricas, escuelas, círculos infantiles, oficinas, asilos de ancianos, hospitales, unidades militares, estaciones de policía, prisiones y boulevares. La cuadrilla que me tocó debía asaltar una fábrica de tabacos.
El carácter de una persona lo determinan los problemas que no puede eludir y el remordimiento que le provocan los que ha eludido. En su caso, yo podía imaginar cuales habían sido los que tuvo que asumir, cediendo, consintiendo, tragando en seco, porque de otra manera no hubiese podido sobrevivir en aquellas circunstancias con tantas personas a su cargo. Problemas que, por cierto, no eran muy distintos de los que aún seguía tolerando.
Me he preguntado muchas veces cómo pudo hacerlo, cómo podía cargar con ese peso cotidiano, imposible de ocultar pues no sabía mentir. Conservar el paso seguro, la mirada firme y limpia, sonreír con cortesía y sin vileza, de vuelta a casa, ya tarde y cansado y con hastío, cuando sabe que esas caras nuevas que ahora asoman en los portales, también con una sonrisa, lo juzgan, sonrisa ruin esta otra, emponzoñada, inexplicable para él, porque son los mismos rostros que hasta poco antes aborrecían de los antiguos dueños, los consideraban sus enemigos de clase, lacra a exterminar, y que raudos y veloces fueron a ocupar esas mismas mansiones repudiadas, apenas esa costra purulenta abandonó sus aposentos, tibios aún; rostros a un lado y otro de la calle que termina en el fango de una laguna.
Si no eludía los semblantes y lo que representaban, todos los trastornos en una sola mirada devastadora, tampoco podía haber remordimiento, pude haber pensado en ese momento, sin llegar a comprender que transigir era el único sinónimo de sobrevivencia; que mucho tuvo que afirmar pensando no, no es así, no es ese el modo; un gesto vano e inútil porque nada podía borrar el estigma, ese pecado capital por el que, de cualquier manera, estaba condenado.
Nunca se detienen las manos de un tabaquero mientras trabaja. Con una, agarra la cuchilla de acero; con la otra, estira, amolda y tuerce las hojas. La cuchilla se mueve a gran velocidad, corta con precisión, roza constantemente los dedos sin sajar la carne.
La precisión, que parece un milagro, es solo oficio. Una vez adquirido, se puede cortar y escuchar al mismo tiempo, cortar y pensar, cortar mientras se concentra y sigue el hilo de una historia. La que narra el lector, la voz que se impone al chasquido del acero contra la madera, una voz sin pompa ni solemnidad en su discurso. Una voz neutral, que no pretende convencer a nadie de lo que lee desde su tribuna. El mismo puesto que nos fue cedido por el tiempo que duró el asalto, a razón de cinco minutos per cápita.
Una vez allí, cada uno debía presentarse: nombre y lugar de procedencia. Luego leería lo que le pareciese, siempre dentro del tiempo estipulado. Los torcedores, sin levantar la cabeza, hicieron algunas preguntas, bromearon en una jerga cerrada que solo ellos entendían.
Al final de cada “intervención”, aplaudían sin entusiasmo golpeando la madera con la chaveta. El martilleo, que podría parecer invariable y monótono, en algunos momentos dejaba traslucir la ansiedad, el enfado o la indiferencia que lo leído les producía.
Una sonata sin tema y con diversas variaciones, sujetas al azar de la palabra; de repente, una sutil oscilación del sonido emanaba del golpeteo flemático; un aria tímida al inicio, a la que segundos después se sumaba otra, mostrando su simpatía, ajustando el tono, incorporando sutilmente los oboes del disenso, o de la incredulidad, creciendo en intensidad, como el Bolero de Ravel, hasta que el mezzoforte obligaba al lector a cambiar de tema.
La nueva noticia, el siguiente capítulo, parecían traer de vuelta la uniformidad de sonido, la cadencia percutiva, el sosiego de las almas, la tranquilidad necesaria para manosear la delicada hoja.
‒Para qué te lo iba a decir. No tiene importancia.
‒Sí la tiene…
‒No tiene… ya, quiero decir.
Silencio. Yo no sabía cómo explicarle que para mí sí era importante saberlo, o haberlo sabido desde mucho antes. No sabía por qué era importante, pero sentía que lo era. Sus ojos seguían fijos en el libro, que ahora estaba cerrado, como si quisiera aprenderse el título de memoria.
‒Ya sé ‒me dijo‒. De haberlo sabido antes, hubieras aprovechado para pasar por ahí cada vez que tenías ganas de fumar y no tenías dinero, que es casi siempre.
‒Sí, tal vez sea por eso ‒respondí.
Él no tenía una respuesta, tampoco yo; él hacía su mejor esfuerzo por desviar el asunto hacia un lugar más tranquilo; tampoco puedo decir que esa broma suya no hubiese sido una buena posibilidad. De lo que sí estaba seguro era de que ya no podría hacerlo. Una pena.
No obstante ser una de mis primeras lecturas en un espacio público, cuando llegó mi turno subí tranquilo al estrado, me senté frente al micrófono y dije mi nombre.
Si se ha tenido alguna vez la posibilidad de asistir al ensayo de una orquesta sinfónica, se comprenderá enseguida lo que quiero decir. Eso que sucede cuando la orquesta trabaja sobre un pasaje temperado, más bien sencillo, y de repente el director baja los brazos, sin ninguna indicación previa.
La ejecución, que puede ser briosa, se descompone lentamente: primero desaparece la percusión, como cortada de un tajo; luego los instrumentos de viento, pero no en bloque, sino uno detrás de otro, escalonado, con algunas notas bajas y disonantes antes de alejarlos de las bocas, y finalmente las cuerdas, que dejan de escucharse como si alguien las fuese apagando al cubrirlas, asfixiando el sonido como se ahogaba la luz de los faroles en las aceras del siglo diecinueve.
El director baja los brazos y las notas desaparecen, aunque algunos pocos queden repitiendo el último compás, por inercia. Eso fue lo que sucedió. Lo primero, cuando dije mi nombre; lo segundo, donde vivía. No podía ser tanta coincidencia, pensaron quizás.
Que buena parte de las cuchillas de repente dejen de moverse, es algo que casi nunca sucede durante la jornada de trabajo en una fábrica de tabacos. Mucho menos que los tabaqueros, inmóviles, levanten la cabeza. Que se miren, en silencio. Y eso fue lo que varios de ellos hicieron: detenerse, levantar la cabeza, mirarse. Si esto resulta extraño, más aún lo fue el que, luego de mirarse, los más viejos se levantaran de sus asientos y caminaran hacia el lateral izquierdo del salón.
Yo tampoco había levantado la cabeza mientras leía, hasta que sentí el silencio alrededor, parecido a esa capa de niebla que lentamente cubre la colina que atraviesas una tarde despejada, mucho sol y canto de pájaros que de repente se nubla y enmudece.
Sin conocer bien la tradición o las costumbres del gremio, no por eso dejó de inquietarme aquella parálisis inesperada. Algo había sucedido. Un efecto muy similar a lo que solía ocurrirme en los veranos de mi infancia: luego de varios días en el mar, de donde prácticamente solo salía para comer o dormir, mis oídos llenos de agua salada se bloqueaban de súbito, cortando toda relación sonora con el entorno.
Terminé de leer, y regresé a dónde esperaba el resto de la cuadrilla literaria. Poco antes de llegar, escuché que alguien me llamaba. Por mi nombre y apellido. Aún padezco del horror a ese sintagma, voceado así solo en los pases de lista.
Al fondo del pasillo, media docena de torcedores, parados en atención. Uno de ellos me hizo señas de que me acercara, y se adelantó ligeramente al resto. Volvió a preguntar mi nombre completo. Mi lugar de nacimiento. Como para confirmar, me preguntó por el segundo apellido de mi padre.
Luego se volvió a donde estaban los otros, que asintieron levemente, y se acercaron, rodeándome. Dos pasos de aproximación que aprovecharon para alisarse el peto de cuero que les cubría el torso, sacudir la mano derecha en la parte trasera del pantalón, cerrar el botón más cercano al cuello. Parece evidente que usted no lo sabe, dijeron.
—… dijeron, sí. Y también que te aprecian…, que hubo un momento en que ya no te veían como lo que eras, parecías uno de ellos…, que te agradecían lo que hiciste antes de irte, aunque no entienden que no te hayas despedido, pero se imaginan…, que te saludara, y que te mandaban ese regalo…, que al menos espero lo compartas conmigo, ya que, a pesar de todo, te hice el favor de traerlo.
—¿Cómo dijiste que se llamaban?
—Julián, Raúl, José Miguel, qué sé yo. Da igual.
—No, no da igual.
—¿Por qué?
—¿Y si te estaban tomando el pelo?
—No había ironía en esas caras.
—Tú qué sabes —respondió, mirándome a los ojos por primera vez.
Luego volvió a hacer como que leía, pero sólo demoró unos segundos en esa pantomima.
—Si ahora con veintidós años te pones así, ¿qué hubiera pasado si te enteras a los quince, o a los dieciséis? ¿Por dónde hubieras empezado a quemarlo todo?
Y siguió leyendo. Ahora profundamente concentrado.
Nuestra propia historia
La realidad es que en Cuba se ha mantenido un orden de no derecho que ha instalado una cultura del miedo y que, al mismo tiempo, ha jugado con las circunstancias internacionales a su favor y en contra de la libertad de los cubanos.