De una maleta tan ligera…

Desde joven, padezco de un insomnio leve pero pertinaz. Desde joven, libros y lecturas que me tocan se enredan en este insomnio. 

Como terca neblina, palabras, metáforas y alusiones, elipsis del sentido, se mezclan en el duermevela. No hablo del sueño como “prolongación distorsionada de la realidad” y donde tantas veces esta naufraga disfrazada de fragmento pesadillesco. Hablo de un soñar que convoca a la memoria en forma de plasma afectivo.

Un instante único donde ya no perseguimos una ilusión: padecemos la “esclerosis del perseguido”. Un intersticio que clama por una palabra precisa; un ideograma clarificador: ¿le mot juste que moverá el mundo? 

“Sientes el impulso de hacer algo con ese espacio vacío. Una compulsión fatal. Crear otra realidad”, escribe Atilio Caballero en uno de sus cuentos. 

Cuando, como lector, el acto de leer me permite articular mi experiencia de libertad a lo leído, sé —indefectiblemente— que estoy ante un libro pleno de sugerencias. Sin duda, La maleta de B. (Letras Cubanas 2020, Premio Alejo Carpentier de Cuento) es uno de esos libros. 

La obra literaria de Atilio Caballero no necesita presentación. Como el Andy Simons de su novela La última isla, es un sobreviviente de aquella generación de finales de los 80 ―Paideia, Naranja Dulce, Diáspora(s)― que, una y otra vez, insiste en tender un puente entre el Islote (lo subjetivo, el proyecto personal) y la Tierra Firme (lo colectivo). 

Cuando el acto de leer me permite articular mi experiencia de libertad a lo leído, sé que estoy ante un libro pleno de sugerencias.

Ya desde ese momento inicial, finales de los años 80, y en el tiempo textual de la Nación, su obra, ha dicho la crítica, muestra cierto nivel de inactualidad, de despego de la realidad. Maneja referentes universales descolocados temporalmente, los que accionan sobre un magma memorioso. Intuye lo mítico tras las estructuras de lo real y lo literario. 

En este sentido, pero con una balanceada dosis de crítica oblicua aunque corrosiva, se aparta del ímpetu revolucionario en el momento en que caen los “socialismos reales” y llega a Cuba el pensamiento posestructural. En La maleta de B. son frases sueltas aunque incisivas y una referencia textual (1975 o 1976) lo que indica una precisa circunstancia histórica: los años del llamado Quinquenio Gris. 

Sin poder explicarlo, asocio la obra de Atilio con lo mediterráneo y con cierta luz cenital, apolínea y tamizada. Con Claudio Magris —al que ha traducido—, con el Roberto Calasso de La literatura y los dioses, con el Lawrence Durrell de El Cuarteto de Alejandría y con el Ernest Jünger de Sobre los acantilados de mármol

Esto, quizás, por ese ambiente mítico que circunda su escritura; o, por sus traducciones. Tal vez, por algún viaje en mi infancia donde, bajo esa luz, tuve una peculiar visión de la bahía de Cienfuegos. 

Lo repito: es una intuición y no puedo explicarla. Son referentes de un universalismo que colinda con el mito y lo sagrado: quizás el único no provinciano. Si, tal como pensaba el crítico y filósofo norteamericano Marshall Berman ―citando textualmente al Manifiesto Comunista de Karl Marx―, “todo lo sólido se desvanece en el aire”, entonces, lo sólido de la realidad podrá desvanecerse lo mismo en París que en su natal Cienfuegos.

Libro escueto, de apenas 73 páginas, La maleta de B. —pesada valija que cargaba Walter Benjamin cuando muere en Portbou huyendo de los nazis— tal vez sea la culminación de este proceso de creación al que hemos aludido en párrafos anteriores. Desde aquí, estos nueve cuentos pertenecen a lo mejor de la literatura cubana contemporánea; la mejor, porque cuenta con la inteligencia de su lector.

Sin poder explicarlo, asocio su obra con lo mediterráneo y con cierta luz cenital, apolínea y tamizada.

Y ya sabemos hacia qué “suculento” vacío de sentido gravita esa literatura. No hacia la condición cotidiana del lenguaje como maquinaria pragmática, sino hacia ese hueco más allá de las palabras donde algunos escritores, liminares y de frontera, escritores de “tajo preciso”, se han aventurado. 

Ahora bien, si algunos de estos creadores llegan a este hueco mediante una trama ficcional y una prosa prolija, cargada y hasta caótica —caso de David Foster Wallace, narrador, jugador de tenis y referente de este libro—; otros, como Atilio Caballero, lo logran mediante la incertidumbre y la reticencia, la desnudez y hasta una prosa “agujereada” y punzante —en el sentido del punctum barthesiano, alusión fundamental del texto. 

Así, para el narrador intradiegético de estos cuentos, hay varios momentos donde el hecho y la percepción que lo acompaña parecen ocurrir, pero tal vez no. Ahí todo es “de un tono ambiguo entre el ocre y el siena”, “todo es relativo e impreciso entre la ladera oeste de la montaña de rocas azules y el mundo verde y definido”. 

Entre la percepción “en la distorsión de las figuras, en los detalles del entorno” y la posibilidad de que lo percibido devenga lenguaje, se abre un momento de incertidumbre, una frontera que aísla y comunica. 

Como en la atmósfera de todo verdadero juego, con su dosis de “belleza metafísica”, “abstracción y formalidad”, hay una suspensión entre los polos opuestos, entre lo que se afirma y se niega: espacio de la duda. Una duda no metódica ante el sentido, relacionada con la incertidumbre de la vida y su juego: del juego que es la vida en su devenir. 

Anótese, por lo demás, que en el imaginario del taoísmo la ladera oeste de la montaña se asocia al color blanco y al otoño, al vacío como espacio cóncavo y receptivo. Y así lo dice Atilio en “Dark side of the moon o también podría ser de otra manera”: “Ese es el punto. Ese es mi problema. Ahora estoy sentado frente a una pared pintada de blanco”.

Atilio Caballero lo logra mediante la incertidumbre y la reticencia, la desnudez y una prosa agujereada y punzante.

En el cuento “Las circunstancias me obligaban a ser más inteligente que el mismísimo Roger Federer”, el texto más deportivo del libro —o, mejor, lúdico—, el protagonista narrador tiene una suerte de satori (iluminación budista), acompañado de música, “compases, acordes nítidos y sencillos. Satisfaction”. “Their satanic majesties…, música del diablo”. 

En medio de una tediosa sesión de saque (tenis), la pelota parece detenerse encima de su cabeza, allá arriba, eternamente. El sol encandila. Se llega a la ingravidez, al no-pensamiento. Todo juego “seriamente” jugado remite a la tensión del enfrentamiento en el mundo de lo sagrado. Surge la pregunta y, como en el mondo zen (mon-pregunta, do-respuesta), la rápida y acertada decisión: “qué coño hago yo aquí?…”. “Y me fui, nunca regresé”.

Todo el libro parece remitirse a esta decisión de abandonar, marcharse, no jugar más el pequeño juego de las máscaras cotidianas —también, juego de la literatura— con su cuota de premios legitimantes. Abandonar para comenzar el otro juego, en el que somos nuestro propio rival y juez.

No es tan larga la genealogía de estos autores que, con un golpe preciso, rajan la pelota “en dos pedazos perfectamente simétricos” y siguen mirando las dos mitades. En el cuento que da nombre a este libro, la idea central parte de una explosiva mezcla de Nietzsche y Benjamin: “el aura de un fenómeno significa investirlo de la capacidad para devolvernos la mirada”. Porque, han escrito otros exploradores de la imagen: el aura surge cuando la mirada le presta su poder a lo mirado. 

O, como dice Beckett —¿o el propio Atilio?— en el primer cuento, “Poco antes de llegar a las aguas termales”: “jamás conoceremos lo propio si no le concedemos la insólita oportunidad que nos ofrece lo extraño”.

Reconozco tener prejuicios con las palabras: maleta no es de mis predilectas. Sin embargo, “La maleta de B.”, título de este cuento, resume el ambiente metafísico de estas apenas 73 páginas: una maleta leve, extraña y bien organizada en su circularidad. 

Todo el libro parece remitirse a esta decisión de abandonar, marcharse, no jugar más el pequeño juego de las máscaras cotidianas.

No hay referencias fortuitas en este libro. Y, en esta circularidad de autores explícitos y citas intertextuales, no es casual la de Gershom Scholem: renovador de los estudios cabalísticos en el siglo XX, amigo de Benjamin, y quien mejor comprendió a este judío “esotérico y comunista”. 

Para mí, la pregunta es: ¿hasta dónde el vacío de esta “alforja real” —metáfora cabalística que emplea Atilio— no es el gran vacío del mundo y del cosmos? Un mundo vacío de Dios y de sentido, pero rebosante de imágenes. Maleta, como mundo e imagen. 

Lo intuía la cábala de Isaac Luria en su doctrina principal, Tzimtzoum, antes de saberlo la ciencia contemporánea. Es decir, el vacío que Dios deja, retrayéndose, cuando permite por amor una creación rota y plena de incertidumbres: un recipiente oscuro rebosante de bien y mal. 

Al final del cuento, el protagonista, al borde de un acantilado, observa la placa de cristal negro que parece resumir el destino de Benjamin. “Un nombre y una fecha. Nada más”. 

Mira, y ve, un manuscrito con sus tachaduras y apuntes al margen, el que nunca estuvo en la maleta: no es lo real. Solo es una imagen vista que devuelve la mirada en forma de sombra borrosa y deslavada. Imagen corrida y fuera de foco que nos remite, nuevamente, al punctum barthesiano: incierto y tajante, agudo y reprimido, grito en silencio. Masa oscura, e innombrable, que nos circunda. 

El mundo existe para llegar al punctum, o al libro. La Cábala lo supo siempre: el mundo es un tejido de palabras que busca su unidad, oscura y primigenia, más allá de estas. “No hay otra manera de decirlo, ni anotarlo”.

No hay referencias fortuitas en este libro.

Otra pregunta pertinente sería: ¿qué desean de mí estas imágenes que me miran? Y no ¿qué significan estas imágenes que miro? A fin de cuentas, lo esencial en estos escritores no está solo en el hecho de ver las dos mitades de esta pelota rajada que llamamos mundo —mundo como imagen e imagen como mundo—, sino en ser vistos por las imágenes en el acto mismo de mirar: única condición, tal vez, que permite evadir el efecto meduseo; lo que de fascinante y paralizador tiene toda imagen. 

En esto, Beckett, mencionado arriba, y Kafka —y tantos más que exceden esta nota—, fueron adelantados y paradigmas. Ambos desconfiaron de la superficie y suficiencia del lenguaje y de la palabra literaria, artizada. 

Como el erizo de la fábula, ellos supieron una cosa, y grande: allende el hueco organizado que llamamos vida, hay que lidiar con el “desastre”, “lo que está en el fondo del agua, o la ira del cielo”: el desastre y su descripción —o escritura—, que Blanchot decía. Algo de eso hay también en La maleta… de Atilio. 

Tal vez, el mayor ejemplo sea el cuento “Grand slam”: la cueva, el boquete en la tierra, el agujero, el túnel siniestro, los ojos fijos en lo oscuro, la mirada del padre, perder el brazo (¿el falo?) en la cueva de un cangrejo grande. 

Y claro, siempre tendremos la posibilidad de entrar —o no— en el juego —el jugador es el gran determinante de este libro—; posibilidad de mirar y sostener los ojos terribles del Padre, “algo que me punza y al mismo tiempo me provoca desconcierto… porque recala en una zona incierta de mí mismo”. 

Mérito de esta Maleta… es, también, la exquisitez con que se ha escogido el exergo de cada pieza narrativa. De la última ficción, “Los vecinos de Birmingham”, es “La elegancia de una morada se mide por la calidad de sus fantasmas”, que resume el tono metafísico, fantasmático, y hasta siniestro, con que termina el libro.

El aura surge cuando la mirada le presta su poder a lo mirado.

“Los vecinos…” es un cuento de atmósfera gótica, ejemplo de lo señalado por la crítica en la obra de Atilio: el acceso de la memoria a una estructura mítica tras la realidad. En este caso, lo mítico es la casa como eje cósmico, espacio transversal y vertical poblado de presencias que no parecen de este mundo. Pero también, casa como cuerpo y mente: textos a descifrar.

Una vez más, es una foto la que desencadena la memoria del narrador; una foto, pero también su punctum: “lo que está detrás… el objeto perdido o la llave del laberinto”. 

Llegan al pueblo —a la casa de al lado— unos hombres altos, muy blancos y rubios. No es solo la clásica casa “onírica”, de luces y en perenne atmósfera de fiesta o de terror; sino también casa de olores, sabores y ritmos musicales que se responden y se corresponden —sinestesia baudelairiana. Casa como lugar total, animado, mandálico: espacio lúdico y ficcional de la escritura. 

Por primera vez, en este cuento final asoma un ambiente fatídico y pesadillesco, aunque no exento de ese aire de duda e incertidumbre que atraviesa todo el libro. El protagonista queda encerrado en un desván que presuponemos en tinieblas: olor a azufre, cristales rotos con rabia y violencia.

Habrá que encender, entonces, un fósforo que apenas ilumine pero permita ver el espesor de la realidad oscura y distorsionada, “donde se esconde lo más deseado que es muchas cosas”; una palabra que convoque el plasma afectivo de la memoria, la densidad del recuerdo como una luciérnaga, como un brillo en la oscuridad.

Como dijo Maurice Blanchot: escribir es —acaso y solo eso— velar por el sentido ausente.



diario con coronavirus - Rosie Inguanzo

diario con coronavirus

Rosie Inguanzo

La escritora, profesora y actriz Rosie Inguanzo enfermó de COVID 19. Mientras la enfermedad lastimaba su cuerpo, su vida cotidiana y su ejercicio intelectual, escribió este diario.






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