Navidad 2025

Al tiempo que nos acercamos a la Navidad —con sus festejos típicos y alegres reuniones de familia— no podemos obviar, aunque queramos, el origen, razón y sentido de esta celebración: el legendario nacimiento de un niño judío hace poco más de dos mil años, a quien un tercio de la humanidad identifica con la encarnación de Dios. 

Si somos fieles al relato bíblico, Jesús nace en la más abyecta pobreza entre los animales de un establo en Belén, en una aldea de pastores, de donde días más tarde sus padres habrán de huir para ingresar —ilegalmente— en Egipto, a fin de evadir la sangrienta persecución del rey Herodes.

¿Resulta familiar esta historia? ¿No es acaso semejante a la de miles de familias de todo el mundo que huyendo de la opresión y la miseria han cruzado sin permiso las fronteras de los países más prósperos y desarrollados, Estados Unidos el primero?

Estados Unidos fue durante bastante más de un siglo puerto de salvación y faro de esperanza de los pobres y los fugitivos. Un país que se fue nutriendo de continuas oleadas de inmigrantes que dinamizaron su carácter y ayudaron a formar su identidad: país de acogida a los desamparados y de protección a los perseguidos.

Pareciera que ahora la llegada de inmigrantes haya alcanzado un punto de saturación y muchos estadounidenses creen que ha llegado el momento de cerrar las puertas e incluso de echar a los que ya se encuentran dentro. Esta creencia es parte de lo que ha llevado a Donald Trump al poder con devastadoras consecuencias.

Desde luego, todo país tiene derecho a regular su inmigración, incluso con medidas drásticas como la que ahora mismo aplican a lo largo y ancho de EE.UU. los agentes del ICE, pero eso no puede hacerse al mismo tiempo en que se presume de profesar la fe cristiana. 

No es posible que las iglesias celebren gozosamente la Navidad cuando millones de individuos —la mayoría de los cuales son honrados y decentes— viven aterrados de que los arresten en plena calle o en sus centros de trabajo, para devolverlos a los países de los que alguna vez escaparon o incluso a otros destinos peores.

La compasión y la humana solidaridad que emana del mensaje evangélico es irreconciliable con los decretos draconianos que salen de la Casa Blanca, donde se ha instalado desde hace casi un año una moderna encarnación de Herodes. 

El acoso y el miedo que actualmente padecen los inmigrantes indocumentados en Estados Unidos (muchos de los cuales fueron admitidos por un gobierno legítimo) no es compatible con la fe del Evangelio, que hay quienes confunden con una sociedad privilegiada adscrita a los códigos de una moral hipócrita.

El mensaje del que fue portador el hombre cuyo nacimiento celebramos es de amor incondicional, de fraternidad universal, de solícito socorro a los más débiles, de amparo a los que huyen, de caritativo consuelo a los que sufren. 

Comprendo que la puesta en práctica de los presupuestos de esta doctrina es imposible de cumplir para un Estado. Ninguna nación del llamado Occidente cristiano podría vivir —ni ha podido vivir nunca— a la altura del reto que Jesús nos propone. Pero sí pueden intentar lograrlo los individuos y, en alguna medida, las instituciones que se proclaman sus seguidores.

Las organizaciones políticas pueden, pues, operar egoísta y hasta cruelmente en la aplicación de leyes de gobierno y normas de conducta, tal como han hecho siempre los “poderes de este mundo” que, por definición, se oponen al “reino de Dios”. Lo que no es admisible es que una campaña de persecución y acoso —como la que ahora mismo se emprende contra los inmigrantes en Estados Unidos— pretenda llevarse a cabo desde una perspectiva “cristiana” y en defensa de los valores de esa fe.

Gobiernos e instituciones públicas podrán esgrimir razones de sobra para aplicar decretos inflexibles, pero esos decretos y sus aplicaciones nunca podrán conciliarse con el Evangelio ni con el espíritu de la fiesta que hoy celebramos, cuando más bien son actos de impiedad pagana que es menester rechazar y denunciar. 

La meditación sobre el misterio de la Navidad —el relato de un Dios omnipotente que quiso hacerse niño y pobre— nos torna indefensos y vulnerables. Ciertamente. Pero tal es el mensaje de ese recién nacido que años más tarde moriría en la cruz.