La Navidad y su auténtico júbilo

La fiebre de compras del llamado viernes negro, que popularmente se tiene como la primera jornada de las fiestas navideñas, distorsiona el espíritu de la celebración y la desacredita. Es triste que, para mucha gente, la Navidad comience y termine en las tiendas: en la urgencia de comprar motivada por el amor, es verdad, pero mucho más por la presión social que obliga a hacer regalos en esta fecha. 

Es frecuente que las ventas de Navidad equivalgan o incluso superen al monto de lo que un establecimiento vende en el resto del año. ¡Y todo por un brevísimo pasaje del evangelio de San Mateo en que se narra que los magos del Oriente le dejaron al bebé Jesús tres regalos!

El presupuesto de muchas familias suele verse sumamente gravado en estas fiestas por la imperiosa necesidad de regalar a que inducen fabricantes y mercaderes cada año, que se suma a los adornos navideños, las tarjetas de felicitación y las múltiples fiestas que se celebran en empresas y casas particulares. 

En enero, no son pocos los que se enfrentan a un déficit cuantioso por los gastos que les ha impuesto esta conmemoración. Tengo un amigo, ateo, padre de familia y cascarrabias, que dice que pagaría por poder desaparecer en la chistera de un mago durante estos días.

Aun si se tratara de una fábula, no por eso la historia es menos hermosa y conmovedora.

Sin embargo, más allá de los apremios y gastos sociales que impone la ocasión, y a los que usted podría no sucumbir, la Navidad sigue siendo la fiesta más hermosa del mundo por la renovada alegría que provoca, los nobles sentimientos que suscita, el extraordinario relato que nos cuenta y la bellísima música que ha inspirado a través de los siglos.

En el fondo de toda la celebración subyace el relato sorprendente de que la omnipotencia divina decidió acercarse y hacerse uno con nosotros en la vulnerable persona de un niño. 

Ese evento, que la Iglesia definiera hace mucho como “misterio de la Encarnación”, podría catalogarse, desde un punto de vista estrictamente racional, como mito, añadido como un postizo —según la erudición bíblica más al uso en denominaciones no fundamentalistas— a los relatos sobre Jesús de Nazaret, que casi seguramente nació en esta ciudad galilea y no en Belén. 

Pero aun si se tratara de una fábula, no por eso la historia es menos hermosa y conmovedora: el desamparo de una familia campesina judía en las márgenes del imperio romano, a través de la cual, y en medio de un establo, se manifiesta en un recién nacido la eternidad de Dios. 

Esta paradoja de exaltación y humillación, que está en el tuétano del mensaje cristiano (“lo necio del mundo escogió Dios para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo… para avergonzar a lo fuerte”) es, gracias a la difusión del cristianismo, piedra fundamental y de tropiezo al mismo tiempo de la cultura occidental.

Así como Jesús es nuestro juez, es también nuestro alter ego.

El legado de los griegos no incluía esta contradicción, esta inconformidad con el mundo tal como es, que es el origen de todo lo que hoy se define por justicia social, presente en el mensaje de amor radical de Jesús y sus primeros seguidores. 

La sociedad organizada no pudo vivir a la altura de ese ideal que iba en contra de la naturaleza avariciosa de los seres humanos; pero como quimera, aspiración o paradigma hemos celebrado en Occidente la vida y muerte de este maestro judío, así como su nacimiento, mito fundacional de nuestra cosmovisión y de nuestra cronología.

Estamos otra vez en tiempo de Navidad y resuenan de nuevo los viejos villancicos y proclamamos “paz en la tierra y buena voluntad para con los hombres”, en tanto liquidamos a nuestros enemigos con bombas de refinadísima precisión y aspiramos a las holguras que da el lucro. 

En esta contradicción estamos obligados a vivir porque Jesús propuso lo imposible. Pero, así como él es nuestro juez, es también nuestro alter ego, el retrato de lo que secretamente quisiéramos, como especie, llegar a ser. 

En nada se manifiesta más esta esperanza que en la Navidad, que nos reconcilia con la deslumbrante ingenuidad del mensaje cristiano y que vale la pena celebrar con auténtico júbilo, al margen del estrés de las tiendas y de los compromisos superficiales.


© Imagen de portada: Dzenina Lukac.





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