Carta a Manuel de Zequeira y Arango

Agrovérsico o poeta agrario y de piñón Coronel Manuel de Tiburcio Zequeira y Arango:

Cada vez que pienso en ti se me agua la boca. Esta declaración en ayunas puede resultar muy sospechosa, pero el otoño me afecta, engarrota mis máculas, me seca los tubérculos, confunde mis pepillas gustativas, y a veces ya no sé ni lo que diego. Mira ahora mismo: sin que medien metáforas en el epigastrio, no sé quién dijo esa frase de “Dejad que los niños vengan a mí”, si Jesús o Michael Jackson.

Y a propósito de Jackson —que antes era five y prietecito—: si uno que yo conozco, y que ya verás qué costado frutal tiene contigo, se da cuenta de que el Rey del Pop le puede ser útil en sus batallas, lo nombra jefe de los pioneros, porque lo que tiene en la cabeza es puro pop: pop corn, para ser más exactos. 

Ya ves cómo el otoño troca mi troquel, traba mi trova. Me tribaliza y me pone a comer cascaritas de piña.

Por eso quería comenzar con esa frase tan poética, bonita y sabrosa. Quise expresar que salivaba cada vez que venía tu nombre a mi memoria, pero ese Tiburcio, clavado ahí, lo enturbia todo, y ya no es igual decirlo de ese modo, y no me da lo mismo chicha que limoná.

Versicular y frutal entras en mi pensamiento por el surco del siglo XVIII, y brota tu oda en mis membranas, con aquella piña cantada y abierta hasta el amanecer, profunda y democrática, símbolo de nuestra más profunda cubanía, a la que me permitirás sacarle lascas hoy, para reafirmar nuestro aroma nacional. Con eso, de ñapa, te rescato a ti antes de que puedan aplicarte la ley mordaza, por si alguien considera que te adelantaste a clavar en el papel una de las más importantes especies en vías de extinción.

Olvidaré el Tiburcio que te enturbia y me ceñiré a lo concreto, como cuando en la Isla me ceñía al concreto. Incluso sin creto también me ceñía, o me ceñían, y uno se dejaba ceñir, no fuera a ser que lo desciñeran en la jugada, fuñéndose. Ahora andan pidiendo que Bolivia tenga salida al mar, y eso es fatal si quieren construir el socialismo por allí: teniendo mar, empiezan los balseros y se jeringa todo. Y he vuelto a alejarme de la piña por culpa del otoño. Será porque evo como un osaco, inmoralmente el jugo, el néctar de esa fruta con acné juvenil.

Arde mi mollera, a pesar del otoño —que es como el fracaso de la primavera— cuando saltan los primeros versos de tu poema más conocido —yo siempre tuve poemas con la poesía, sobre todo con la política, así que no me odas mucho. Vienen alígeras y agrícolas esas imágenes que no entiendo completamente, pero donde se nota por qué Lezama Lima —otro apellido frutífero— te consideraba el primer poeta nacional —pienso yo que algo de monocultivo y de isla agraria tendría— no en el sentido cronológico, sino, y cito testicularmente: “en el simbólico, por su calidad y vocación líricas, y por el conocimiento consciente de su instrumento poético”.

Eso es muy bueno. Cuando uno conoce bien su instrumento, aunque sea poético, ya puede ir por ahí fundando líricas, fecundando símiles, preñando a quien se soneta a nuestro vate. Se puede ser entonces vate de aluminio, o de majagua, en según el golpe de cintura y lo lejos que quiera poner las pelotas.

Como te decía, esos primeros versos son escalofriantes, aunque a nadie se le ocurriera nunca ponerlos en un cartelito en la pared de un fruticuba, debajo de ese epigrama clásico: “Si no es empleado, no pase. La admón.”, y el otro, más raro y enigmático: “Aquí funciona un comité de protección física”, que siempre me hacía pensar que la compañerita que elaboraba los jugos y zumos —y el resto de los insumos— se llamaba Lucrecia Borgia. Tu famosa oda “A la piña” rompe en la esquina de afuera diciendo: “Del seno fértil de la madre Vesta,/ En actitud erguida se levanta/ La airosa piña de explendor vestida,/ Llena de ricas galas”. Hagamos un alto para el asalto.

Yo, sinceramente, a esa Vesta que mencionas, y que es madre de alguien, no la conozco, pero lo de poner a la piña a levantarse en actitud erguida, llena de explendor o esplendor, me conmueve. Siempre dije que era la más airosa de nuestras frutas no autóctonas, la más difícil de recolectar, y la más inútil para regalarle a un náufrago sin cuchillo. Veo la imagen de la muy fruta sacando la cabeza junto a la Vesta —o la madre, da igual— y se me erizan los pelos de la glotis, armando un despelotis.

Qué bárbaro eras con tu instrumento poético, aunque lamento no conocer a cierta familia tuya que mencionas —Vesta— y esta otra que zumbas en el segundo inning cuando dices, ya levantada la piña, caminando airosa como la flor de la canela: “Desde que nace, liberal Pomona,/ Con la muy verde túnica la ampara,/ Hasta que Ceres borda su vestido/ Con estrellas doradas”.

Que no sé muy bien si ya es una piña o le cantas al general Noriega, el panameño, con tanto uniforme verde y esas estrellas que le pone el Aceres. Yo a Pomona, tampoco la he visto, pero sí tú la pones ahí, por algo será, que no dudo nada luego de saber que la piña es de la familia Bromeliaceae, y que tiene un apodo muy cómico entre los vegetarianos y otros científicos: Ananas sativus.

Si a eso le sumas que esta ananas —que suena a estribillo de guaguancó— tiene un ovario hipogino donde, sin fecundación ni nada —te lo digo para que guardes el instrumento poético— se desarrollan unos frutos en forma de baya —seguro de esa expresión tan alegre que dice: “baya usted para la piña”— que conjuntamente con el eje de la inflorescencia y las brácteas, dan lugar a una infrutescencia carnosa que se llama sincarpio. Eso, como ves, no es poético.

Y yo mismo evito pensar en tal descarnada descripción, porque me daría tremendo asco comerme después la piñita en rodajas. Como los de la ciencia se mandan un lenguaje que siempre parece hecho en clave, y a la parte de afuera, escamosa y difícil la describen como: “En la superficie de la infrutescencia se ven únicamente las cubiertas cuadradas y aplanadas de los frutos individuales”, tú preferiste traducirlo en lírica emoción de este otro modo: “Aun antes de existir, su augusta madre/ El vegetal imperio la prepara,/ Y por regio blasón la gran diadema/ La ciñe de esmeraldas”, uno ya va entendiendo un poco más.

Así me enteré que la madre se llama Augusta, aunque estuve tentado a pensar que su nombre era Esmeralda o Imperio, porque en el siglo XVIII los poetas tendían mucho a confundir. Como hacen ahora los nuevos poetas tribunalicios, que se espantan unos discursos erizados de espinas, largos como églogas, que le calientan a uno las posturas sin llegar a eglosionar. Sobre todo uno —el que te dije que contrataría a Michael Jackson para manejar la infantería infantil— que es muy eglocéntrico. Y volví a bifurcarme por culpa del otoño.

Es posible que la poca claridad del lenguaje en esa odalisca frutal, venga de tu misma historia personal, donde hay un Tiburcio a modo de trabuco, atrabancando la talanquera. En una biografía, encontré que habías nacido en 1764, en La Habana, y que venías “de una familia noble y pudiente”. 

¿Ves? Ya hay un par de datos que cierran el dominó, porque no dicen si tu gente era noble por candorosa y de clara inocencia —ahí van tres nombres femeninos en venganza por lo de Augusta, Imperio y Esmeralda—, y en lo de pudiente, no describe hasta donde pudieron, ni qué cosas.

A mí me dicen que fulano es pudiente y me suena a pasante, a que se mantiene a duras penas, que se dice manteniente, en un equilibrio esforzado y modesto. Tal vez por eso te becaron en el Seminario San Carlos en 1774, con diez añojos por banda, en el mismo pupitre que el padre Félix Varela, que estaba entonces lejos de la paternidad, y era sólo un proyecto humilde, bajito y con gafas. Diez años más tarde te “asociaste” al Regimiento de Infantería de Soria, España, que era lo que más cerca te caía.

Son cosas que no entiendo. Es como preguntarse qué se hace primero, la chicha o la piña. ¿Militaste en la poesía antes de tener poemas militares? Militar poeta o poeta militar no me combinan bien, se me atoran, y es como limitar. Pero no, parece que en tu caso te daba igual, y te dijiste, vengan galones, que es una manera de la hipérbole. Tal vez debajo de la piel de cada guerrero milite un poeta limitándolo, aunque nunca he encontrado que sea viceversa.

Prefiero decir esa letrilla tuya, que me remite a conga de relajo y dice: “Si algún galán o mozuelo/ Dijere con voz confusa/ Que es embustera mi musa/ Que se lo cuente a su abuela”. Ahí adivino una férrea voz de mango, una estentórea, firme y gutural orden de regimiento, que amedrenta, subyuga, enardece, espanta, pone firme la asonancia, enfila los pareados, parea las asonancias y hace brotar la piña, con Vesta y todo, por decreto castrense bajo el mango de la voz. Y ya salió lo del castrense…

Debo decirte que tu airosa fruta se dio una perdida tremenda. Recogió sus carnes ananistas y se mudó de paisaje. Escapó de la dieta. Y eso que un canto litúrgico la recuerda aún, con un aullido que reza: “A María le gusta la piña pelá, la piña pelá, la piña pelá”, que conmueve a la parte más abrupta de la población, la masculina y enyerbada. Yo de pronto pensé que había regresado a sus orígenes guaraníes, porque en esa lengua indiota es llamada anana por tres cosas irrebatibles: la “a” por fruta, “nana” por sabrosa, y “anana” porque no sabían pronunciar “piña” en castellano.

Así que, cuando Chano Pozo compuso uno de los temas que más le gustaban a Miguelito Valdés, y este lanzaba al viento ese grito de guerra que se titula Anana boruco tinde, quería decir, casi exactamente, “qué fruta más sabrosa es el boruco tinde”. Presumo que ese canto es la traducción abakuá de tu oda magnífica.

Y como se perdió el fruto de tus esfuerzos, esa espléndida anana que cantaste conmovido con estos versos: “Y así la aurora con divino aliento/ Brotando perlas que en su seno cuaja,/ Conserve tu esplendor, para que seas/ La pompa de mi patria”, me dio por pensar que era una pompa fúnebre.

Y claro, como convidabas al festín a Venus, al “divino Orfeo”, a una tal Amaltea, a Ganímedes, a “el poderoso Jove” y hasta a un “aquilón”, que tampoco tengo en nómina, le cayó el Olimpo, semejante al comején, a esa piña tuya, a la que le dijiste además, en una licencia bastante de Jefe de Lote, “odorífera planta fumigable”. Hasta una piña va y se acompleja con esos nombretes y esos convidados. Aunque me da el pálpito que fueron los nuevos dioses, los olímpicos de ahora, quienes, en piña cerrada y colada, le cayeron al material sin hacer cola.

El hijo de un amigo llegó al borde de su litro de leche sin conocer esa fruta de olimpiada. Hubiera sido una ayuda cambiar su dieta a los siete desolados años, de lo lácteo a lo píñico, ya que dicen los que saben que es rica no sólo en sabor, sino también en propiedades curativas y regenerativas. 

Como ya no regenera, hay tanto degenerado por ahí.

Bueno, a lo que iba, antes de que se me acabe el otoño. Un día el niño regresó horrorizado de la cocina, demudado, pálido, temblando. No sólo había perdido el derecho al litro de leche, sino también el habla. Era como si en vez de lunes 15 fuera martes 13, o hubiera chocado sorpresivamente con el halloween. Cuando pudo articular palabra, sin pensar en el calcio que le faltaría a partir de esa hora, le dijo a su padre: “Papá, la papaya está enferma”. Había visto una piña.

En su inocente tripa craneal brotaron de seguro imágenes horrendas de una papaya transformista, acosada por los nematodos; tal vez una tropa de sinfílidos desalmados habían atacado a la inocente fruta bomba. Y como los sinfílidos son miriápodos muy destructivos, qué coño va a entender el pobre niño, si jamás había visto un fruto como aquel, con un moño a lo Celeste Mendoza y la cara con más baches que la avenida Acosta. El infante tenía ya suficiente con alejarse de la esencia de vaca.

Igual que ahora hizo la piña de nosotros, te alejaste tú de la Isla, como oficial de los ejércitos españoles que intentaban apagar el fuego de la rebelión en aquella América globalizada por Bolívar. Si la llegas a ver con uno que se dice discípulo suyo, te empiñas y cuelgas el sable. Te militarizabas y luego, en periódicas sesiones, te hacías civil para practicar el periodismo y lo literato literal. Si hacerse civil es desmilitarizarse, ¿volver al ejército será volverse incivil? Madre mía, qué otoño llevo.

Tanta desdicha hizo que fueras perdiendo el juicio, sin fiscales vendidos de por medio. El copito comenzó a resbalarte cuando te mandaron a ejercitar en Matanzas, que es lo que yo siempre digo a propósito de los servicios sociales: te zumban para otra provincia y enloqueces. En el caso tuyo, parece que fue un virus ambiental que ya flotaba en la Atenas de Cuba y que años más tarde le destrozó el cerebelo a José Jacinto Milanés.

A ti te dio por una rara manía, algo que ejercitó Chaflán con la vis cómica: pensabas que al ponerte el sombrero te hacías invisible. Va y funciona, y por eso fracasó la zafra de los Diez Millones, con tanto machetero bajo el yarey, sin verse y majaseando en la transparencia. Yo te digo a ti que la idea es bonita pero no cuela, siempre hay un puñetero que logra verte aunque sea un borde, un brillito, un pelo. Así son la envidia y la rapiña.

Y ya que caímos nuevamente en la fruta, creo que he encontrado la causa de que no se le vean los piñones. Dicen los vegetarianos de la ciencia que su cultivo necesita condiciones estables, temperatura media anual de 25-32ºC, porque es muy sensible, y, sobre todo, un régimen regular. De precipitaciones, claro. Y como el régimen actual se precipita al abismo, y no es siquiera regularcito, ya verás qué despiñada está la patria. Sin piña, que era la pompa. De jabón, por supuesto.

Con un piñal en la espalda,

Ramón.

Del libro Cuba a la carta (Editorial Hypermedia, 2019).
Imagen de cubierta Alberto Morales Ajubel.




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Cuba a la carta - Ramón Fernández-Larrea

Ramón Fernández-Larrea decidió reinventarse el humor. Reírse de cosas de las que los cubanos no estábamos acostumbrados a burlarnos. Y entre las tantas cosas a las que los cubanos no estábamos acostumbrados a burlarnos estaban la Historia y la Cultura cubanas. Con Mayúsculas.
Enrique Del Risco