Se ha pensado la literatura cubana desde sus pares “antagónicos”: Martí y Casal en el xix, Piñera y Lezama en el xx… Mucho de falaz hay en tales antagonismos, pero no olvidemos que toda falacia se forma a partir de “lo real”, lo verídico: Martí de cara al sol versus Casal en kimono; la “fiesta innombrable” versus “la maldita circunstancia”; el cosmopolita apóstol neoyorquino versus el tuberculoso poeta insular al que no le alcanzaron las fuerzas —ni el dinero— para llegar a la tumba de Baudelaire; la biblioteca como dragón lezamiana —siempre acumulándose— versus el terribilia meditansque regalaba —jamás acopiaba— libros… El escritor con biblioteca versus el escritor despojado de anaqueles.
Esta imagen del poeta de Paradiso y su reverso podría resumirse en algunas fotografías: aquellas de Lezama en su cuarto-biblioteca de Trocadero 162, rodeado de esos demasiados volúmenes que apenas pueden respirar; y aquella de Piñera en la sala de su apartamento del Vedado, a finales de los años 70, sentado de medio lado en un sillón, con la mirada perdida en una calle y edificios habaneros más allá de su balcón. Lezama jadeaba asmático entre libros y revistas; Piñera se balanceaba a la intemperie.
Hay autores donde los ecos de los muchos libros que conforman sus bibliotecas parecen articular la sintaxis de sus propias obras: Montaigne, Borges, Lezama.
Hay otros donde las lecturas —que también suelen ser muchas— apenas murmuran a lo lejos, escondidas; en estos las palabras parecen tenerle alergia —más bien lo simulan— al polvo que salvaguarda las estancias librescas: Kafka, Vallejo, Piñera.
«Cuba diluida es una oda al libro». Néstor Díaz de Villegas
«Cuánta belleza y elegancia». Gilberto Padilla Cárdenas
«Pocas veces en el mundo cubano acoplan tan bien lo literario y lo político». Carlos A. Aguilera
Leer Cuba diluida (Hypermedia, 2021) de Michael H. Miranda es, por un lado, asistir a un homenaje a esa especie de autores librescos —él mismo autoafirmándose como tal: “Mi definición de la libertad es poder comprar los libros que quiero”—, y por otro, el viaje hacia el centro de la biblioteca de un escritor apátrida —“los libros siempre están ahí. Son mi música de compañía”.
Cuba diluida es un volumen de ensayos en la medida en que también resulta un diario de lecturas y viajes, cuaderno de apuntes, reseñas, memorias, ficción y autoficción, catálogo de la biblioteca y de la vida privadas. Michael H. ensaya al modo en que lo hacía Montaigne: educando el yo en las múltiples voces que habitan sus libreros y, en paralelo, erigiendo en cada nueva casa —sea en Houston, College Station o Fayetteville— aquella maison forte que el autor de los Essais se mandó a construir para aislarse del mundo, para aprehenderlo.
“En uno y otro sentido, vastos campos de palabras”, reza una de las inscripciones —atribuida a Homero, según Diógenes Laercio— en las vigas de la maison forte (biblioteca) de Montaigne. Michael H. bien pudo poner como epígrafe/frontispicio esa frase homérica en su volumen.
La etimología de “diluir” proviene de tres verbos latinos: diluěre (disolver, donde el prefijo |dis-| significa “alejamiento por múltiples vías”), deluděre (engañar), y ludere (jugar, entretenerse). Michael H. los conjuga todos, los fusiona. Disuelve a Cuba en la búsqueda de otros modos de representación de “lo cubano”, se aleja de ella, la vuelve más líquida —si cabe—, la hace reformularse, la literaturiza hasta diluirla en las páginas de su biblioteca universal.
«Cuba diluida es una oda al libro». Néstor Díaz de Villegas
«Cuánta belleza y elegancia». Gilberto Padilla Cárdenas
«Pocas veces en el mundo cubano acoplan tan bien lo literario y lo político». Carlos A. Aguilera
Engaña —o alegra— a los lectores: en estos ensayos Cuba es metamorfosis, indefinición, inacabamiento, “centauro” —diría Alfonso Reyes— como el género ensayístico mismo. Y en sintonía con la idea anterior, Michael H. juega con la escritura y, por extensión, con las ideas, se mueve entre el tono literario y el periodístico, entre la entrevista y la reseña, entre el aforismo y el relato. Cuba diluida es el encuentro con otras formas de insularidad.
La división del libro en cinco secciones responde a ese viaje mencionado, lo que a la inversa: del exilio yuma a la noche del tiempo insular, cuando el autor se “llamaba Oriol Puertas” para ocultarse bajo seudónimo de los gendarmes del castrismo. Una travesía siempre halada por resonancias literarias, libros comprados y/o rescatados del naufragio, traídos de “una terra incognita, un destartalo garcíavegano de gente y escombros, un lugar donde no me reconozco y cuyo aporte en el sentido de pensamiento sería nulo”.
En Cuba diluida se piensa “el exilio”, la “cubanidad”, “el nervio yuma” desde la casa del ser apátrida, desde “la indefinición [que] nos explica”.
A través del libro, la voz ensayística cambia frecuentemente el punto de vista: de la primera persona a una tercera casi impersonal, a modo del desterrado que va borrando su ego porque son varios los yoes e incontables las lecturas que ya lo habitan. A propósito, Néstor Díaz de Villegas destaca en el prólogo que “la escritura de Michael H. Miranda mimetiza el desorden de infinitos volúmenes en transición, adopta todos los registros imaginables”. No se vive solo del yo: fragmentarlo, suspenderlo, hacerlo emigrar hacia otras voces, otros espectros, es también tarea de la literatura; y eso, el ensayista de Cuba diluida lo pone en práctica.
«Cuba diluida es una oda al libro». Néstor Díaz de Villegas
«Cuánta belleza y elegancia». Gilberto Padilla Cárdenas
«Pocas veces en el mundo cubano acoplan tan bien lo literario y lo político». Carlos A. Aguilera
Incluso, cuando Michael H. escribe sobre música (Paquito D’Rivera, Rubén Blades, Pío Leyva, Arturo O’Farrill…) lo hace leyendo, como quien coloca partituras en los estantes al lado de los libros. En Cómo ordenar una biblioteca, Roberto Calasso recuerda “la regla áurea del buen vecino” de Aby Warburg, “según la cual, en la biblioteca perfecta, cuando se busca un determinado libro, se termina por tomar el que está al lado, que se revelará aún más útil que el que buscábamos”.
Michael H. escribe como quien reordena constantemente sus anaqueles, siempre a la pesquisa de buenos vecinos improbables, juntando saxofones y dublineses, trova y sinalectas, andanzas del Quijano y Sancho con guaperías de Pedro Navaja.
Juntar cubierta con cubierta, lomo con lomo a Góngora y a Quevedo, a Neruda y a Huidobro, a Nabokov y a Wilson, a Piglia y a Aira, a Obama y a Trump (sic)…, parece ser la lúdica estrategia lectora y escritural de Michael H. en algunas páginas de su libro; no con la ingenua intención de que aquellos hagan las paces, sino para recordarnos que más allá del amor a las letras, los pasillos de las bibliotecas también están llenos de rencillas y odios.
Leer el Quijote, sumergirse en una estación Faulkner —incluida peregrinación a su tumba y casa en Mississippi—, reseñar a María Negroni, a José Kozer y a Lorenzo García Vega, volar un B-17G junto a Pierre Bergounioux, caminar Benarés de la letra de Jesús Aguado, pensar Miami y las elecciones norteamericanas… todo en Cuba diluida deviene lectura, realidades que habitan en los libreros: “El sentido actual de Cuba está regido por el monstruo de la enfermedad. La idea de cómo leer Cuba deberá desplazarse entre esos márgenes”. Cuba diluida está escrito en lengua apátrida, con acento libresco. La escritura de Michael H. está rodeada de libros por todas partes; porque todo, absolutamente todo, dentro y fuera de la “isla infinita”, es “festón y hojeo”, tinta y polillas.
Orlando furioso
¿Cómo se presenta un libro del mejor escritor vivo de Cuba? Y esto no lo digo yo, porque ya lo ha dicho él. No es fácil, aunque el que lo presente, es decir yo, sea el mejor crítico vivo —o muerto— de Cuba.